El Contrato Con Mi Sugar Daddy
El Contrato Con Mi Sugar Daddy
Por: Amaya Evans
Capítulo 1

El amanecer en Manhattan entraba fuerte y sin timidez. Se derramaba como oro líquido sobre los ventanales del piso cuarenta y siete del penthouse de Damien Blackwood. La ciudad despertaba abajo, pero allí arriba reinaba un silencio elegante, apenas interrumpido por el murmullo lejano del tráfico.

Damien abrió los ojos. El roce fresco de las sábanas de satén negro contra su piel desnuda le recordaba la soledad que ya era costumbre. El techo, alto e impecable, no devolvía nada más que su propio vacío. Giró la cabeza hacia la otra mitad de la cama: intacta, perfectamente alisada por la asistente que pasaba cada mañana a dejar todo como un templo al orden.

Se levantó despacio, estirando el cuerpo musculoso con una precisión casi felina. Se colocó su bata de seda y caminó descalzo sobre el mármol italiano, frío y brillante como un espejo, hacia la pared de cristal que ofrecía una vista directa a Central Park. Salió la balcón donde se observaban las copas de los árboles que parecían una alfombra esmeralda y, sin embargo, él solo veía números, estrategias, compromisos familiares.

—Necesito una solución —murmuró con la voz áspera, arrastrando los dedos por la barandilla de acero pulido—. Y la necesito pronto.

Sabía lo que estaba en juego. Su apellido, su imperio, la herencia de generaciones de Blackwood construida sobre acero, petróleo y dinero. Y la amenaza de perder parte de ese legado por un requisito absurdo: proyectar estabilidad. Una prometida. Una imagen.

Entró de nuevo, y encendió el estéreo con un control remoto. El sonido del jazz llenó el espacio, pero no logró calentar el aire. Damien Blackwood era un hombre que lo tenía todo, excepto lo que más le pesaba: compañía real.

En Brooklyn, el día despertaba con un matiz distinto. Sophie Reyes abrió los ojos con el sonido insistente de una gotera cayendo en un balde oxidado al lado de su cama. Cada golpe metálico le recordaba que el techo aún no estaba reparado, que el dinero nunca alcanzaba.

El olor a azúcar quemada y chocolate impregnaba las paredes del diminuto apartamento sobre la tienda de dulces de su abuela. Un aroma que alguna vez fue cálido y familiar, pero que ahora le sabía a nostalgia y sacrificio.

Se levantó con el cabello enredado, el cuerpo cansado de noches cortas y preocupaciones largas. Encendió la cafetera, que respondió con un chasquido inseguro antes de escupir un líquido oscuro que sabía más a agua quemada que a café.

Desayunó de pie: un trozo de pan y un sorbo rápido.

Miró alrededor. La pintura descascarada de las paredes, los muebles heredados que chirriaban con cada movimiento, la caja de facturas apilada sobre la mesa. Sus dedos rozaron la foto enmarcada de su abuela, con esa sonrisa dulce y arrugada que alguna vez le dio fuerzas para seguir.

—Lo prometí, abuela —susurró Sophie, acariciando el cristal con ternura—. No dejaré que la tienda muera contigo.

Pero la verdad era un peso constante en su pecho. El préstamo del hospital, la hipoteca de la tienda, los impuestos atrasados… La dignidad la mantenía en pie, pero cada día sentía que caminaba más al filo del precipicio.

El sonido de la calle subía desde Brooklyn: bocinas, risas, pasos apresurados. La vida seguía afuera, indiferente a la suya. Sophie se recogió el cabello en una coleta apresurada, respiró hondo y bajó la escalera angosta hacia la tienda.

El contraste era brutal. Vidrieras pequeñas, un mostrador desgastado, frascos de cristal con caramelos de colores que parecían reliquias de otro tiempo. El aroma de azúcar recién derretida, era un abrazo y una carga. Cada dulce vendido era un recordatorio de que todavía resistía.

Eran dos mundos distintos, completamente opuestos. En Manhattan, un hombre rodeado de lujo, calculando cómo forjar una promesa que protegiera su imperio. En Brooklyn, una mujer agotada, sosteniendo con uñas y dientes un legado que se le escapaba entre las manos.

Aún no lo sabían, pero el destino ya tejía los hilos invisibles que pronto los harían colisionar.

Sophie bajó ya lista las escaleras que conectaban, el piso donde vivía con la tienda de su abuela. El amanecer se colaba perezoso por los ventanales de Sweet Passion, tiñendo la madera envejecida con tonos dorados. Una hora después, el aire ya estaba impregnado con el aroma a chocolate derretido y galletas recién horneadas, un perfume que parecía flotar sobre cada fotografía en blanco y negro colgada en las paredes, recuerdos de un tiempo en que la dulcería había sido el orgullo del vecindario.

Sophie se inclinaba sobre el mostrador, repasando con un trapo húmedo el cristal de la vitrina donde reposaban caramelos de colores y galletas delicadamente decoradas. Su cabello castaño claro, recogido en un moño desordenado, dejaba escapar mechones que le rozaban la mejilla. A su lado, Olivia, su mejor amiga, fregaba una mesa con energía exagerada, mientras tarareaba una canción de moda.

—Si seguimos limpiando con tanto entusiasmo, terminarán creyendo que aquí se sirve champaña en lugar de galletas —dijo Olivia, lanzándole a Sophie una sonrisa pícara.

Sophie soltó una risa breve, que pronto se transformó en un suspiro—Sería maravilloso cobrar lo mismo que por una copa de champaña.

—Créeme, con tu talento podrías hacerlo. Tus galletas de canela deberían venderse a precio de oro —contestó Olivia, girándose hacia ella con un guiño—. Si los clientes supieran el esfuerzo que hay detrás de cada receta, pondrían propina doble.

—Bueno...tu no te quedás atrás, cocinas muy bien y tus postres no tiene nada que envidiarle a los míos.

—Espero que sea de ayuda cuando tengas muchas sucursales y no te de tiempo de estar en todas—le dijo Olivia guiñándole un ojo.

Sophie se echó a reir—soñar no cuesta nada.

El tintineo de la puerta interrumpió la charla. Los primeros clientes entraron, un grupo de estudiantes que siempre pedían brownies para compartir. Después llegó una madre con su hijo pequeño, luego el señor Adler con su café negro de costumbre. La dulcería, con sus mesas de madera tallada y sus sillas desparejadas pero acogedoras, comenzó a llenarse poco a poco de voces y risas.

Sophie y Olivia se movían con la coordinación de dos bailarinas en un escenario conocido. Una servía café mientras la otra llevaba bandejas con galletas y pasteles; intercambiaban sonrisas, alguna broma rápida al pasar una junto a la otra, como si el cansancio no existiera. Y, sin embargo, Sophie sentía cómo en su pecho la angustia latía con fuerza cada vez que sus ojos se deslizaban hasta el sobre blanco sobre el mostrador.

Lo había dejado allí, sin abrirlo, como si el papel fuera una bomba de tiempo lista para estallar.

—¿Ya lo abriste? —preguntó Olivia en voz baja cuando coincidieron en el pasillo estrecho que llevaba a la cocina.

Sophie negó con la cabeza, mordiéndose el labio—Sé lo que dice. No necesito leerlo para saberlo.

Olivia le puso una mano en el hombro, suave pero firme—Sophie… no puedes seguir cargando con esto sola.

—¿Y qué otra opción tengo? —susurró Sophie, mirando hacia el ventanal donde el sol iluminaba el rostro sonriente de su abuela en una de las fotografías—. Esta tienda es lo último que me queda de ella. Si la pierdo… la pierdo a ella también.

El bullicio de los clientes llenaba el lugar, risas mezcladas con el tintineo de cucharillas contra porcelana. A los ojos de cualquiera, Sweet Passion estaba viva, floreciente. Nadie sospecharía que, detrás de esa vitrina repleta de dulces, se acumulaban cuotas vencidas que amenazaban con hundirlo todo.

Olivia se inclinó hacia ella, bajando la voz con complicidad—¿Sabes qué pienso? Que el universo no puede ser tan cruel. Y que tarde o temprano, alguien va a ver lo que vales. Lo que vale esto. —Señaló el local con la barbilla, luego le apretó la mano—. Y yo estaré aquí, aunque toque vender galletas en la calle.

Sophie esbozó una sonrisa trémula, sintiendo un nudo en la garganta. El calor de la mano de Olivia la sostuvo durante un instante, pero la dureza del sobre en el mostrador seguía clavándose en su mente como una espina.

Porque aunque las mesas estuvieran llenas y el aroma de chocolate perfumara el aire, la realidad era implacable: el dinero nunca alcanzaba.

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