Ahmose, un joven y prometedor comandante egipcio. Dotado de una astucia militar excepcional y un profundo sentido del deber, se convierte rápidamente en una figura clave en la defensa de Menfis. Su ascenso, sin embargo, lo sumerge en un nido de intrigas palaciegas, donde la ambición y la traición son tan peligrosas como las espadas enemigas. Es en este ambiente de tensión donde su destino se entrelaza con el de la Princesa Nefertari. Hija del influyente visir, Nefertari es una mujer de espíritu indomable y corazón compasivo, atrapada por las rígidas convenciones de la corte y un matrimonio político preestablecido. A pesar de las barreras sociales y los peligros que los acechan, Ahmose y Nefertari forjan un vínculo inquebrantable. Su amor, prohibido y apasionado, se convierte en un faro de esperanza en la oscuridad que envuelve a Egipto.
Leer másEn Menfis, la ajetreada capital, el palacio del visir Paser siempre olía a incienso dulce y jazmín. Para Nefertari, con 18 años, ese olor se había vuelto pesado, casi como las paredes que la encerraban. Llevaba toda su vida en esa jaula de oro. Era una vida lujosa, sí, pero una jaula al fin y al cabo. Sus habitaciones eran increíbles, llenas de telas caras traídas de otros países, dibujos por todas partes contando historias de dioses y héroes, y jarrones llenos de flores frescas cada mañana. Pero Nefertari casi ni las veía. Se quedaba mirando la pequeña ventana que daba al Nilo, viéndolo como un camino de plata hacia la libertad que ella solo podía soñar.
Esa mañana, el sol egipcio calentaba fuerte las piedras del suelo. Nefertari estaba sentada frente a su espejo de ébano mientras Baketamon, su sirvienta y amiga de toda la vida, le trenzaba el pelo negro. Era muy buena haciéndolo, como una artista.
—¿Otra vez soñaste con el río, mi señora? —le preguntó Baketamon en voz baja, notando que Nefertari miraba al espejo sin ver nada.
Nefertari suspiró suavemente. —Todas las noches, Baketamon. Sueño con el viento en la cara, el olor de la tierra mojada, los gritos de los pájaros... no este olor a incienso viejo.
Baketamon sonrió con tristeza. Entendía cómo se sentía Nefertari. Habían crecido juntas, pero en diferentes mundos dentro del mismo palacio.
—El visir Paser mandó llamar a los mejores joyeros de Tebas para hacerte un collar de escarabajos. Dicen que será el más grande que se haya visto —le dijo Baketamon para animarla.
A Nefertari no le importó. —Y ¿para qué? ¿Para que lo vea el sobrino del faraón? Esas joyas no son para mí, Baketamon. Son para que mi padre quede bien y suba un escalón más en su carrera.
Baketamon dejó de trenzar el pelo y le puso las manos en los hombros a Nefertari. —No hables así, mi señora. El visir te quiere.
—Me quiere como a una pieza de ajedrez importante, —contestó Nefertari con tristeza—. Una pieza que puede mover para ganar el juego. ¿Crees que le importa si esa pieza siente algo, si quiere algo más que un matrimonio arreglado?.
Baketamon no respondió al instante. Sabía que Nefertari tenía razón. Paser era muy inteligente y leal al faraón Amonhoteph, pero también tenía mucha ambición. Cada cosa que hacía en el palacio era para mejorar su posición y la de su familia. Y Nefertari, su única hija, era su mejor arma para lograrlo.
La puerta se abrió y entró Mutemwia, la madre de Nefertari. Aunque ya era mayor, todavía era hermosa, pero sus ojos mostraban tristeza. —Nefertari, hija. Tu padre te espera en la sala de audiencias. Quiere hablar sobre los preparativos para la visita del príncipe Menkat.
A Nefertari le dio un vuelco el corazón. Menkat. El sobrino del faraón. Con solo escuchar su nombre se sentía mal. Era guapo, sí, pero con la actitud de alguien que cree que todo le pertenece. Y cuando la miraba no la veía como una persona sino como algo que podía usar para conseguir más poder.
—¿Tan pronto, madre?, —preguntó Nefertari, tratando de no sonar nerviosa, aunque le temblaba un poco la voz.
Mutemwia se acercó y le acarició el pelo a su hija. —Tu padre está muy contento con este matrimonio, mi niña. Cree que traerá honor a nuestra familia. Y a ti... te dará una buena posición.
—¿Y mi felicidad, madre? ¿Eso no importa?, —Nefertari la miró con ojos tristes.
Mutemwia suspiró y miró por la ventana. —En nuestro mundo, hija, la felicidad se encuentra en hacer lo que se debe. Es el camino que los dioses nos han marcado.
Nefertari se levantó y su vestido blanco cayó suavemente. Se sentía como una estatua, bonita pero sin vida, lista para ser colocada donde su padre quería. Baketamon le puso un brazalete sencillo, un pequeño consuelo en medio de tanta riqueza.
Mientras caminaba por los pasillos del palacio, llenos de dibujos de batallas y ofrendas a los dioses, Nefertari sentía que su destino pesaba sobre sus hombros. Escuchaba las voces de los sirvientes, el ruido de las jarras de agua, la vida que seguía fuera de su burbuja. Deseaba esa vida, la sencillez de los mercados, la libertad de los campos de papiro, la grandeza del Nilo.
Llegó a la sala de audiencias. Paser, su padre, estaba de pie junto a una mesa llena de mapas y papeles, con su aspecto serio de siempre. Cuando ella entró, la miró y sonrió forzadamente. —Ah, Nefertari. Justo a tiempo. Tenemos mucho que hablar sobre la llegada del príncipe Menkat. Será un gran día para nuestra familia.
Nefertari asintió, fingiendo tranquilidad. Por dentro, se sentía desesperada y deseaba que alguien la ayudara a escapar de esa jaula de oro. No sabía quién sería ni cómo llegaría, pero sentía una pequeña esperanza de que no se rendiría sin luchar. El Nilo seguía fluyendo fuera de las paredes y ella esperaba que la llevara a un futuro diferente.
76Salieron del salón del trono.Paser se acercó a Nefertari. —Mi hija… te he fallado. Te he fallado como padre. Te he fallado como hombre. Pero ahora… estoy orgulloso. Estoy orgulloso de la mujer que te has convertido.—No me has fallado, padre —dijo Nefertari—. Hacías lo que creías correcto. Pero no habías visto mi verdadera vida. La vida que realmente quería. Ahmose me ha dado esa vida. Y esa vida… me ha dado el amor. Y el amor me ha dado la libertad.Ahmose y Nefertari, tomados de la mano, salieron del palacio. Se dirigieron a su nuevo hogar. El palacio era grande y majestuoso. Pero sus corazones seguían en la cabaña de adobe y paja. Seguían en el pueblo donde habían sido libres. Donde habían sido ellos mismos. Donde habían sido felices. Y su amor, un amor que había sobrevivido a la traición, a la guerra, a la muerte, a la desesperación, se convirtió en el corazón de la libertad. El corazón del Nilo.Un día, volvieron al pueblo, para una visita de reconstrucción.El pueblo ahora e
75El Faraón Amonhoteph estaba sentado en su trono de oro y marfil, y sus ojos cansados por los años eran como dos gemas. Pero la autoridad, la fuerza que había gobernado a Egipto por décadas, seguía allí. El visir Paser estaba de rodillas con la cabeza gacha. La vergüenza era un peso en su espalda. Había fallado a su faraón. Había fracasado en proteger a su hija. Había fallado en todo.—Levántate, Paser —dijo el faraón—. No te he llamado aquí para que te arrodilles. Te he llamado aquí para que me escuches.Paser se levantó. El miedo en su corazón era tan grande como su vergüenza. El faraón, el hombre más poderoso de Egipto, lo miró.—Un mensajero de ese pueblo, un pescador, ha llegado —dijo el faraón—. Me ha contado todo. De la traición de Menkat. De su ambición. De su locura. Me ha contado de Rekhmire. De su acción en matar a su propio príncipe. Y me ha contado de Ahmose. Del valiente guardia que ha luchado por su honor. Me ha contado de Nefertari. De la princesa que se ha convertid
74Nefertari, llena de furia, se lanzó contra el guardia. Su palo golpeó al guardia en la cabeza. El hombre cayó inconsciente.El grito de Nefertari llamó la atención de Rekhmire. —Vaya, vaya… la Princesa de Menfis ha encontrado el valor. Pero el valor no te salvará.Rekhmire, con su espada en la mano, se acercó a Nefertari. Ahmose, que luchaba contra los guardias de Rekhmire, vio el peligro.—¡Nefertari! —gritó.Pero Ahmose no podía llegar. Los guardias eran una muralla de bronce y cuero. Rekhmire se acercó a Nefertari. Su espada brillante se levantó. Nefertari cerró los ojos. El miedo en ese momento era una realidad.Pero el sonido de una espada chocando con otra espada la sorprendió. Abrió los ojos. Vio a Ahmose. Había logrado pasar. Había matado a los guardias. Había llegado.—No te atrevas a tocarla —dijo Ahmose.Rekhmire sonrió. —El héroe ha llegado. Pero es tarde. Menkat ha muerto. Y el poder… el poder es mío.—El poder es para el Faraón —dijo Ahmose—. No para traidores como tú
73La lucha era un torbellino de gritos, metal y sangre. Los hombres del pueblo, con sus palos y arpones, luchaban con una ferocidad que Menkat no había previsto. No eran soldados. Eran padres, hermanos, hijos. Nefertari, con un palo en la mano, golpeó a un guardia en la rodilla. El hombre gritó y cayó. Baketamon, a su lado, luchaba como una leona.Ahmose, en el centro de la batalla, era un huracán de acero. Su espada era un destello de luz. Sus hombres, Nebu y los otros tres, luchaban a su lado. Eran una unidad, un muro de hombres. Menkat, desde el centro de sus guardias, observaba. Su rostro se descompuso.—¡Mátenlos! —gritó Menkat—. ¡Mátenlos a todos! ¡Quiero ver sus cabezas!Rekhmire, de pie detrás de Menkat, observaba la lucha. Su rostro no revelaba nada. El caos era su amigo. El caos era su oportunidad. No le importaba Menkat. Menkat era solo un niño caprichoso. El poder era lo único que le importaba. El faraón, un hombre viejo y cansado, pronto moriría. Y el poder sería para el
72El sonido del metal al chocar llenó el aire. Los gritos de la gente del pueblo se oyeron en todas partes. La guerra había llegado. Y la paz, que habían encontrado en ese pequeño pueblo, se había desvanecido.La gente, aterrada, se había dispersado. Menkat, con una sonrisa cruel en el rostro, observaba la escena. Sus guardias, armados con espadas y escudos de bronce, se movían con precisión. Eran una máquina de guerra. Ahmose, con su sola espada, era solo un hombre.—Eres un estúpido, Ahmose —dijo Menkat—. Has cambiado el poder del Faraón por un puñado de polvo, y un falso amor.—He cambiado tu poder por la libertad —respondió Ahmose, bloqueando otro ataque.Nefertari se puso detrás de él, con la cesta de pan en las manos. Baketamon, a su lado, temblaba.—Y la Princesa, una traidora. Has cambiado la riqueza de la corte por la miseria de un pueblo olvidado. Te lo daré lo que anhelas. La libertad… la libertad de la muerte. Te daré la muerte que mereces.—No te la llevarás, Menkat —dij
71El sol de la mañana bañaba el mercado del pueblo, pintando de oro las telas y las cestas de fruta. El aire, lleno del aroma a pan recién horneado y a especias, era un alivio para Nefertari, que iba con una túnica sencilla de lino y se movía entre los puestos con una gracia que no había perdido. Su rostro, sin el maquillaje de la corte, era más hermoso que nunca. Sus ojos, antes llenos de miedo, ahora brillaban con una paz que nunca había conocido en el palacio. Compró pan, fresco y caliente, y lo puso en su cesta.Ahmose la miraba desde la sombra de un árbol. No podía quitarle los ojos de encima. Verla así, libre, feliz, era su recompensa por todo lo que habían pasado. Había perdido su rango, su honor en la corte, pero lo había ganado todo al tenerla. El sol brillaba en su cabello, el mismo sol que nunca entraba en las habitaciones del palacio. La risa de Nefertari, al hablar con un comerciante, era la música más hermosa que había escuchado. El corazón de Ahmose se llenó de un amor
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