Mundo ficciónIniciar sesiónLa noche había caído sobre la Villa Lombardi. Afuera, el viento soplaba entre los olivos como un lamento antiguo. Dentro, el silencio se sentía distinto. Más denso. Más vivo.
Alessa estaba en su habitación, sentada en la mecedora junto a la cuna de Gabriela. La bebé dormía con una paz que a ella le era imposible. La sostenía de la manito, observando los movimientos leves de su pecho, los parpadeos involuntarios, la vida que aún no conocía el miedo.
Pero Alessa sí. Alessa lo conocía bien. No podía negar que había tenido una vida de lujos, ¿pero a qué precio? Una madre que jamás la quiso, un padre que solo estaba pendiente del negocio y muchos enemigos.
Y desde aquel momento en el hospital… lo sentía otra vez.
Algo la miraba. Algo la seguía. Algo estaba ahí.
—No fue un sueño —susurró, más para sí que para alguien más—. Yo… lo sentí. Lo olí.
Se inclinó sobre la cuna para colocar a la pequeña. Inspiró profundamente sobre la manta.
“Shumukh.”
Aún estaba allí.
Sutil. Inconfundible.
Como si nunca se hubiera ido.
Alessa suspiró pesadamente, cerró los ojos y acarició la manta con los dedos temblorosos.
Se incorporó con cuidado, miró a Gabriela por última vez y se dirigió al baño, arrastrando los pies como si llevara el peso de los recuerdos sobre la espalda.
Mientras la bañera se llenaba lentamente, el vapor comenzó a invadir la estancia. Alessa se despojó de la ropa pieza por pieza, como si al quitársela pudiera también desnudarse de la confusión, del dolor… de él.
Entró al agua caliente, cerró los ojos. Y entonces, volvió.
Salvatore.
Su cuerpo sobre el suyo.
Sus manos.
Su boca.
La forma en que la miraba, como si fuera todo lo que necesitaba.
Alessa jadeó. Su respiración se entrecortó; su piel se erizó como si su memoria aún tuviera vida propia.
Podía sentirlo. Podía oírlo.
Y el deseo que creyó muerto despertó como una herida abierta.
“Mi guerrera.”
Los labios de Alessa temblaron.
Pero entonces abrió los ojos, con fuerza.
Como quien despierta de un trance.
Como quien recuerda que no puede volver.
—Tengo que olvidarte… —murmuró, con la voz cortada por algo que no era solo tristeza. Era rabia. Era culpa. Era amor.
Salió de la bañera sin mirar atrás, se secó rápido, se vistió con una camiseta larga y entró a la habitación como un fantasma en su propia casa.
Se metió a la cama, sin apagar las luces. Y, por fin, se dejó caer.
En el mar de los sueños.
Donde nada duele.
Donde todo puede regresar.
A la mañana siguiente, mientras desayunaban en el patio trasero, Isabella se sentó frente a ella con una taza de café.
—No has dormido —dijo sin rodeos.
Alessa no respondió. Bajó la mirada hacia la taza de té intacta frente a ella.
— ¿Quieres hablar de lo que crees que pasó?
Levantó los ojos. Fijos. Firmes.
—Quiero saber si tú también lo crees.
Isabella la observó unos segundos antes de exhalar con cansancio.
—Creo… que no lo sabes. Porque no quieres saberlo. Y eso, hermana —añadió con la voz quebrada—, te está consumiendo.
Se hizo un breve silencio. El viento acarició las cortinas blancas del porche.
—Mañana los chicos y yo regresamos a Calabria —continuó Isabella—. Charly y yo debemos volver a la empresa, y yo… no quiero irme y dejarte así.
Alessa apartó la mirada. Tragó saliva.
—Estaré bien, Isa. Pero no puedo olvidar que sentí su voz. Su mano. Y cuando desapareció Gabriela… no sé cómo… pero alguien la trajo de vuelta. No fue la policía. No fue nadie del hospital, tampoco ninguno de nuestros hombres. Nadie lo vio.
— ¿Y tú qué crees, Alessa?
—Creo… —su voz tembló— que si me permito creer que fue él… y estoy equivocada, no voy a poder volver a levantarme.
Isabella alargó la mano y la tomó.
—Entonces no lo creas. Aún; sin embargo nuestro corazón no se equivoca igual que nuestro instinto la prueba es mi hijo Marco.
Alessandra, no dijo nada solo fijo su mirada en el horizonte.
Horas más tarde, Alessa caminó por la sala principal. Sus pasos resonaban en el mármol pulido, su figura envuelta en un suéter de hilo negro. Se detuvo frente a uno de los marcos de madera tallada que estaba en la mesa.
Era una foto de la inauguración del resort. Ella estaba mirando a la cámara, erguida e impecable; tenía un vestido largo negro, espalda descubierta y labios rojos como un desafío. Su cabello recogido en un moño bajo dejaba al descubierto su cuello, donde colgaba discretamente el collar que Salvatore le había regalado.
A su lado, Salvatore la rodeaba por la cintura con una mano, su mirada clavada en ella con devoción absoluta, como si fuera su joya más valiosa.
En otra imagen, ambos sonreían frente al lente. Uno junto al otro. Pero sus ojos… llevaban tristeza, como si presintieran lo inevitable. Esos ojos grises que miraban al frente… ella creía ver un mensaje.
Fue antes de todo.
Antes del fuego.
Antes del disparo.
Alessa se quedó inmóvil, sintiendo cómo los recuerdos se le deslizaban bajo la piel.
Cerró los ojos y recordó la noche que bailaron salsa. Recordó el perfume en su cuello. Recordó la forma como tocó su piel, el momento en que él le dijo:
“Nunca vas a huir de mí, Alessandra. Porque donde vayas, yo ya estoy.”
Alessa abrió los ojos y caminó hacia la habitación; cuando entró para ver a la bebé, la cuna de Gabriela crujió y, al acercarse, la bebé sonreía dormida. La observó por unos segundos: era hermosa, inocente y perfecta.
Se inclinó para darle un beso en la frente y salió de la habitación para ir al estudio a revisar los balances y el informe del inventario de mercancía.
En el estudio, Alessa revisaba con atención algunas incongruencias con los inventarios y los balances.
—Sin duda alguna: cuando el gato no está, los ratones hacen fiesta. Ya ajustaremos cuentas.
Alessa se reclinó sobre la silla, soltando un suspiro cansado y, de pronto, recordó los informes de seguridad y hackeó el sistema de cámaras del hospital. Ninguna cámara detectó movimiento fuera del hospital. Nadie con acceso a la cuna. Ningún rostro sospechoso.
Excepto uno.
Thiago.
Frente a una puerta. Cinco segundos. Luego desapareció.
Alessa salió del estudio buscándolo, cuando lo encontró en el pasillo de la biblioteca, y lo confrontó.
— ¿Dónde estabas ese día?
Thiago la miró sin emoción.
—Donde siempre estoy. Vigilando.
— ¿Quién trajo a Gabriela de vuelta?
— ¿Qué más da?
—Da todo, Thiago.
Hubo un silencio.
—No fue ningún enemigo. Eso te lo juro. Nadie que te desee mal te devolvería lo más valioso que tienes.
Alessa sintió que el suelo se movía bajo sus pies; su corazón latía con fuerza.
— ¿Entonces quién fue?
Thiago la miró por un largo instante. Y, antes de irse, dejó una sola frase:
—A veces, lo imposible… solo es lo que aún no entendemos.
Esa noche, un auto se detuvo afuera del portón principal. La puerta se abrió y descendió un payaso con una caja blanca en las manos; la colocó allí y se marchó.
No había remitente. Ni huellas. Dentro… una sola rosa negra.
Y una tarjeta:
“Todo lo que renace… también puede morir.”
De inmediato, el personal informó; todos salieron a ver de qué se trataba. Antonio tomó la nota con guantes. Charly y Thiago revisaban el perímetro. Isabella interrogaba al personal de guardia.
Alessa, en cambio, solo se quedó mirando la flor.
Negra. Elegante. Fúnebre.
—Rebeca… —susurró.
Isabella se giró.
— ¿Estás segura?
Alessa asintió.
—Solo ella firmaría algo con veneno y belleza al mismo tiempo. Está declarando la guerra y, si lo que quiere es guerra… —Alessa hizo una pausa—, guerra tendrá.







