El amanecer londinense apenas asomaba cuando Violeta salió del hospital. El aire estaba fresco, con ese olor a lluvia que parecía incrustarse en la piel. Se ajustó el abrigo con cansancio; llevaba más de diez horas de pie y sentía que cada músculo de su cuerpo se quejaba. Solo pensaba en una ducha caliente. Ahora solo tendría que correr a la parada del bus para no congelarse, por ello no esperaba verlo allí.
—¿Harry? —dijo sorprendida, al encontrar al médico apoyado en su auto, con una sonrisa cansada pero encantadora—. ¿Qué haces aquí tan temprano?
Harry le devolvió una sonrisa ladeada, una que parecía querer suavizar la sorpresa de ella.
—Esperando a alguien que trabaja demasiado —contestó—. Te dije que pasaría a dejarte los víveres, ¿recuerdas?
Violeta parpadeó, incrédula.
—No creí que fuera literal —dijo, ruborizándose un poco—. Pudo haberlos dejado con la Andy o... no sé, enviarlos con alguien.
—No confío en nadie más para entregarlos —respondió él con naturalidad, abriendo la pu