La lluvia había regresado esa tarde, golpeando los ventanales del apartamento con la suavidad de una melodía nostálgica. El joven se encontraba sentado en el sofá, Atenea dormía hecha un ovillo sobre su regazo, ajena al torbellino que se gestaba dentro de él. Había pasado la mayor parte del día en silencio, repasando una y otra vez los fragmentos de memoria que habían vuelto tras su caída: su familia, la empresa, los viajes… y sobre todo, la sombra de quien intentó borrarlo del mapa.
Su mirada se desvió hacia el teléfono fijo sobre la mesa. El aparato blanco parecía insignificante, pero para él era el vínculo con su verdadero mundo, el que había dejado atrás al despertar en el hospital sin nombre ni historia. Respiró hondo, apartó a Atenea con cuidado y tomó el auricular.
Marcó de memoria un número que sus dedos parecían recordar mejor que su mente. El tono de llamada sonó tres veces antes de que una voz temblorosa contestara:
—¿Liam? ¿Liam Rothwell?
El alivio en aquel timbre era inco