El apartamento de Violeta olía a pan recién horneado y a café recién colado. Los rayos de sol entraban tímidamente por las ventanas, iluminando los muebles sencillos pero acogedores. Ella había preparado todo para la llegada del joven: una bata limpia, toallas dobladas y una pequeña selección de ropa para que se cambiara.
—Bien —dijo, colocando la ropa sobre la cama—. Te voy a dejar un momento solo. Quiero que te duches con cuidado, ¿sí? —Se inclinó ligeramente, señalándole el baño—. Recuerda: el tobillo aún está inflamado, no hagas movimientos bruscos.
Él la miró con una sonrisa ladeada, mezclando arrogancia con un dejo de humor nervioso:
—¿Ducha? ¿Solo yo? —preguntó, fingiendo dramatismo.
—Sí, solo tú. —Violeta lo señaló con el dedo—. El baño está ahí. Me voy un momento, voy por ropa y algo de comida.
—Perfecto… —dijo él, aunque ya se sentía intrigado por ese espacio íntimo y desconocido.
Violeta salió y cerró la puerta tras de sí, dejando al joven solo. Durante los primeros segundos, evaluó la situación con esa mezcla de curiosidad y desdén que lo caracterizaba. Luego, decidido, intentó dirigirse al baño apoyándose con cuidado en el pasamanos improvisado.
Lo que siguió fue un desastre. La ducha, antigua y endeble, no soportó su peso al intentar acomodarse con torpeza. Un chorro de agua salió disparado, inundando el piso del baño en segundos. El joven resbaló, terminó empapado y tumbado sobre las baldosas, gruñendo de frustración y dolor por el tobillo.
Cuando Violeta regresó con la ropa, abrió la puerta y se quedó petrificada. El agua cubría el suelo, la cortina estaba doblada y el joven yacía tirado, empapado, con la bata pegada al cuerpo y el cabello goteando sobre sus hombros.
—¡Dios mío! —exclamó, tapándose la boca—. ¿Qué has hecho?
—Solo… intentaba ducharme —murmuró él, levantando la mano como excusa—. No fue mi culpa… exactamente.
Violeta rodó los ojos y suspiró, resignada. Horas después, tras un gasto extra con el plomero que reparó la ducha y la inundación, notó algo más: los zapatos empapados del joven y el sofá parcialmente mojado.
—¡Esto es…! —exclamó, mirando la escena—. Mejor ni intentes ayudarme.
Él frunció el ceño, con un dejo de culpa.
—Está bien, lo entiendo —dijo, cruzándose de brazos—. No me meteré.
Pero Violeta no podía ignorarlo por mucho tiempo. Más tarde lo ayudó a trasladarse hasta la bañera para terminar la ducha correctamente, indicándole:
—Te dejé la ropa sobre la tapa del inodoro. Después de esto, te secas y te pones eso.
—Perfecto —contestó él, aunque suspirando con dramatismo por el esfuerzo físico.
Violeta salió un momento, buscó a su vecina, Martha, y su pequeño hijo, Luke, para ir por su gata atigrada, Atenea, que había estado bajo su cuidado dos días. La mujer viuda, diez años mayor que Violeta, las agradeció repetidamente, llevándose todas las cosas de Atenea de regreso a su apartamento.
Para sorpresa de Violeta, cuando regresó al apartamento, encontró al joven sentado en el sofá, con el cabello todavía empapado, intentando secárselo con torpeza.
—¿Qué demonios…? —susurró, suspirando—. Pareces un niño mojado.
Él levantó la mirada, sorprendido, y se detuvo al ver a Atenea quién había logrado escaparse de los brazos de Violeta y ahora caminaba cautelosa por el suelo.
—¿Qué es esa plaga? —preguntó él con un gesto de disgusto.
—¿Plaga? —dijo Violeta, ofendida—. ¡No es una plaga! Es mi familia… y se llama Atenea.
La gata, como si entendiera perfectamente, le gruñó al joven y se escabulló hacia su escondite en el cuarto, desapareciendo tras la puerta. Violeta dejó su plato de comida sobre la mesa del comedor, observando al joven con paciencia.
—Bien… vamos a secarte el cabello —dijo, caminando hacia el sofá.
—Puedo hacerlo yo solo —replicó él, intentando levantarse, pero inmediatamente se quejó por el brazo fracturado—. ¡Ay, eso duele!
Violeta suspiró, tomando la toalla con determinación y un toque de brusquedad, y comenzó a secarle el cabello. Cada movimiento era firme, seguro, y a la vez cercano. El joven sintió un calor recorrerle el pecho y un latido fuerte en su corazón, algo que no esperaba y que lo desconcertó.
—¿Listo? —preguntó ella, apartando la toalla y mirándolo con esa mezcla de paciencia y exasperación que él ya empezaba a notar como fascinante.
—Sí… gracias —dijo, con un hilo de voz que no sabía por qué sonaba distinto.
Por un momento, ambos se quedaron en silencio. La cercanía, la calidez del gesto y el roce de sus manos al secar su cabello generaron una sensación extraña, intensa, que ni uno ni otro sabía cómo nombrar.
El joven, todavía sin memoria, sentía que algo dentro de él se agitaba: una chispa desconocida, un latido que no podía ignorar. Violeta, por su parte, lo observaba con cuidado, sin darse cuenta de que cada gesto suyo dejaba una huella más profunda en aquel extraño que apenas conocía.