Baketamon se acercó, con cara de pena.
—Mi señora, no debe pensar así. Es peligroso. Un guardia... no es de su clase.
—Lo sé, Baketamon, lo sé —dijo Nefertari con la voz temblorosa—. Por eso me siento tan atrapada. Obligada a estar con un hombre que odio, mientras pienso en otro que apenas conozco. ¿Qué hago? Mi corazón está... roto antes de empezar.
Baketamon le tomó las manos.
—Debe ser fuerte, mi señora. Por ahora, debe aceptar lo que su padre ha decidido. Pero no se deje vencer. Busque momentos de paz. Quizás... leer, bordar. O ir a los jardines, cuando haya cambio de guardia.
Una pequeña luz se encendió en los ojos de Nefertari.
—¿Crees que... podría verlo de nuevo?
Baketamon dudó un poco, y luego asintió.
—Si los dioses quieren, mi señora. Pero con cuidado. El palacio está lleno de miradas.
Mientras tanto, en los cuarteles, Ahmose estaba raro, distraído. El entrenamiento, que siempre le había gustado, hoy era una carga. La lanza pesaba más, los movimientos eran torpes. Hori, su amigo, lo notó de inmediato.
—¿Qué te pasa, Ahmose? —preguntó Hori, descansando a la sombra de un muro—. Pareces una garza con dolor de cabeza.
Ahmose suspiró y apoyó la lanza en el suelo.
—Nada, Hori. Solo... el calor.
—A ti nunca te afecta el calor —dijo Hori, sonriendo—. ¿Es por la doncella Nefertari? La vi en la ceremonia. Es tan guapa como dicen.
Ahmose se puso rojo, a pesar de ser un tipo duro.
—No digas tonterías, Hori. Es la hija del visir. Y ahora, la novia del príncipe Menkat.
—Ah, sí, el príncipe Menkat —dijo Hori, con desprecio—. Mucho perfume y poco más, si me preguntas. Pero eso no responde a mi pregunta. Desde que volviste de tu guardia en el palacio, no eres el mismo.
Ahmose dudó. ¿Cómo explicarle a Hori lo que sentía? La imagen de Nefertari, sus ojos tristes, su piel suave cuando la ayudó a no caerse. No debía pensar en eso. Era peligroso. Un guardia no debía pensar en la hija de un visir, ni mucho menos en la prometida de un príncipe.
—Solo... la presión, Hori —mintió Ahmose, intentando convencerle—. El palacio es complicado.
Hori lo miró raro, pero no insistió. Sabía cuándo Ahmose no quería hablar.
—Vale, amigo. Pero si esa presión te despista, Hammu te hará sentir la presión de verdad.
Ahmose asintió, pero seguía pensando en el palacio, en los jardines. La imagen de Nefertari, su fragilidad, su belleza, se le había quedado grabada. Le preocupaba, saberla atrapada en un matrimonio que quizá no quería. Era un sentimiento raro, que lo sacaba de sus casillas. Sabía que debía olvidarlo, pero no podía.
El sol subía y Ahmose se preparaba para su guardia. Su cabeza, siempre centrada, ahora estaba llena de un rostro que no debía recordar. Sus sentimientos no debían existir. Era un camino peligroso, y lo sabía. Pero el corazón, a veces, manda, y el de Ahmose empezaba a rebelarse.
Para Nefertari, la primera cena formal con el príncipe Menkat pareció durar una vida entera. El gran salón del palacio del visir, usualmente lleno de risas, era sofocante esa noche. Las luces de aceite temblaban sobre las paredes con jeroglíficos, y las sombras hacían que las figuras de dioses y faraones parecieran mirarla mal. El aire, pesado por las especias y los perfumes, casi no la dejaba respirar.
Nefertari estaba sentada a la derecha de Menkat, como debía ser. A su izquierda, su padre, estaba feliz hablando con nobles importantes. Su madre, estaba al otro lado de la mesa, tranquila, pero a veces miraba a Nefertari con preocupación.
Menkat, por otro lado, parecía muy contento. Hablaba sin parar, con una confianza que irritaba a Nefertari. No era una plática, solo él hablando. Contaba historias de sus batallas, exagerando todo, de sus terrenos en el Alto Egipto, de lo rico que era y de lo cerca que estaba del faraón Amonhoteph. Hacía gestos grandes y se reía fuerte, a menudo sin gracia.
—...y así convencí al gobernador de Asuán de que mi plan era el mejor para el reino —decía Menkat, sonriendo, mientras un sirviente le servía más vino—. Claro, algunos no lo entendieron al principio. Pero mi inteligencia siempre gana, querida Nefertari.
Nefertari sonrió a la fuerza, con el vino amargo en la boca.
—Claro, príncipe. Todos conocen su sabiduría.
Menkat casi no la oyó. Ya contaba otra historia, ahora de cazar hipopótamos en el Nilo, donde él había sido el más valiente. Nefertari lo miraba, buscando algo bueno en él, pero solo veía arrogancia. Cuando la miraba, no buscaba nada, solo veía una pieza valiosa de su colección.
En cierto momento, Menkat se acercó a ella, con aliento a vino y especias.
—¿Y tú, mi bella prometida? ¿Qué te gusta hacer en este palacio? Supongo que bordar, tocar música… cosas que entretienen a las damas.
Nefertari se molestó un poco.
—Me gusta leer los pergaminos de la biblioteca de mi padre, príncipe. Y pasear por los jardines, mirando las plantas y los pájaros.
Menkat se rio.
—¡Ah, los libros! Muy bueno, seguro. Pero no te preocupes, querida. Cuando nos casemos, podrás acompañarme en viajes y recepciones. Verás el mundo, no solo pergaminos.
No parecía interesado en lo que decía, solo prometía una vida que él había planeado para ella, sin preguntarle. Nefertari asintió, con una sonrisa tensa. Era como hablar con una pared de piedra: grande, pero que no oye.