La oficina privada de Damien respiraba poder. Mármol blanco pulido, paredes negras donde el reflejo de la ciudad vibraba en los ventanales como un manto de diamantes. Afuera, Manhattan brillaba, caótica y viva. Adentro, solo quedaba el silencio de un imperio a sus pies.
El cristal de whisky descansaba en su mano derecha, ámbar y fuego líquido que no lograba apagar nada. La otra mano sostenía el expediente que no había podido soltar en días. Sophie Reyes. Su nombre impreso en tinta parecía marcarlo más hondo que cualquier contrato que hubiera firmado.
Damien tenía la camisa desabotonada hasta el pecho, los músculos tensos bajo la tela como si resistieran la batalla invisible que lo consumía. El cabello, desordenado de tanto pasarse los dedos por él, caía sobre su frente. Se inclinó hacia atrás en el sillón de cuero, exhalando un aire cargado de frustración.
—Maldita dulzura… —murmuró contra el borde del vaso, saboreando la palabra como si fuera veneno y alivio al mismo tiempo.
Ella lo