Damien seguía en su oficina, miraba por el amplio ventanal desde donde veía todas aquellas luces y pensaba tanta gente y él se sentía inevitablemente solo. Sacó un bloc de cuero negro, tomó su estilográfica Montblanc y escribió, con trazos firmes: Reyes. Sophie. Sin opciones = manejable.
Se reclinó en el sofá, dejando que la copa descansara sobre su muslo mientras encendía un nuevo cigarro. El humo se mezcló con la penumbra del penthouse, trazando líneas fugaces que se desvanecían antes de tocar el techo.
En su cabeza no solo estaba el cálculo frío de un acuerdo conveniente. Había algo más. La forma en que Sophie había apretado los labios para no llorar frente a los clientes. El temblor de su voz cuando mencionó a su abuela. Esa mezcla de vulnerabilidad y dignidad lo había desarmado más de lo que admitiría en voz alta.
Y eso, lejos de ser un obstáculo, lo excitaba.
Damien cerró los ojos un segundo y la imaginó allí, en ese mismo espacio, intentando llenar con su calor artesanal el vacío de lujo y mármol. La vio cediendo, poco a poco, atrapada en el juego que él mismo escribiría para ella. Su respiración se hizo más lenta, como si saboreara la certeza de un futuro ya escrito.
El cigarro ardía entre sus dedos, aún humeante, cuando lo decidió: Sophie Reyes ya le pertenecía. Aunque ella todavía no lo supiera.
Al día siguiente, la vista de Nueva York se extendían como un océano más allá del ventanal de cristal. Damien Blackwood se mantenía de pie, con las manos en los bolsillos de su traje a medida azul medianoche, observando en silencio la ciudad que había conquistado… y que ahora podía perder si no se movía con inteligencia.
—Tu padre sabía exactamente cómo joderte, ¿eh? —dijo Marcus Devlin, sentado en uno de los sillones de cuero negro frente al escritorio de roble—. La cláusula es una trampa perfecta. No estás comprometido y faltan solo seis meses para tu cumpleaños cuarenta y dos. Sin prometida, no hay herencia. Sin herencia, no hay expansión. Y sin expansión... Charles te come vivo.
Damien no respondió de inmediato. El cigarro en su mano se consumía lentamente sin que le diera una calada. Su mirada seguía fija en la ciudad, pero su mente estaba en otro lugar. En alguien.
—Encontré una solución —murmuró finalmente.
Marcus frunció el ceño, con un vaso de whisky apoyado en su rodilla—. ¿Qué clase de solución?
Damien se giró, su mirada oscura y afilada como un bisturí. —Una chica. La conocí por casualidad el día que entramos a aquella tienda de dulces artesanales. ¿recuerdas?
Marcus levantó una ceja. —¿En la tienda donde dices que probaste el mejor postre de tu vida?¿Y esa es tu gran solución? ¿Casarte con la dueña de una tienda insignificante? Sin hablar del hecho de que es alguien sin clase que no te llerga a los talones.
—No es así.—espetó Damien, con una intensidad que sorprendió incluso a él mismo—. Ella es especial y ese día estaba nerviosa, y apenas vi cómo sus manos temblaban al atendernos y aun así fue muy amable. Tiene veintidós años. El negocio que heredó de su abuela está al borde del embargo. La escuché hablar con su amiga mientras yo salía a fumar por la puerta trasera. No sabe que la escuché. Está desesperada. Muy desesperada.
Marcus lo observó en silencio por unos segundos. —Aun así, eso no significa que se prestará para fingir un compromiso. No todas las chicas están dispuestas a venderse, Damien. Y bueno...hay una diferencia grande de edad. ¿Crees que la gente realmente piense que estas comprometido con una chica casi veinte años mas joven que tu, el hombre que ademas juró que jamás se casaría?
—Con la cantidad adecuada, todas lo están. Y ella no tiene a dónde más recurrir. Averigüé todo. Vive sola, sin familia. El único vínculo emocional fuerte que tiene es con esa dichosa tienda que era de su abuela. No puede salvarla sola. Y yo puedo salvarla por ella.
Marcus entrecerró los ojos. —Lo dices como si fueras a salvarla a ella, no solo a su negocio.
Damien no respondió enseguida. Se acercó al minibar y sirvió un whisky para él también, pero no bebió. Simplemente sostuvo el vaso y habló con la mirada perdida en el ámbar líquido.
—Ella es diferente, Marcus. La forma en que me miró esa primera vez… como si yo fuera de otro planeta. No con admiración, ni miedo. Con una mezcla de desafío y fragilidad. Como si no quisiera deberme nada. Como si odiara necesitar ayuda. Me gustó eso.
—Creo que demasiado, porque pareces obsesionado.
—Tal vez.
—¿Obsesionarte con una chica veinte años menor que tú? Suena a receta para el desastre.
Damien sonrió, pero fue una sonrisa sin calidez, cargada de sombras. —Tal vez. Pero no puedo evitarlo. Su inocencia... me llama. No es solo su cuerpo, aunque Dios sabe que también lo deseo. Es la necesidad de poseerla por completo. De ser el único en su vida. Ella todavía cree en lo bueno. Quiero romper eso. Quiero que confíe en mí... y después no pueda escapar.
Marcus dejó el vaso en la mesa de centro, incómodo. —Eso ya no suena a un contrato, Damien. Suena a otra cosa. Algo más profundo. Más... retorcido.
Damien levantó la mirada y sostuvo la de su amigo sin pestañear. —Será un compromiso de seis meses, tal vez un poco más si necesitamos ser creíbles. Lo firmará. Lo aceptará. La haré pensar que es solo un trato. Pero será mucho más que eso. Para mí.
Un silencio denso llenó la habitación.
—Y cuando se dé cuenta de que no puede escapar —añadió Damien en voz baja, como una promesa oscura—, ya será demasiado tarde.
*****
El fregadero estaba lleno de espuma y platos baratos que Sophie restregaba con movimientos mecánicos. La radio, con su zumbido viejo, soltaba una canción romántica que ella apenas escuchaba. El olor a café rancio se mezclaba con el tenue perfume de lavanda que usaba en el detergente casero. Era su forma de engañarse, de hacer creer que la vida podía ser más suave de lo que realmente era.
El celular vibró sobre la mesa de fórmica y ese sonido le erizó la piel, como si fuera una alarma anticipando un desastre. Se secó las manos en el delantal, dejando marcas húmedas, y miró la pantalla. Número desconocido. Dudó. Contestó.
—¿Señorita Reyes? —La voz era femenina, profesional, con ese filo que usaba la gente acostumbrada a mandar—. Le habla la asistente personal del señor Damien Blackwood.
El nombre entró en su sistema como una descarga eléctrica. El aire pareció volverse más pesado, más espeso en sus pulmones.
—¿Sí? —logró decir, con un hilo de voz.
—El señor Blackwood desea verla mañana en su oficina, piso cuarenta y cinco de la Torre Blackwood. A las diez en punto. No falte.
La mujer colgó sin esperar respuesta.
Sophie se quedó con el celular pegado al oído, como si aún pudiera escucharla. El corazón le latía con violencia. Damien Blackwood. El recuerdo se le clavó en la mente: él en la dulcería, con ese traje perfecto que contrastaba con su propio aspecto desprolijo, el delantal manchado de azúcar, el cabello recogido a toda prisa. El café servido con manos temblorosas. Y él mirándola… como si la desnudara sin tocarla.
El calor le subió por la garganta, no de vergüenza, sino de algo más visceral. Un recuerdo que había intentado enterrar: el modo en que sus ojos grises la recorrieron. Cómo, por un instante, creyó que iba a atrapar su muñeca, inclinarla sobre el mostrador y…
—Dios —susurró, apretando los muslos sin querer.
El miedo se mezclaba con una atracción peligrosa, tan incómoda como irresistible. Había algo en él que la intimidaba, que la enfurecía… y al mismo tiempo la hacía imaginar cosas que nunca debería. Se reprochó enseguida: no era momento para fantasías. No con la carta del banco todavía sobre la mesa, como una sentencia de muerte para la dulcería.
Pero el nombre seguía repitiéndose en su cabeza. Damien Blackwood. Sonaba a promesa y amenaza, a tentación y condena.
Se apoyó en el borde del fregadero, las piernas un poco débiles. La sensación en su estómago era una mezcla extraña: miedo a lo que vendría, vergüenza por haberlo atendido tan mal aquella vez… y un deseo latente, oscuro, que la atravesaba como un susurro pecaminoso.
Mañana lo vería. En su oficina. En su mundo. Y nada en su vida volvería a ser igual.