Capítulo 2

El murmullo dentro de Sweet Passion era vibrante. Las mesas estaban ocupadas por ejecutivos con sus portátiles abiertos, madres con hijos golosos, jóvenes compartiendo brownies, porciones de tortas de lavanda y limón, y parejas que se dejaban tentar por los éclairs. El aire estaba impregnado con el aroma a caramelo caliente, chocolate derretido, y café recién molido, esa mezcla irresistible que había convertido a la tienda en un pequeño refugio del caos de Brooklyn.

Sophie iba de mesa en mesa con una bandeja de galletas, su sonrisa ligera y sus ojos color miel atentos a cada detalle. Olivia, desde la barra, le guiñó un ojo mientras servía cappuccinos coronados con espuma de leche. Era un día bueno, uno de esos en los que el local parecía respirar vida propia. Y aun así, Sophie no podía dejar de sentir el peso del sobre oculto bajo el mostrador.

El tintineo de la puerta la obligó a girarse.

Un hombre entró primero: alto, con un porte que desprendía un poder imposible de ignorar. Llevaba un abrigo negro largo, los hombros rectos como si estuviera hecho de acero. Se quitó lentamente las gafas de sol, revelando unos ojos grises que brillaban como cuchillas bajo la luz del local.

Damien Blackwood.

Detrás de él, Marcus Devlin, su amigo y abogado, con una sonrisa relajada y la seguridad de quien no teme ocupar espacio. Iban hablando entre ellos de cifras y contratos. Pero solo uno tenía la presencia magnética.  Damien no necesitaba decir nada; su sola entrada había bajado el murmullo de la dulcería, como si el aire mismo se hubiera tensado para darle lugar.

Sophie sintió un golpe seco en el estómago. No fue miedo. Fue algo más profundo, visceral, un calor repentino que le recorrió la piel y le dejó la boca seca. Ese hombre no pertenecía a su mundo de madera envejecida y dulces artesanales. Su traje Tom Ford, perfectamente entallado, hablaba de poder, de control absoluto. El destello discreto de su reloj Patek Philippe marcaba el contraste brutal con las tazas desportilladas que ella llevaba entre las manos.

—Por Dios, Sophie, ¿lo viste? —murmuró Olivia desde la barra, sin disimular la forma en que sus ojos se clavaban en él—. Si el pecado tuviera un uniforme, usaría ese traje.

Sophie fingió no escucharla, aunque la sangre le hervía bajo la piel. Se obligó a seguir con lo suyo, apoyando la bandeja en una mesa cercana. Pero cuando levantó la mirada, los ojos grises de Damien ya estaban sobre ella.

Fijos. Intimidantes. Analíticos.

La atravesaban como si desnudaran cada rincón de su vida, como si aquel hombre pudiera ver más allá de su delantal manchado y su moño desordenado.

—Este lugar parece… fuera del tiempo —comentó Marcus con tono ligero, quitándose el abrigo y acomodándose en una silla—. Nada como matar el aburrimiento con azúcar después de una reunión eterna.

Damien no respondió. Seguía observando, con un interés contenido, como si la dulcería fuera una rareza que desafiaba su lógica. O como si la joven que se movía con torpeza elegante entre las mesas hubiera captado algo que él no estaba dispuesto a admitir.

Sophie apretó la bandeja entre los dedos y se obligó a caminar hacia su mesa. Cada paso le pesaba y la excitaba a la vez, como si avanzara hacia una frontera peligrosa. El corazón le golpeaba en el pecho, los sentidos hiperalertas: el roce de la tela de su vestido contra las piernas, el calor del horno todavía encendido en la cocina, el murmullo expectante de los clientes que parecían percibir la tensión.

Cuando llegó, inclinó la cabeza con profesionalidad.—Bienvenidos a Sweet Passion. ¿Qué desean ordenar?

Damien bajó la mirada hacia ella. Sus ojos, grises y penetrantes, se demoraron en los labios rosados de Sophie, en la curva sutil de su cuello, en la manera en que la tela del delantal delineaba su silueta. No era un gesto grosero; era un estudio, un examen frío y hambriento. Y sin embargo, bajo esa frialdad calculada, Sophie sintió algo más. Un destello de curiosidad. Una chispa contenida que se clavó en su piel como electricidad.

Su voz, cuando por fin habló, fue grave, áspera, cargada de un magnetismo que le hizo estremecerse—Sorpréndeme.

Sophie tragó saliva, sintiendo cómo su cuerpo reaccionaba antes que su mente. Era un pedido simple, pero en sus labios sonaba como una provocación íntima, un desafío directo a algo que ella ni siquiera había entendido todavía.

Y mientras Olivia la observaba desde la barra con una sonrisa maliciosa, Sophie se dio cuenta de que aquel día no sería como los demás.

El murmullo de clientes llenaba el pequeño local. El aire estaba impregnado de vainilla tibia, cacao recién derretido y el inconfundible aroma cítrico de las naranjas caramelizadas, una de las recetas más antiguas de la abuela de Sophie.

Sophie respiró hondo y se obligó a recuperar la compostura. Caminó hacia el mostrador, consciente de cada paso, del roce de su falda contra las piernas, del calor que se acumulaba en su nuca. Olivia la esperaba allí, con los ojos brillantes de pura picardía.

—¿Me estás diciendo que ese dios de traje caro quiere que lo sorprendas? —susurró, mordiéndose el labio para contener la risa.—Calla —replicó Sophie en voz baja, aunque una sonrisa nerviosa se escapó de sus labios.

Comenzó a trabajar  detrás del mostrador, con las mangas arremangadas y un mechón rebelde escapando de su coleta. Con movimientos ágiles y delicados, bañaba en un jarabe espeso unas frutas confitadas que brillaban como ámbar bajo la luz cálida de las lámparas. Esa era su especialidad: dulces únicos, elaborados con combinaciones que nadie más ofrecía en la ciudad.

Olivia le lanzaba una mirada divertida mientras atendía a una pareja que pedía cajas para llevar.

—Ese hombre no le quita los ojos de encima —susurró cuando volvió al mostrador, inclinándose para que solo Sophie pudiera oírla.

Sophie apenas levantó la vista, y como un imán invisible, sus ojos tropezaron con los de Damien. Él estaba sentado en una mesa junto a la ventana, traje oscuro impecable, corbata ligeramente aflojada, como si su sola presencia perturbara el ambiente relajado de la dulcería. No parecía un cliente más; parecía un depredador observando a su presa con una calma calculada.

Sophie tragó saliva, intentando enfocarse en su bandeja. Olivia le dio un empujoncito con el codo.

—Hazle probar tus naranjas al brandy. Si eso no lo hace caer rendido, nada lo hará.

Obedeciendo más a un impulso por sorprenderlo, que a la lógica, Sophie preparó un pequeño plato con rodajas finas de naranja confitada, bañadas en un glaseado con un toque secreto de especias que solo ella conocía. Colocó las piezas con precisión sobre un plato de porcelana blanca y lo adornó con un hilo de chocolate amargo.

Respiró hondo y caminó hacia él. Cada paso le asustaba, pero lo disimuló bien.

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