Mundo ficciónIniciar sesiónSophie Reyes tiene veintidós años, un delantal manchado de dulce y una deuda que la ahoga. Damien Blackwood tiene cuarenta y dos, un imperio multimillonario... y una reputación tan oscura como su mirada. Cuando él le propone un trato indecente" fingir ser su prometida por seis meses a cambio de salvar la tienda de su abuela" ella debería decir que no. Pero no lo hace. Porque nadie le advierte que ese CEO dominante y arrogante no solo compra lealtad… también despierta deseos que Sophie no sabía que tenía. Lo que comienza como un juego de apariencias se convierte en una atracción feroz que se filtra entre las cláusulas del contrato. Cada evento público, cada roce "accidental", cada orden susurrada al oído la empuja a un mundo donde el placer no tiene reglas. Damien la domina en cada mirada, en cada silencio cargado, y Sophie, a pesar de sus dudas, se deja llevar. Pero cuando una noche de pasión arruina el guion… y un embarazo inesperado lo cambia todo, fingir deja de ser posible. Las emociones son reales. Las heridas, también. Y el orgullo de Damien es tan grande como su miedo a perder el control. Entre besos robados, secretos, traiciones y el poder del perdón, Sophie tendrá que decidir si escapar… o rendirse a ese hombre que no entiende de límites. Una historia de roamnce contemporáneo con diferencias de edad, un alfa posesivo, un embarazo inesperado y escenas que suben la temperatura. Porque cuando un hombre como Damien Blackwood te reclama, el único “no” que acepta… es el que luego convertirá en un gemido.
Leer másEl amanecer en Manhattan entraba fuerte y sin timidez. Se derramaba como oro líquido sobre los ventanales del piso cuarenta y siete del penthouse de Damien Blackwood. La ciudad despertaba abajo, pero allí arriba reinaba un silencio elegante, apenas interrumpido por el murmullo lejano del tráfico.
Damien abrió los ojos. El roce fresco de las sábanas de satén negro contra su piel desnuda le recordaba la soledad que ya era costumbre. El techo, alto e impecable, no devolvía nada más que su propio vacío. Giró la cabeza hacia la otra mitad de la cama: intacta, perfectamente alisada por la asistente que pasaba cada mañana a dejar todo como un templo al orden.
Se levantó despacio, estirando el cuerpo musculoso con una precisión casi felina. Se colocó su bata de seda y caminó descalzo sobre el mármol italiano, frío y brillante como un espejo, hacia la pared de cristal que ofrecía una vista directa a Central Park. Salió la balcón donde se observaban las copas de los árboles que parecían una alfombra esmeralda y, sin embargo, él solo veía números, estrategias, compromisos familiares.
—Necesito una solución —murmuró con la voz áspera, arrastrando los dedos por la barandilla de acero pulido—. Y la necesito pronto.
Sabía lo que estaba en juego. Su apellido, su imperio, la herencia de generaciones de Blackwood construida sobre acero, petróleo y dinero. Y la amenaza de perder parte de ese legado por un requisito absurdo: proyectar estabilidad. Una prometida. Una imagen.
Entró de nuevo, y encendió el estéreo con un control remoto. El sonido del jazz llenó el espacio, pero no logró calentar el aire. Damien Blackwood era un hombre que lo tenía todo, excepto lo que más le pesaba: compañía real.
En Brooklyn, el día despertaba con un matiz distinto. Sophie Reyes abrió los ojos con el sonido insistente de una gotera cayendo en un balde oxidado al lado de su cama. Cada golpe metálico le recordaba que el techo aún no estaba reparado, que el dinero nunca alcanzaba.
El olor a azúcar quemada y chocolate impregnaba las paredes del diminuto apartamento sobre la tienda de dulces de su abuela. Un aroma que alguna vez fue cálido y familiar, pero que ahora le sabía a nostalgia y sacrificio.
Se levantó con el cabello enredado, el cuerpo cansado de noches cortas y preocupaciones largas. Encendió la cafetera, que respondió con un chasquido inseguro antes de escupir un líquido oscuro que sabía más a agua quemada que a café.
Desayunó de pie: un trozo de pan y un sorbo rápido.
Miró alrededor. La pintura descascarada de las paredes, los muebles heredados que chirriaban con cada movimiento, la caja de facturas apilada sobre la mesa. Sus dedos rozaron la foto enmarcada de su abuela, con esa sonrisa dulce y arrugada que alguna vez le dio fuerzas para seguir.
—Lo prometí, abuela —susurró Sophie, acariciando el cristal con ternura—. No dejaré que la tienda muera contigo.
Pero la verdad era un peso constante en su pecho. El préstamo del hospital, la hipoteca de la tienda, los impuestos atrasados… La dignidad la mantenía en pie, pero cada día sentía que caminaba más al filo del precipicio.
El sonido de la calle subía desde Brooklyn: bocinas, risas, pasos apresurados. La vida seguía afuera, indiferente a la suya. Sophie se recogió el cabello en una coleta apresurada, respiró hondo y bajó la escalera angosta hacia la tienda.
El contraste era brutal. Vidrieras pequeñas, un mostrador desgastado, frascos de cristal con caramelos de colores que parecían reliquias de otro tiempo. El aroma de azúcar recién derretida, era un abrazo y una carga. Cada dulce vendido era un recordatorio de que todavía resistía.
Eran dos mundos distintos, completamente opuestos. En Manhattan, un hombre rodeado de lujo, calculando cómo forjar una promesa que protegiera su imperio. En Brooklyn, una mujer agotada, sosteniendo con uñas y dientes un legado que se le escapaba entre las manos.
Aún no lo sabían, pero el destino ya tejía los hilos invisibles que pronto los harían colisionar.
Sophie bajó ya lista las escaleras que conectaban, el piso donde vivía con la tienda de su abuela. El amanecer se colaba perezoso por los ventanales de Sweet Passion, tiñendo la madera envejecida con tonos dorados. Una hora después, el aire ya estaba impregnado con el aroma a chocolate derretido y galletas recién horneadas, un perfume que parecía flotar sobre cada fotografía en blanco y negro colgada en las paredes, recuerdos de un tiempo en que la dulcería había sido el orgullo del vecindario.
Sophie se inclinaba sobre el mostrador, repasando con un trapo húmedo el cristal de la vitrina donde reposaban caramelos de colores y galletas delicadamente decoradas. Su cabello castaño claro, recogido en un moño desordenado, dejaba escapar mechones que le rozaban la mejilla. A su lado, Olivia, su mejor amiga, fregaba una mesa con energía exagerada, mientras tarareaba una canción de moda.
—Si seguimos limpiando con tanto entusiasmo, terminarán creyendo que aquí se sirve champaña en lugar de galletas —dijo Olivia, lanzándole a Sophie una sonrisa pícara.
Sophie soltó una risa breve, que pronto se transformó en un suspiro—Sería maravilloso cobrar lo mismo que por una copa de champaña.
—Créeme, con tu talento podrías hacerlo. Tus galletas de canela deberían venderse a precio de oro —contestó Olivia, girándose hacia ella con un guiño—. Si los clientes supieran el esfuerzo que hay detrás de cada receta, pondrían propina doble.
—Bueno...tu no te quedás atrás, cocinas muy bien y tus postres no tiene nada que envidiarle a los míos.
—Espero que sea de ayuda cuando tengas muchas sucursales y no te de tiempo de estar en todas—le dijo Olivia guiñándole un ojo.
Sophie se echó a reir—soñar no cuesta nada.
El tintineo de la puerta interrumpió la charla. Los primeros clientes entraron, un grupo de estudiantes que siempre pedían brownies para compartir. Después llegó una madre con su hijo pequeño, luego el señor Adler con su café negro de costumbre. La dulcería, con sus mesas de madera tallada y sus sillas desparejadas pero acogedoras, comenzó a llenarse poco a poco de voces y risas.
Sophie y Olivia se movían con la coordinación de dos bailarinas en un escenario conocido. Una servía café mientras la otra llevaba bandejas con galletas y pasteles; intercambiaban sonrisas, alguna broma rápida al pasar una junto a la otra, como si el cansancio no existiera. Y, sin embargo, Sophie sentía cómo en su pecho la angustia latía con fuerza cada vez que sus ojos se deslizaban hasta el sobre blanco sobre el mostrador.
Lo había dejado allí, sin abrirlo, como si el papel fuera una bomba de tiempo lista para estallar.
—¿Ya lo abriste? —preguntó Olivia en voz baja cuando coincidieron en el pasillo estrecho que llevaba a la cocina.
Sophie negó con la cabeza, mordiéndose el labio—Sé lo que dice. No necesito leerlo para saberlo.
Olivia le puso una mano en el hombro, suave pero firme—Sophie… no puedes seguir cargando con esto sola.
—¿Y qué otra opción tengo? —susurró Sophie, mirando hacia el ventanal donde el sol iluminaba el rostro sonriente de su abuela en una de las fotografías—. Esta tienda es lo último que me queda de ella. Si la pierdo… la pierdo a ella también.
El bullicio de los clientes llenaba el lugar, risas mezcladas con el tintineo de cucharillas contra porcelana. A los ojos de cualquiera, Sweet Passion estaba viva, floreciente. Nadie sospecharía que, detrás de esa vitrina repleta de dulces, se acumulaban cuotas vencidas que amenazaban con hundirlo todo.
Olivia se inclinó hacia ella, bajando la voz con complicidad—¿Sabes qué pienso? Que el universo no puede ser tan cruel. Y que tarde o temprano, alguien va a ver lo que vales. Lo que vale esto. —Señaló el local con la barbilla, luego le apretó la mano—. Y yo estaré aquí, aunque toque vender galletas en la calle.
Sophie esbozó una sonrisa trémula, sintiendo un nudo en la garganta. El calor de la mano de Olivia la sostuvo durante un instante, pero la dureza del sobre en el mostrador seguía clavándose en su mente como una espina.
Porque aunque las mesas estuvieran llenas y el aroma de chocolate perfumara el aire, la realidad era implacable: el dinero nunca alcanzaba.
Sophie rió con suavidad, pero su respiración se volvió irregular. El ambiente había cambiado: el fuego de la chimenea en la sala cercana crepitaba, y la lluvia afuera parecía marcar el ritmo de una tensión creciente. Ella se acercó un poco más, y Damien respondió instintivamente, reduciendo la distancia hasta que apenas un suspiro los separaba.—Nunca había sentido algo así —dijo Sophie con voz apenas audible—. No es solo atracción… es como si me conocieras, aunque no te lo haya contado todo.Damien la observó con una vulnerabilidad inusual. Alzó una mano y le apartó un mechón de cabello que caía sobre su rostro, sus dedos rozando la piel de su mejilla con una delicadeza que contrastaba con la fuerza contenida en su cuerpo.—Te veo, Sophie —respondió él, con una sinceridad que la dejó sin
El roce de su mano sobre su brazo hizo que Sophie sintiera un escalofrío, mezcla de anticipación y placer. Cada gesto suyo estaba cargado de intención: no era solo invitación, sino cercanía, cuidado, y una promesa silenciosa de que podían explorar juntos algo más profundo que cualquier relación anterior.Sophie inhaló el aroma de la madera, del cuero y de un ligero perfume masculino que aún flotaba en el aire. La sensación de estar dentro del corazón oculto de Damien, en un lugar que pocos habían visto, hizo que su mente y su cuerpo se prepararan para la intimidad que iba más allá de lo físico: una conexión emocional que los estaba transformando a ambos.—Gracias por confiar en mí —dijo, finalmente, con voz suave—. No lo doy por sentado.Damien se acercó más, dejando que su mirada la recorriera, lenta y profunda, como si quisiera memorizar cada reacción, cada gesto, cada pequeño movimiento de su cuerpo y de su corazón.—No es solo confianza —murmuró—. Es
La limusina avanzaba por la carretera sinuosa que se adentraba en las afueras de París, y la lluvia ligera golpeaba los cristales con un ritmo constante, como un tambor lejano que acompañaba el latido de los nervios de Sophie. Afuera, los árboles verdes se mezclaban con la niebla matutina, formando un paisaje que parecía pintado a mano, húmedo y perfumado por la tierra mojada. Cada giro del camino hacía que la vista de la ciudad quedara atrás, como si también se estuvieran alejando de todo lo que era público, oficial, controlado.Damien conducía personalmente. Era un gesto raro, casi íntimo, que Sophie no esperaba. Lo miraba de reojo, observando cómo su rostro se concentraba en la carretera, pero sus ojos, a ratos, se desviaban hacia ella, explorándola con la intensidad que usualmente reservaba para una negociación o una mujer que le provocaba un desafío irre
El penthouse estaba en silencio, salvo por el murmullo lejano de la ciudad que parecía flotar debajo de ellos como un océano de luces titilantes. Desde los ventanales, cada rascacielos, cada calle iluminada y cada reflejo en el vidrio de los edificios cercanos parecía cobrar vida, proyectando un espectáculo de destellos dorados y plateados que se colaban en la estancia. La atmósfera era densa, cargada de tensión, como si el lujo mismo se hubiera detenido para escuchar lo que estaba por suceder.Sophie sostenía una copa de vino con los dedos entrelazados alrededor del cristal, sintiendo cómo el líquido oscuro le rozaba la piel, recordándole que incluso entre tanto brillo y opulencia había un espacio para la fragilidad y la verdad. Su corazón latía rápido, con una mezcla de miedo y resolución, mientras observaba a Damien. Él estaba frente a ella, impecable, cada l&iac
El apartamento de Damien respiraba una elegancia que parecía tener la intención de recordarle que estaba viviendo un sueño que apenas empezaba a comprender. Las paredes blancas contrastaban con los muebles de líneas modernas y con el suave brillo dorado de los detalles: una lámpara de cristal soplado, un jarrón con flores frescas que llenaban la estancia de un aroma ligero y delicado, y la suavidad de las sábanas de seda que apenas se percibían desde el sofá donde Olivia se sentó, laptop cerrada y carpeta en mano.Sophie se encontraba junto a la ventana, la luz de la tarde bañando su rostro y haciendo que cada pequeño gesto se viera más intenso, más vulnerable. Sus dedos se entrelazaban nerviosamente sobre el regazo mientras esperaba, como si intuyera que lo que estaba por escuchar podría cambiar la manera en que veía a Damien. Su corazón latía con fue
La biblioteca universitaria estaba impregnada de un silencio antiguo, casi reverencial, interrumpido solo por el roce de las páginas y el murmullo lejano de algunos estudiantes concentrados. Olivia caminaba entre estantes que parecían tocar el techo, las maderas oscuras oliendo a papel envejecido, a tinta y a secretos que el tiempo había intentado enterrar. Cada rincón parecía susurrarle historias que solo unos pocos estaban dispuestos a escuchar, y esa noche, ella era una de ellas.Se detuvo frente a un escritorio de roble, con la laptop abierta y una lámpara de luz cálida iluminando su rostro. Sus dedos comenzaron a teclear, cada clic era un eco en la penumbra, cada búsqueda digital un paso más profundo en el pasado de Sophie y, sobre todo, en la conexión que ella sentía con la amiga que quería proteger. Su respiración se volvió más lenta, controlada, aunque por dentro u





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