Mundo ficciónIniciar sesiónLa mañana aún tenía el peso amargo de la noche anterior. La llegada de esa caja con la rosa negra y la amenaza implícita había dejado una sombra en la Villa Lombardi. Nadie había dormido del todo. Y aunque el sol brillaba sobre los jardines, el aire estaba cargado de algo más que primavera.
En el comedor principal, todos estaban reunidos alrededor de la larga mesa de madera. El desayuno estaba servido, pero el silencio era tan espeso que ni siquiera los cubiertos se atrevían a sonar.
Antonio hojeaba el diario sin leerlo.
Chiara removía el café sin probarlo.
Matteo tenía la cabeza recostada en el brazo.
Los mellizos susurraban entre ellos sin la efusividad habitual.
Isabella… observaba a Alessa con el ceño fruncido y el corazón encogido.
Debía irse.
Tenía que volver a Calabria.
Pero dejar a su hermana justo ahora… le dolía.
Entonces Alessa alzó la mirada. Con el rostro sereno, la espalda erguida, la bebé dormida contra su pecho. Y con un tono que quebró el ambiente, dijo:
—Cambien esas caras, chicos.
La voz fue firme. Clara. Y lo suficientemente afilada como para reordenar el ánimo de todos.
—Ustedes deben regresar para estar al frente de los negocios —continuó, mirando a Isabella y Charly—. Nosotros estaremos bien. Ningún insecto volador va a perturbar mi paz. Y si lo intenta… a las cucarachas solo hay que pisarlas. Y a las víboras… se les corta la cabeza.
Hizo una pausa y sonrió con esa mezcla de arrogancia y fuego que era tan Moretti como el propio apellido.
—Soy una Moretti. Y los Moretti no nos doblegamos ante nada.
Isabella intercambió una mirada con Charly.
Él asintió con respeto silencioso.
Y ella, con su elegancia innata, le devolvió la sonrisa a su hermana.
Más que palabras de consuelo, aquello había sido una sentencia.
Poco después del desayuno, comenzó la despedida.
Los autos estaban listos frente al pórtico de la Villa Lombardi: equipaje en el maletero, niños inquietos, abrazos cruzados.
Isabella acomodaba los últimos bolsos mientras Matteo se aferraba a su peluche favorito. Fiorella lloriqueaba porque no quería separarse de Gabriela. Alessandro le prometía en secreto que volverían pronto a jugar.
Alessa los miraba en silencio desde la escalinata. Gabriela dormía en sus brazos, ajena a la emoción que sacudía a su alrededor.
Chiara fue la primera en acercarse. La abrazó con fuerza y le susurró al oído:
—Tienes todo bajo control, como siempre. Pero si necesitas un ejército, llama a Calabria.
Charly la abrazó después, más fuerte, casi paternal.
—Cuídate, mi pequeña no tan pequeña. Cuida de la princesa. Y si algún cabrón se atreve a tocarte… no preguntes, dispara o llama y vendré.
Isabella fue la última. Su abrazo duró más de lo normal. Ambas sabían que había demasiado que no se dijeron. Y aún más que no podían decir.
—No olvides quién eres, Alessa. Ni de dónde vienes. Pero, sobre todo… no olvides hacia dónde vas.
—Gracias —respondió Alessa, con la voz cargada de cosas que no podía permitir que se escaparan.
Los niños dieron besos. Marcos la abrazó tan fuerte que el corazón se le encogió cuando dijo:
—Cuando sea grande, te protegeré y protegeré a mi prima. Te amo, tía.
Antonio observaba todo desde la sombra del umbral. No dijo nada. Solo asintió.
Y cuando los vehículos cruzaron la reja, el silencio volvió a llenar la villa… pero esta vez, ya no era tristeza. Era preparación.
Una nueva etapa había comenzado y Alessa debía enfrentarla.
Horas después, en la parte más soleada del jardín, Alessa caminaba con Gabriela en brazos, acunándola mientras disfrutaba del primer descanso en días. La bebé, con esos hermosos ojos grises que se movían como si hicieran reconocimiento del lugar, estaba envuelta en una mantita blanca con las iniciales de su nombre bordadas en dorado. Los rayos del sol dibujaban destellos suaves sobre su piel.
De pronto, sintió el crujido de la grava bajo unos zapatos.
Entonces escuchó la voz.
—Siempre supe que ibas a ser una madre increíble.
Alessa se detuvo en seco.
Se giró, y allí estaba.
Max.
Sonriendo. Impecable.
Vestido con una camisa blanca remangada y pantalón de lino. Bronceado, el cabello más corto, pero con la misma sonrisa con la que alguna vez la hizo reír cuando todo era más fácil.
Se acercó para abrazarla, vio a la bebé y le acarició la mejilla. Alessa lo guió a una de las mesas del jardín, tomaron asiento y comenzaron a conversar sobre lo que había sido de sus vidas durante todos esos años.
—Acabo de llegar de África —dijo con naturalidad—. Un viaje largo… y necesario, después de que me robaron a la novia en el altar. Mi madre me contó todo lo que ocurrió mientras estuve fuera. Leonardo nunca fue de mi agrado, pero realmente lamento lo que le pasó.
Alessa se tensó por un momento, recordando esos momentos.
—Sí, fue una tragedia tras otra. Pero, como ves, sigo de pie.
Max sonrió y le tomó la mano.
—Lo sé. Siempre has sido una mujer fuerte. A decir verdad, las Moretti son mujeres increíblemente fuertes. Han superado cosas terribles. Pero aun así necesitaba verte. Escucharte. Saber que estás bien.
Alessa lo miró. Neutral. Inquebrantable.
—Pues, lo estoy. Como ves, acabo de tener una hija. Y en estos momentos, ella es mi prioridad. Mi única prioridad.
Max asintió, tragando saliva.
—Lo sé. No vengo a quitarte nada. Solo… déjame estar. Como antes. Como amigo, si quieres. Para tomar un café, una cena… o simplemente dar un paseo por el parque con la nena.
Se hizo un silencio.
Alessa desvió la mirada por un instante. Gabriela se movió en sus brazos.
—No prometas cosas que no vas a cumplir —le dijo al fin—. No me quedan espacios para decepciones.
Max sonrió con una suavidad que rozaba la nostalgia.
—No vengo a prometerte nada, Alessa. Solo a recordarte que todavía hay gente que se queda… incluso si ya no somos lo mismo. Aparte de que estuvimos a punto de casarnos, pero el destino tenía otros planes en ese momento. Quizás ahora sea distinto.
Alessa lo miró y sonrió sin decir nada.
—Bueno, ya debo irme. Solo pasé un momento. Además, no me gusta visitar sin anunciarme antes, pero moría por verte.
Alessa se levantó y lo acompañó a la salida.
—Gracias por venir a saludar, Max.
Él sonrió y respondió:
—No hay nada que agradecer, hermosa. Por ti iría al fin del mundo. Por cierto, si un día quieres tomar un café, llama; tengo el mismo número y, por ahora, estoy hospedado en el resort. Ahora debo irme. Adiós.
Alessa alzó la mano en señal de despedida. Quizás Max tenía razón y la vida le estaba dando una nueva oportunidad. Lo observó hasta que el auto desapareció. Justo cuando iba a entrar de nuevo a la casa, una figura se movió entre los árboles. Su corazón se encogió.
Alessa no esperó ni llamó a los chicos de seguridad. En ese momento, Ludovica salió. Alessa besó a la niña, se la entregó rápidamente y ordenó:
—Llévala adentro. Rápido.
Y sin esperar más, corrió tras aquella sombra. Tenía que ver quién era, necesitaba respuestas, necesitaba terminar con esa sensación. Cuando salió, un hombre con conjunto deportivo y capucha caminaba hacia un auto negro. Alessa aceleró el paso. Tenía que alcanzarlo, y de un momento a otro, ya corría.
—¡Detente! ¡Ya dime qué buscas! ¿Qué quieres de mí? —gritó, mientras corría por la gravilla, con el viento golpeándole el rostro.
El hombre se detuvo junto al auto. No se giró, no habló. Abrió la puerta, subió y se marchó.
El vehículo se alejó.
Alessa se detuvo justo en el lugar donde el auto había estado.
El aroma de ese perfume… otra vez.
Cayó de rodillas.
Jadeante.
El cabello pegado al rostro.
La mano temblando sobre su pecho.
Los guardias llegaron detrás. Thiago, de último. Mientras unas lágrimas rodaban por las mejillas de Alessa, el auto se alejaba y, dentro, el conductor observaba la escena por el retrovisor.
Thiago se agachó junto a ella, le tendió un pañuelo y limpió sus lágrimas sin decir una palabra.
—Juro… que tarde o temprano daré con ese fantasma que me atormenta —dijo ella, con los dientes apretados.
Thiago solo respondió con voz baja:
—Por ahora, debes ser implacable. Esta noche no eres mujer. No eres madre. Eres la reina de la *Cosa Nostra*. Están robando mercancía. Y eso se paga con sangre. Debes pedirles cuentas a las familias y castigar a quien haga falta. Hoy serás la daga que aniquila y el fuego que consume.
Alessa lo miró. Su expresión cambió.
De quebrada a firme.
De rota a letal.
—Vamos.
Esa noche, a kilómetros de allí, los hombres de las familias mafiosas de Sicilia esperaban sentados: comerciantes, aliados, líderes de zonas estratégicas. Todos hablaban en voz baja, todos especulaban. Había murmullos, cigarrillos encendidos, apuestas implícitas sobre quién tomaría realmente el mando.
Hasta que ella entró.
Pantalón negro, camisa negra entallada, botas de tacón de aguja, un abrigo de lana con hombros firmes, guantes de cuero. El cabello recogido, la mirada hecha de fuego y acero. Y los labios… rojos como la sangre que alguien pagaría esa noche.
Su rostro era frío como una hoja afilada.
No saludó. Solo caminó hasta la cabecera de la mesa, tomó asiento, cargó la pistola y la colocó sobre la mesa. Antonio la acompañó, pero no habló. No fue necesario.
Ella lo hizo todo.
—Durante mi recuperación —dijo—, alguien creyó que podía burlar mi autoridad y robar mercancía del puerto de Catania. Solo tres personas conocían esa ruta.
Los murmullos cesaron. Un hombre al fondo comenzó a sudar. De barba tupida y mirada nerviosa, bajó la vista.
Alessa conocía bien el lenguaje corporal de las personas: los gestos, las miradas, la postura. Nick la había entrenado bien. Y aunque ella tenía las pruebas, el hombre, por sí solo, se delataba. Levantó una carpeta y continuó:
—Vendieron esa carga a gente de fuera. ¿Quieren saber qué es lo peor? Rompieron la cadena. Le dieron mi mercancía a idiotas. Y eso, caballeros… nos cuesta respeto. Y sin respeto, no hay poder. Y eso… no lo perdono. Así que daré una lección, y espero que el resto tenga buena memoria.
En un ágil movimiento, tomó la pistola y disparó.
Un disparo certero en el centro de la frente. El cuerpo del hombre cayó de la silla con un golpe seco, mientras los demás se tensaban.
—¿Alguna duda sobre quién manda ahora?
Nadie respondió.
Solo asentimientos.
Solo miedo.
Solo respeto.
Horas después, Alessa regresó a la mansión en compañía de Antonio, Thiago y los chicos de seguridad.
—Me iré a descansar. El día no fue fácil. Que tengan buenas noches.
—Estuviste maravillosa hoy, hija. Ahora descansa —dijo Antonio, mientras Thiago solo asintió.
Alessa subió las escaleras y entró a la habitación. Se acercó a la cuna: allí estaba su pequeña, tranquila, hermosa, inocente, ajena a todo el mal que había afuera. Alessa respiró profundamente y comenzó a desvestirse. Caminó hacia el baño, entró a la ducha y dejó que el agua la envolviera.
El recuerdo del hombre subiendo al auto mientras ella caía al pavimento la golpeó con fuerza. Su corazón se estremeció. ¿Por qué tenía que pasar? Después de haber aprendido a respirar sin esperar un milagro, ahora era atormentada de esa manera.
Alessa salió de la ducha, se envolvió en la bata de baño con las iniciales de él y salió hacia el balcón, tratando de respirar, de olvidar.
Minutos después, el frío comenzó a helarle el rostro y regresó al calor de la habitación. Tomó a la pequeña en brazos y la acostó junto a ella en la cama. Necesitaba sentir que aún la vida tenía sentido. Afuera, un hombre, sobre una colina, observaba cada detalle sin pestañear.







