Capítulo 4

La puerta metálica del café se cerró con un chirrido bajo, dejando atrás el bullicio de tazas, risas y el aroma dulce de canela que impregnaba cada rincón. Afuera, el aire era más crudo, con un dejo de humedad que se pegaba a la piel. Damien encendió un cigarro con un chasquido preciso del encendedor de plata, exhalando la primera bocanada como quien intenta expulsar una incomodidad que no quiere nombrar.

El humo se elevó lento, en espirales perezosas, mientras él caminaba por el callejón lateral. No había glamour allí: paredes desconchadas, un contenedor a medio llenar y la luz amarillenta de una lámpara que parpadeaba. Pero justamente esa crudeza lo atraía, lo ponía en un contraste salvaje con el lujo pulcro al que estaba acostumbrado.

Estaba a punto de dar otra calada en su cigarrillo cuando escuchó una voz apagada. Se detuvo. El cigarro quedó suspendido entre sus dedos.

—No puedo perder esto, Liv… —la voz femenina temblaba, rota y contenida. Reconoció de inmediato el tono dulce de la chica que lo atendió, Sophie.

Damien dio un paso más, en silencio, ocultándose tras el borde de la pared. Sophie estaba apoyada contra la puerta trasera, hablando con su teléfono pegado al oído. La penumbra iluminaba apenas sus facciones, pero el brillo húmedo de sus ojos era inconfundible.

—Es todo lo que me queda de la abuela —susurró con un nudo en la garganta—. Si lo embargan… no sé qué voy a hacer. Ya no tengo opciones.

Un silencio tenso siguió a sus palabras. Ella respiró profundo, como si se obligara a no derrumbarse allí mismo.

Damien no se movió. Ni siquiera parpadeó. Aquella frase lo atravesó como un detonante: no tengo opciones. En su mundo, esas palabras eran llaves maestras. El eco perfecto de lo que necesitaba.

El humo del cigarro ardió hasta la mitad sin que él lo notara. Había encontrado lo que buscaba. Una mujer atrapada en una situación sin salida. Vulnerable. Perfecta para su propósito.

No era compasión lo que lo mantenía inmóvil, sino una chispa fría de estrategia.

Una sonrisa apenas curvó sus labios mientras apagaba el cigarro contra la pared, dejando una marca oscura.

En ese instante, Sophie dejó de ser solo una mujer más. Se convirtió en su próxima jugada.

                                                                            *****

El Bentley negro avanzaba como una sombra pulida por las avenidas iluminadas de Manhattan. Damien se recostó en el asiento trasero, con la mandíbula relajada y una copa de silencio pesado entre sus labios apretados. El cristal ahumado le devolvía el reflejo de un hombre que lo tenía todo: poder, control, riqueza. Y, sin embargo, sus pensamientos no estaban en los rascacielos ni en las cifras que subían en las pantallas de su imperio.

Estaban en un callejón estrecho, impregnado de olor a harina, azúcar y humedad.

No tengo opciones.

La voz de Sophie se repetía en su mente, más persistente que cualquier estrategia de negocios. No había en ella la debilidad que tanto despreciaba en otros; había dignidad. Una dignidad que lo intrigaba, que lo incitaba a imaginar cómo se vería esa fuerza cediendo bajo su control. La ciudad brillaba afuera, pero en su interior había un fuego distinto, uno que no nacía del cálculo frío, sino de un deseo que no quería reconocer todavía.

Apoyó la cabeza contra el cuero del asiento, cerró los ojos y la recordó: el cabello recogido en un moño descuidado, las manos manchadas de harina, los ojos miel conteniendo lágrimas que se negaban a caer frente a su amiga. Una mujer atrapada entre cuentas y deudas, pero con una resistencia que despertaba en él una necesidad oscura de quebrarla… y de poseerla.

Mientras tanto, en Brooklyn, Sophie cerraba la caja registradora con un suspiro cansado. El tintineo de las monedas parecía burlarse de ella. Los billetes, contados una y otra vez, no alcanzaban. No importaba cuántos clientes entraran atraídos por el aroma de chocolate y galletas; las deudas eran un monstruo que crecía más rápido que sus ingresos.

Se quitó el delantal manchado y lo dejó sobre el mostrador, sus dedos temblando cuando abrió la carta del banco. Las palabras impresas eran como un puñal: última advertencia. El aire en la tienda le supo amargo, mezclado con el olor dulce de la canela y la vainilla, como si el mundo se burlara de ella con ironía cruel.

—No puedo perder esto… —susurró, aunque ya no había nadie para escucharla.

Se dejó caer en la silla detrás del mostrador, con las lágrimas ardiéndole en los ojos. Contuvo el llanto, porque sabía que llorar no pagaba facturas. Pero la impotencia la envolvía como una segunda piel. Todo lo que había heredado de su abuela, su último refugio, estaba a punto de desaparecer.

Y en algún lugar de la ciudad, a cientos de metros de altura en un penthouse de cristal, el hombre que podía cambiar su destino bebía coñac y trazaba planes. Él tenía dinero, poder, opciones infinitas. Ella solo tenía un sueño quebrándose entre sus manos.

El contraste era brutal. Y esa asimetría, invisible aún para Sophie, ya era el lazo invisible que Damien había decidido tensar hasta atraparla.

El ascensor privado se abrió en silencio, revelando el vasto penthouse que dominaba la ciudad. Damien se quitó el abrigo de lana negra y lo dejó caer sobre una butaca de cuero. El silencio lo envolvió con la misma precisión que sus trajes a medida. Ni una nota fuera de lugar. Ni un sonido más allá del latido distante de Manhattan extendiéndose bajo los ventanales de cristal.

Avanzó hasta la barra de mármol y sirvió un coñac ámbar en una copa de cristal. El líquido se deslizó con un brillo cálido que contrastaba con el frío de sus pensamientos. Dio un sorbo lento, dejando que el ardor le recorriera la garganta. En su mente, la voz de Sophie regresó como un eco nítido, imposible de ignorar.

No tengo opciones.

El murmullo de aquella confesión, rota, desesperada, lo había seguido hasta allí. Damien repitió esas palabras en silencio, con los labios apenas curvados, como si fueran una contraseña, la llave de un acceso exclusivo que acababa de encontrar.

Caminó hacia su escritorio de caoba, donde una carpeta esperaba, cuidadosamente colocada por Marcus Devlin. La abrió. Documentos, gráficos, titulares recientes que cuestionaban su vida personal, la falta de estabilidad de un hombre con un imperio demasiado vasto como para permitir grietas públicas. Una prometida temporal, había insistido Marcus. Una fachada perfecta para calmar a los accionistas y blindar la próxima negociación internacional.

Damien hojeó los papeles con la calma de un depredador midiendo la distancia con su presa. No creía en casualidades. Creía en oportunidades. Y Sophie Reyes acababa de mostrarse como la más valiosa de todas.

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