En Menfis, el sol apenas se asomaba por el este, dorando el Nilo como si fuera oro líquido, y el calor ya se hacía sentir como si estuvieran en un horno, especialmente en los cuarteles de la guardia real. Pero a Ahmose pareció no importarle el bochorno que le hacia sentir la ropa pegada al cuerpo. Él ya estuvo despierto desde antes de que cantara el primer gallo, una costumbre que lo había puesto fuerte como un toro y con un carácter a prueba de rocas.
Se movió sigilosamente por el cuartel, donde todavía olía a sudor, cuero, y a humo de las lámparas de aceite de anoche. Algunos guardias, los más jóvenes o los menos serios, todavía se estiraban en sus camas de paja, quejándose cuando escuchaban la corneta. Pero Ahmose ya estaba listo. Su túnica de lino, bien limpia y sin arrugas, le quedó como un guante a su cuerpo atlético, y sus sandalias de cuero estuvieron bien amarradas. La disciplina era como su sombra, algo que lo mantenia firme en un mundo donde el orden era lo más importante que había.
Salió al patio de entrenamiento y ya se levantó el polvo con las primeras pisadas. El sargento Hammu, un tipo grandote con una cicatriz que le cruzaba la ceja, ya estaba ahí, revisando todo con ojos de águila. Hammu era estricto, no perdonaba nada, pero era justo, y Ahmose lo respetaba mucho.
—¡Ahmose! —gritó Hammu, con una voz que retumbó por todo el patio—. ¡Al centro!
Ahmose ni lo pensó dos veces y obedeció. Tomó su lanza de madera, que pesaba bastante pero estaba bien equilibrada, y su escudo de cuero duro. Sus movimientos fueron rápidos, casi como un baile mortal. La lanza era como si fuera parte de su brazo, golpeando un muñeco de paja con una precisión que daba miedo. El escudo, en su otro brazo, era como una pared, capaz de aguantar cualquier golpe. No solo era fuerza bruta, también era técnica, muchos años repitiendo lo mismo, una casi magia con sus armas.
Mientras entrenaba, el sudor le corría por la cara, pero no quitaba los ojos de su objetivo y respiraba tranquilo. No estaba pensando en lo cansado que estaba, solo en el próximo movimiento, en defenderse bien y atacar cuando tenia que atacar. Para él, entrenar no era solo un trabajo, era lo que tenía que hacer. Su trabajo era proteger al faraón, al reino, y cada gota de sudor era una ofrenda a ese objetivo.
Hori, su amigo y compañero de guardia, se acercó y se apoyó en una lanza mientras lo miraba. Hori era más tranquilo, siempre estaba bromeando, pero le era leal a Ahmose hasta la muerte.
—¿Nunca te cansas, Ahmose? —dijo Hori, con una sonrisa—. El sol todavía no quema y tú ya entrenas más que algunos en toda una semana.
Ahmose paró su lanza, respiró hondo y contestó:
—El deber no espera, Hori. Y el enemigo tampoco.
—¡Bah! El único enemigo que veo eres tú mismo, con esa idea de ser siempre perfecto —respondió Hori, pero se notó que lo admiraba—. Los otros guardias se conformarían con menos. ¿Por qué tú no?
Ahmose se encogió los hombros y se limpió el sudor con la mano.
—No lo hago para ser importante, Hori. Lo hago por el honor. ¿De qué sirve usar este uniforme si no lo respetamos con cada cosa que hacemos?
Hori asintió, su sonrisa desapareció un poco.
—Ya sé, amigo. Por eso eres diferente. Por eso Hammu te valora tanto. Y por eso, si hay problemas, siempre quiero estar a tu lado.
El jefe de la guardia, Hammu, se acercó a ellos y los miró como si los estuviera juzgando.
—Ahmose, eres muy bueno, eso no se puede negar. Pero la guardia no solo es fuerza, también hay que usar la cabeza. ¿Sabes qué está pasando en el palacio del visir Paser?
Ahmose se puso derecho, con una postura perfecta y dijo:
—Sí, mi jefe. Se dice que pronto llegaría el príncipe Menkat, sobrino del faraón. También se habla de que se podría casar con la hija del visir, la doncella Nefertari.
Hammu asintió despacio, mirándolo fijamente a los ojos.
—Bien. No quites los ojos y los oídos de nada. El palacio es como un nido de serpientes, donde se forjan y se eliminan alianzas en un abrir y cerrar de ojos. Tu trabajo es proteger y eso significa estar atento a cualquier cosa que pudiera poner en peligro al reino. ¿Entendido?
—Entendido, mi jefe —respondió Ahmose.
Hammu se fue y dejó a Ahmose pensando. Cuando escuchó el nombre de la doncella Nefertari, recordó un momento en que se cruzaron, un instante en el que se sintió vulnerable y una mirada que lo dejó sin palabras. La había visto en los jardines, elegante y delicada, y él, un simple guardia, sintió algo raro en el pecho. Fue solo un momento, pero se le quedó grabado en la memoria.
Él sabía que tenía que estar en los cuarteles, en las murallas, peleando si era necesario. Su vida era servir, ser leal, proteger. No tenía tiempo para soñar cosas imposibles, para querer algo que pudiera poner en riesgo su trabajo. La hija del visir, que se iba a casar con un príncipe, vivía en un mundo muy diferente al suyo.
Pero mientras se preparaba para vigilar los pasillos del palacio, la imagen de los ojos de Nefertari, llenos de tristeza, siguió en su cabeza. Fue una distracción, una distracción peligrosa. Se regañó a sí mismo. Tuvo que ser honrado, su vida era para el faraón. No podía pensar en esas cosas.
Pero mientras se ponía su armadura y se colocaba en el ala este del palacio no podía evitar mirar por un momento hacia donde estaban los aposentos de la doncella. El sol ya estaba alto y el incienso del palacio se mezclaba con el olor a polvo y sudor de la guardia. Ahmose era un hombre de deber y de honor y de disciplina. Pero hasta el corazón más fuerte podía sentir algo más, algo que no sabía cómo se llamaba, pero que prometía cambiarlo todo.