A la mañana siguiente, el sol comenzaba a bañar los viñedos con su luz dorada. El cielo se abría como un ojo dormido que apenas empezaba a recordar el mundo. Todo olía a hierro, romero y tierra mojada, como si el universo exhalara recuerdos de sangre y promesas rotas.
Alessa bajó sola hasta el salón principal. Cada paso suyo resonaba con firmeza. Sus nudillos estaban marcados, sí, pero ya no por el dolor del vacío, sino por la disciplina adquirida y por una voluntad que se templaba como el acero en la fragua. Su cuerpo aún dolía por los entrenamientos, pero había una paz salvaje en su andar: la de quien ha decidido pelear hasta el final.
Thiago ya la esperaba, con dos informes en la mano y las ojeras de quien no duerme desde hace días.
—Revisamos las cámaras del parque. Nada claro. Sombra, velocidad y rumores… —dijo sin rodeos.
— ¿Qué rumores? —preguntó ella, sin pestañear.
—Un hombre. Un francotirador. Preciso. Sin rostro.
Alessa se giró lentamente. El sol perfilaba su rostro con una