Mundo ficciónIniciar sesiónAlessandra Moretti creía tener todo bajo control: su lugar en la 'Ndrangheta, un esposo al que amo hasta su último respiro… hasta el día que ese demonio de ojos grises toco su alama arrastrándola a las llamas de su propio infierno. Un infierno que ardió hasta el día en que apretó el gatillo y lo perdió todo. Ahora se ha ganado el respeto de las familias de la Cosa Nostra, el legado que heredó a sangre y fuego... el trono de Salvatore Lombardi, el hombre que con furia, deseó y miedo quemo su piel, que murió por su mano.... Las cicatrices que dejó su partida no solo se hundieron en la carne: se clavaron en su alma. Y ahora, con su hija creciendo dentro de ella, Alessa camina por la delgada línea entre el poder y la locura, entre la rabia por haber sido usada y la culpa por haberle creído a quienes la manipularon. Dicen que el pasado no vuelve. Dicen que los muertos no resucitan. Pero hay silencios que arden como promesas rotas… y ojos que aún en la sombra, nunca dejan de mirar. En un mundo donde las alianzas se sellan con sangre, los secretos susurran desde las paredes y el amor puede ser un arma o un refugio, Alessandra deberá descubrir qué fue verdad y qué fue traición. Porque no todos los fantasmas quieren quedarse en el olvido. Y algunos regresan… con el fuego de las cenizas. Una historia de lealtad, venganza, maternidad, deseo y redención. Donde amar no es seguro. Y sobrevivir… es apenas el comienzo. ¡ADVERTENCIA AL LECTOR! Esta historia está llena de personajes imperfectos, decisiones cuestionables y giros inesperados. Si buscas héroes intachables o finales "predecibles", este no es tu lugar.
Leer másPRÓLOGO
Aún siento el frío del metal en mis palmas. Un frío que no era del arma, sino de mi propia sangre huyendo de las venas, abandonándome en el momento exacto en que más la necesitaba. Recuerdo el peso, tan liviano y tan pesado a la vez como si el hierro supiera lo que yo aún ignoraba, que estaba a punto de cargar con el peso de una vida entera.
El aire olía a salitre y a mentira. A cera derretida y promesas rotas. Y en medio de ese olor, la voz de Elena, afilada como vidrio molido, atravesándome:
‹‹Tú mataste a sus padres. Mataste a Jhon. A Leonardo.››
Cada palabra era un clavo. Cada acusación, una verdad torcida que se enredaba en mi garganta, en mi pecho, en el lugar donde antes latía algo que creía amor.
Vi sus ojos, los de Salvatore abriéndose no con sorpresa, sino con un dolor tan profundo que parecía antiguo. Como si él ya hubiera visto este momento en sueños, en pesadillas, y ahora solo estuviera confirmando que los dioses, después de todo, eran crueles.
‹‹No fue así››, dijo.
Pero yo ya no escuchaba. Solo sentía.
El ruido de mi propio corazón, acelerado, desbocado, como un animal acorralado. La respiración entrecortada, como si el aire se hiciera cuchillas al entrar. Las manos, mis manos, temblando, pero el dedo firme sobre el gatillo. Una parte de mí gritaba desde algún lugar profundo, ahogado, lejano. Otra parte, fría y afilada, ya había decidido.
Creí ver en sus ojos grises no una súplica, sino una aceptación.
Y eso fue lo que me mató antes de matarlo a él.
Apreté.
El sonido no fue un estallido, fue un quiebre. El mundo se partió en dos mitades irreconciliables: el antes y el después. Y en el medio, solo el eco metálico de mi destrucción.
Salvatore retrocedió. No con violencia, sino con una lentitud dramática, terrible, como si el tiempo quisiera que yo viera cada detalle, que lo memorizara, que lo tallara en hueso:
El impacto en su pecho. La leve sacudida de su cuerpo. La forma en que sus manos se abrieron, no hacia la herida, sino hacia mí, como si aún, incluso entonces, intentara alcanzarme.
Sus labios formaron una palabra. No la oí, pero la vi:
“Alessandra.”
Y luego, el vacío bajo sus pies.
La caída no fue una caída, fue un desplome de algo que alguna vez fue sagrado. Su cuerpo se dobló hacia atrás, los brazos extendidos como alas rotas, y desapareció sobre el borde del acantilado.
El mar estaba abajo.
Rugiente.
Hambriento.
Grité, pero el sonido no salió. Solo un jadeo roto, un alarido ahogado en la garganta. Las piernas cedieron. El frío del concreto subió por mis rodillas como una condena.
Y entonces, la risa.
La risa de Elena, envenenada, triunfante, atravesando la niebla de mi horror:
‹‹¡Lo mataste! ¡Acabaste con él, como buena Moretti!››
Ahí, en el suelo, con las manos aún calientes por el disparo y el alma ya fría por la ausencia, sentí cómo mi corazón, ese órgano entumecido que creía muerto se partía en dos.
No fue un rompimiento limpio. Fue una ruptura desgarrada, violenta, como arrancar raíces profundas. Un dolor físico que ascendió desde el vientre hasta la garganta, un vacío que llenó cada espacio donde antes había latido su nombre.
—¿Qué he hecho?
La pregunta no era un pensamiento era un sabor.
A hierro.
A culpa.
A ceniza.
Y en medio del desgarro, una claridad brutal: lo había perdido. No solo a él, sino a la mujer que creía ser. La que amaba. La que confiaba. La que podía mirar a esos ojos grises y ver hogar.
Ahora solo vería, por siempre, el instante en que se apagaban.
El mar siguió rugiendo. Mi respiración nunca volvió a ser la misma.
Disparé al hombre que amaba.
Y con él, me maté a mí misma.
La mañana del bautizo amaneció con un sol engañosamente brillante sobre Sicilia. La luz bañaba la Villa Lombardi, creando destellos en los cristales de las ventanas y acariciando los rosales perfumados. Dentro, el ambiente era un hervidero de actividad contenida y elegancia nerviosa.Alessa, vestida con un impecable traje sastre color marfil, ajustaba el broche de perlas en el cuello mientras observaba a Idara colocar el último mechón de cabello de Gabriela. La pequeña llevaba un vestido de satén, encaje y brillantes. La parte superior, elaborada en un satén suave y luminoso, servía de base elegante y lujosa. Sobre él, un delicado encaje de guipur con un motivo de flores añadía una textura sofisticada. Las mangas, del mismo encaje, cortas y finas, le daban un toque encantador.La falda era voluminosa y etérea gracias a múltiples capas de tul suave, que creaban una silueta clásica de cuento de hadas. En el borde, un recorte de encaje completaba la obra con sutil belleza.—Está preciosa
Dos días antes del bautizo, la Villa Lombardi se transformó. El aire, antes cargado de la tensión silenciosa de un campo de batalla, se llenó de un bullicio familiar que hacía eco en los pasillos de mármol. Había llegado la familia.El primero en aparecer fue Charly. Bajó de una Range Rover negra con su mirada de halcón, siempre escaneando el terreno; pero su rostro se suavizó al abrazar a su hermana, seguido de Chiara y el pequeño Matteo.—Alessa —murmuró con una voz ronca que delataba emociones contenidas—. La pequeña está preciosa. Nuestro padre estaría orgulloso de la mujer fuerte que eres.—Gracias, te extrañé, hermanito.Poco después, el sonido de otro auto anunció la llegada de Isabella y los niños: Marco, con una seriedad que superaba su edad; Fiorella, saltando de emoción y corriendo para ir a ver a Gabriela; y Alessandro, tratando de imitar la compostura de su padre.Isabella se abalanzó sobre Alessa, envolviéndola en un abrazo que olía a jazmines y a hogar.—Hola, hermosa,
La herida no era profunda, pero el ardor seguía ahí, como una marca que latía con cada respiración.Alessa no dejó que ningún médico externo la tocara. Ordenó ser llevada a la villa. Idara, con su precisión silenciosa, limpió la sangre y vendó el brazo con cuidado, mientras Alessa apretaba los dientes sin emitir un solo sonido.La herida era de roce, pero el recuerdo del tiroteo seguía incrustado bajo la piel.Por la mañana, el jardín de la villa despertaba entre rocío y cantos de mirlos.Idara le ayudó a vestirse con una camisa sin mangas. El vendaje quedaba expuesto, blanco sobre la piel de porcelana. Alessa, como siempre, no mostró dolor.— ¿Así está bien? —preguntó Idara, ajustando el broche del pantalón.—Perfecto. Hoy no se trata de esconder nada.En la entrada de la mansión, Max llegó en su auto negro, impecable como siempre. Traía una rosa en la mano y una expresión entre ansiosa y determinada.Thiago, de pie junto a la puerta principal, lo detuvo con la mirada.—No está dispo
Mientras Alessa descansaba en el refugio de la villa junto a su pequeña hija, el resort permanecía en silencio, adornado por la luz cálida de la tarde.Max caminó por el pasillo con las llaves de su suite en la mano, silbando una melodía suave, aún con el buen sabor de su salida con Alessa tatuado en la sonrisa. Abrió la puerta de la habitación y, antes de dar un paso completo, una sombra surgió.Una mano lo tomó con fuerza del cuello, estrellándolo contra la pared. El metal frío de una pistola se apoyó en su cabeza. Max jadeó.—Debes ser muy valiente... o muy imbécil para acercarte a Alessandra Lombardi —susurró una voz grave, cargada de oscuridad.Max forzó la garganta para hablar, sin moverse.—¿Quién eres? —preguntó, intentando girar la cara para ver a su agresor, pero fue inútil; el hombre lo volvió a estrellar contra la pared—. Ella no es Lombardi, es Moretti. Viuda de Rossi.El hombre sonrió con ironía y, con la cacha de la pistola, golpeó a Max en la cara. El joven cayó al sue
El sol asomaba con timidez sobre los viñedos, bañando la Villa Lombardi con una luz suave, como si quisiera acariciar sus muros después de tanta tormenta. El aire olía a pan recién horneado, a jazmín húmedo, a paz momentánea.Alessa despertó con la pequeña Gabriela entre los brazos. La bebé respiraba tranquila, con los labios entreabiertos y el ceño ligeramente fruncido, como si soñara con pequeñas batallas que ya estaba destinada a ganar. Alessa la contempló por unos minutos, acariciándole el cabello fino como seda negra, y le susurró:—Buenos días, mi reina. Hoy el mundo será tuyo... pero, por ahora, desayunemos.Bajó con la niña envuelta en una manta suave color perla. Idara, siempre puntual, la esperaba en el salón principal. Sus ojos se iluminaron al verlas.—¿Puedo cargarla un rato, signorina?—Claro. Cuídala mientras me siento con Thiago y Antonio.Idara sostuvo a Gabriela con la reverencia de quien sostiene una joya sagrada. Alessa se sentó en la gran mesa de madera pulida jun
La lluvia comenzaba a caer con furia sobre los cristales de la Villa Lombardi, como si el cielo estuviera purgando pecados antiguos. Afuera, el viento aullaba entre los cipreses, como si los fantasmas del pasado quisieran colarse entre las grietas. Dentro, Alessa caminaba por los pasillos en silencio, con Gabriela dormida contra su pecho, envuelta en una manta bordada de marfil. Su perfume infantil se mezclaba con el leve aroma de Shumukh, que seguía flotando en el ambiente como un espectro que no se decidía a marcharse. El aire creaba un contraste imposible: la inocencia y el fuego.El fuego de la chimenea iluminaba las paredes con una luz temblorosa, casi espectral. Todo parecía suspendido en una calma tensa, como el instante antes del estallido. Y ella... ya no lo negaba. Sabía que Salvatore estaba cerca. Lo sentía en la piel, como una corriente eléctrica constante, como el aliento de una fiera que espera desde las sombras. Cada paso que daba era un eco que resonaba con destino.Di
Último capítulo