El apartamento estaba en silencio cuando se escucharon tres golpes discretos en la puerta. Liam levantó la vista del cuaderno donde tomaba notas sobre lo que recordaba de la empresa y caminó cojeando hasta la entrada. Al abrir, una figura familiar apareció en el umbral: un hombre de cabello castaño claro, traje azul marino y rostro amable, aunque algo demacrado por las ojeras.
—Charlie —dijo Liam con una sonrisa leve.
—Señor Rothwell —respondió el asistente, visiblemente aliviado—. No sabe cuánto me alegra verlo.
El hombre entró, y en cuanto dio tres pasos dentro del apartamento, su rostro adoptó una expresión entre sorpresa y desconcierto. Observó el pequeño espacio: los muebles sencillos, las plantas junto a la ventana, las tazas de café apiladas en el fregadero y la gata atigrada que lo miraba desde el sofá como si evaluara su intrusión.
—¿Este… es su escondite? —preguntó Charlie, alzando una ceja.
Liam asintió con serenidad.
—Sí. Perfecto, ¿no?
—Perfecto —repitió el asistente, con