La habitación de la bebé era un reflejo de un alma dividida: paredes color marfil, suaves tonos rosa viejo, estanterías perfectamente organizadas… y, en el centro, una cuna de madera blanca tallada a mano, que parecía demasiado pura para el caos que rodeaba su mundo.Alessandra se mantenía de pie, inmóvil, frente a esa cuna.Sus dedos rozaban el borde del mueble con la misma delicadeza con la que una viuda toca una tumba. El perfume que ella misma había rociado sobre las sábanas, una mezcla de peonía y sándalo, era suave, casi maternal. Pero bajo ese aroma flotaba algo más… algo invisible, antiguo, quemante: la esencia de Shumukh, ese perfume que era de ella y era de él, el mismo que una vez la envolvió como fuego. Como él.‹‹Salvatore.››Apretó los ojos con fuerza. El nombre le golpeaba las sienes como un eco que se negaba a morir.—Fuiste un estúpido… —susurró con rabia apagada, apenas audible—. Y yo… más estúpida por creerte, por sentir, pero, sobre todo, por…Ahogó la palabra ante
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