Mundo ficciónIniciar sesiónLa noche envolvía las colinas en una neblina espesa y húmeda. Desde un claro alto, escondido entre cipreses y maleza, un par de binoculares capturaban cada movimiento en la Villa Lombardi.
El hombre exhaló el humo de su cigarro con lentitud. El filtro brillaba rojo en la penumbra, como un faro de rabia latente.
Tenía las manos frías, los nudillos tensos, el pulso bajo control… como siempre. En su regazo, una pequeña libreta de cuero. Anotaciones meticulosas: la hora en que Alessa alimentaba a Gabriela, la ruta del paseo, el cambio de turnos de los guardias. Fotos impresas de la niña: dormida, riendo… respirando.
En el suelo, sus botas manchadas de barro estaban clavadas como raíces. De pronto, ella apareció en el balcón: hermosa, altanera, arrogante… pero tan frágil a la vez. Recordaba cómo esa tarde la había visto caer de rodillas tras perseguirlo. Su figura desgarrada en medio de la calle, su llanto ahogado sobre el pavimento… todavía lo rompía por dentro.
Tomó el celular y marcó.
— ¿Cómo estuvo la reunión?
La voz de Thiago respondió al instante, con una malicia que sonaba a respeto:
—La loba no solo aúlla. Muerde y mata.
Una sonrisa torcida apareció en los labios del hombre.
—Eso quería oír.
Volvió a mirar la mansión a través del lente. Y allí estaba, colocando a la pequeña en la cama y acostándose a su lado. Sin duda alguna, Alessandra Moretti se había convertido en su obsesión. Su tormenta. Su redención.
La noche seguía su curso, tranquila y serena, pero mientras unos intentaban descansar, afuera los enemigos seguían moviéndose sin dar tregua.
Las semanas continuaron con el mismo afán y la sensación de que eran observados. Antonio seguía inmerso en los negocios, manejaba el resort y cualquier otra empresa que ameritara su presencia. Alessandra, desde casa, continuaba revisando las finanzas, las rutas y verificando meticulosamente los inventarios en bases de datos encriptadas, mientras cumplía su rol de madre.
Thiago seguía siendo su sombra. Vigilaba en todo momento, cambiaba diariamente las rutas, las visitas, las salidas y los lugares a frecuentar. No daba tregua para un ataque. Sin embargo, en ocasiones Alessa exigía un poco de libertad.
Una tarde, mientras el sol acariciaba los caminos de grava del parque central, Alessa empujaba lentamente el cochecito de Gabriela, vestida con un conjunto rosa de lino, el cabello recogido y las gafas oscuras cubriéndole la tensión de los ojos. Dos guardaespaldas caminaban discretamente a distancia.
Gabriela cumplía cuatro meses. El abuelo Antonio no estaba en casa; los tíos estaban lejos, así que Alessa había decidido salir a caminar por el centro. La bebé entrecerraba los ojitos por la claridad del día mientras movía sus manitos. El aire olía a jazmines y pasto recién cortado.
Pero de pronto, algo… cambió.
Uno de los escoltas se detuvo. Puso la mano sobre la funda de su arma. Miró hacia los bancos del fondo. Nada visible.
Alessa también lo sintió: esa vibración en la piel, esa alerta en el pecho.
— ¿Todo bien? —preguntó, sin frenar el paso.
—Demasiado tranquilo, señora —dijo uno de los hombres.
Alessa se detuvo, sacó a Gabriela del cochecito y la apretó contra su pecho. A lo lejos, una moto negra apareció. Dos hombres, cascos oscuro con dirección directa hacia ellos.
— ¡Al suelo! —gritó el guardia, colocándose sobre Alessa y la pequeña.
Pero antes del primer disparo, el infierno cayó desde la sombra.
Una figura vestida completamente de negro emergió entre los árboles, como un depredador que solo se muestra cuando es letal. En segundos, saltó sobre la moto antes de que frenara. Derribó al conductor con una patada brutal que lo lanzó contra una farola. El segundo hombre sacó un arma.
¡Bang! ¡Bang!
Dos disparos. Uno directo al pecho. El cuerpo cayó como un saco vacío.
Alessa se giró, aún en cuclillas, con Gabriela en brazos. Vio la escena… y al hombre de negro de espaldas hacia ella.
Pero no pudo ver más. La figura corrió hacia el sobreviviente, lo pateó en el rostro, le torció los dedos uno por uno mientras el tipo gritaba.
—Dile a tu jefe… —susurró al oído— que siempre estoy dos pasos adelante. Y que cuando le ponga las manos encima… deseará nunca haber nacido.
Lo dejó retorcido. Se llevó el arma. Y desapareció.
Los escoltas corrieron hacia el sitio. Alessa, ya dentro del auto, inmóvil, solo podía apretar a Gabriela contra su pecho.
— ¿Quién… qué fue eso?
Pero nadie tenía respuestas.
Horas más tarde, en la seguridad del hogar, la luna caía como una moneda helada sobre la villa. Desde su habitación, Alessa miraba por la ventana, la manta cubriéndole los hombros. Gabriela dormía profundamente en la cuna.
El viento movía las cortinas con delicadeza. El silencio se alargaba…
Hasta que llegó.
Esa fragancia.
Dulce. Amaderada. Íntima.
Él.
Alessa cerró los ojos, sin darse cuenta de que una lágrima corría por su mejilla.
—Si estás ahí… —susurró— solo dime por qué.
Pero no hubo respuesta.
Solo un perfume suspendido en el aire… como una caricia de fuego.
En la propiedad colindante, el hombre se miraba frente al espejo.
Sin camisa.
El torso marcado.
El reflejo salvaje. Llevó la mano a la cicatriz en su costado. Cerró los ojos y murmuró: —Aún no es el momento, mi tormenta. Pero pronto…
Pasó los dedos por la herida, acariciándola con algo parecido al deseo.
—Muy pronto… nadie intentará tocarlas sin mi permiso.
Esa noche, Alessa no pudo dormir.
Sentada en la penumbra de su habitación, con Gabriela segura en su cuna y la sombra del atentado aún latiendo bajo su piel, marcó un número que desde hacía años no había usado para pedir apoyo. Su mano temblaba, pero su voz no.
— ¿Qué sucedió? —preguntó el hombre al otro lado, sin preámbulos.
—Necesito entrenar. Como lo hacías con Isa.
Hubo un breve silencio. Un suspiro. Luego, la voz grave y firme que siempre había sido refugio en los días más oscuros:
—Llegaré al amanecer, pequeña.







