Cuando Sophie estuvo al pie de la mesa donde estaba Damien, sonrió algo nerviosa—Espero que le guste probar algo nuevo —dijo, dejando el plato frente a él, su voz más baja de lo que esperaba.
Damien levantó la vista. Sus ojos grises recorrieron su rostro con un detenimiento que la hizo estremecer. Luego bajaron hacia el plato. Tomó un trozo de naranja con los dedos, lo llevó a su boca y lo probó lentamente, como si lo hiciera a propósito para torturarla.
—Sorprendente —murmuró tras masticar despacio—. Dulce… intenso… con un golpe inesperado al final. Esto de verdad sabe delicioso.
Ella enrojeció, porque en ese momento él no estaba hablando del dulce. Sophie intentó retirar el plato, pero sus manos se rozaron por accidente. Apenas un contacto mínimo, piel contra piel, y sin embargo, un calor abrasador recorrió su brazo hasta erizarle la piel.
—Debería tener cuidado con lo que sirve —dijo Damien en voz baja, inclinándose lo suficiente para que solo ella lo escuchara—. Podría ser adictivo.
Sophie se obligó a retroceder, con el corazón latiendo al borde de un colapso. Olivia, desde el mostrador, levantaba una ceja, disfrutando cada detalle como si fuera testigo de un espectáculo privado.
Damien se acomodó en la silla con la elegancia relajada de un hombre que sabe que todo lo que lo rodea le pertenece. Dejó el tenedor a un lado, entrelazó las manos sobre la mesa y la miró como si quisiera diseccionarla a través de los ojos.
—¿Siempre ha llevado usted esta tienda? —preguntó, su voz grave, como terciopelo oscuro que acariciaba el aire.
Sophie respiró hondo, tratando de no perderse en el magnetismo de su mirada.
—Era de mi abuela —contestó con una sonrisa tímida—. Ella hacía los dulces de manera artesanal, con recetas que venían de su madre y de su abuela también. El chocolate era su especialidad. Decía que tenía alma propia, y que había que tratarlo con paciencia y respeto.
Damien ladeó la cabeza, fascinado no solo por lo que decía, sino por la forma en que sus labios se movían al pronunciar cada palabra. La seguía con los ojos como si la estuviera desnudando sin remordimientos.
—Con paciencia y respeto… —repitió en un murmullo cargado de intención—. Parece que sabe exactamente cómo manejarlo.
Ella se tensó, sabiendo que no hablaba solo de chocolate. Sus mejillas ardían, pero no apartó la vista. Había algo en él, algo que imponía y, al mismo tiempo, la atraía con una fuerza que no sabía resistir.
—¿Y no le resulta pesado? —preguntó él de pronto, cambiando el tono a uno más inquisitivo—. Trabajar tanto, me refiero. ¿No le trae problemas con su novio?
La pregunta cayó como una provocación. Sophie notó que su voz se había vuelto más grave, más posesiva, como si no quisiera información, sino confirmación de algo que ya sospechaba.
Ella sonrió apenas, con un destello travieso en los labios.
—No tengo novio —respondió sin rodeos. Y después, con un ligero encogimiento de hombros, añadió—: Pero aunque lo tuviera, el hombre que esté conmigo tendría que aceptar lo que hago para ganarme la vida.
Los ojos de Damien brillaron, oscuros y calculadores. Se inclinó hacia adelante, tanto que Sophie sintió cómo el aire se volvía más denso entre ellos. Su perfume caro y discreto la envolvió como un abrazo invisible.
—Ese hombre —dijo en un susurro grave, con una sonrisa que era puro peligro— sería muy afortunado.
El corazón de Sophie dio un vuelco. Sus manos se entrelazaron detrás de la espalda para no temblar. Olivia fingía estar ocupada, pero Sophie sabía que la observaba de reojo, disfrutando de cada segundo de esa tensión insoportable.
Y justo cuando pensó que no podía soportar más esa intensidad, Damien dejó escapar una risa baja, profunda, y agregó:
—Aunque… no estoy seguro de que yo fuera capaz de compartirla.
El aire se detuvo en los pulmones de Sophie. Había deseo en sus palabras. Había posesión. Y ella, contra todo instinto, se descubrió deseando ser reclamada por él.
El aire entre ellos estaba cargado, demasiado. Sophie sintió que sus labios se humedecían por instinto, como si su cuerpo reaccionara al peligroso magnetismo de Damien antes que su mente pudiera frenarla. Él la observaba en silencio, y aquella mirada la hacía sentirse desnuda, expuesta, como si cada capa de su ropa fuera transparente bajo esos ojos grises.
Entonces, un sonido estridente rompió la atmósfera.
El teléfono de Sophie vibró sobre la repisa detrás del mostrador, acompañado del tono insistente que ella había olvidado bajar. Dio un respingo, apartándose de golpe como si hubiera despertado de un sueño prohibido.
—Disculpe… —murmuró con torpeza, dándose la vuelta rápidamente.
Olivia arqueó una ceja y, sin perder la oportunidad de fastidiarla, canturreó:
—Te buscan, Soph. Parece urgente.
Sophie secó sus manos en el delantal y contestó, todavía con el pulso acelerado.
—¿Sí?
—¿Señorita Reyes? —la voz masculina al otro lado sonaba fría, profesional, casi mecánica—. Habla con usted el departamento de cobros del banco.
El corazón de Sophie se apretó con fuerza.
—Sí… soy yo —contestó, tratando de sonar firme aunque la garganta le ardía.
—Le llamamos para informarle que su situación de deuda ha llegado a un límite. Ya hemos otorgado extensiones previas, pero esta es su última oportunidad de pago. Si en los próximos días no cumple con el monto requerido, lamentablemente procederemos con el embargo de la tienda de dulces.
La tienda. El último legado de su madre. Su refugio. El lugar donde había puesto cada gota de esfuerzo, cada recuerdo dulce de infancia.
Sophie sintió que la sangre le abandonaba el rostro.
—Por favor… les prometo que encontraré una forma de cumplir —suplicó en un susurro, la voz quebrada—. Solo necesito un poco más de tiempo.
Hubo un silencio incómodo al otro lado de la línea, seguido de un tono impasible.
—Ya no hay más concesiones, señorita Reyes. La decisión es definitiva.
—Yo..iré mañana a verlos y tal vez podamos llegar a un acuerdo. sé que puedo pagar.
—Le recomiendo que si va a pasar lo haga unicamente para hacer ese pago, señorita.
El clic seco del final de la llamada fue como un golpe en el pecho. El teléfono temblaba en su mano, pero lo que se estremecía de verdad era su mundo entero, resquebrajándose en segundos.
Las lágrimas acudieron, calientes, pero ella se las secó de inmediato con el dorso de la mano. No podía quebrarse. No ahora. Si perdía la tienda, no solo perdería un negocio, perdería el recuerdo más vivo de su madre… y el único sostén que le quedaba.
Se levantó de golpe, con el cuerpo tembloroso y una sola idea martillando en su mente: tenía que encontrar una salida. Y tenía que hacerlo rápido. Pero por el momento necesitaba respirar sentía que se ahogaba ahí dentro de la tienda, así que le pidió a la joven recien llegada que las ayudaba algunos días, que se encargara de atender, mientras ella salía solo unos minutos.