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ENTRE SOMBRAS Y CENIZAS
ENTRE SOMBRAS Y CENIZAS
Por: Sandraeliza
EL INSTANTE QUE PARTIÓ MI CORAZÓN

PRÓLOGO

Aún siento el frío del metal en mis palmas. Un frío que no era del arma, sino de mi propia sangre huyendo de las venas, abandonándome en el momento exacto en que más la necesitaba. Recuerdo el peso, tan liviano y tan pesado a la vez como si el hierro supiera lo que yo aún ignoraba, que estaba a punto de cargar con el peso de una vida entera.

El aire olía a salitre y a mentira. A cera derretida y promesas rotas. Y en medio de ese olor, la voz de Elena, afilada como vidrio molido, atravesándome:

‹‹Tú mataste a sus padres. Mataste a Jhon. A Leonardo.››

Cada palabra era un clavo. Cada acusación, una verdad torcida que se enredaba en mi garganta, en mi pecho, en el lugar donde antes latía algo que creía amor.

Vi sus ojos, los de Salvatore abriéndose no con sorpresa, sino con un dolor tan profundo que parecía antiguo. Como si él ya hubiera visto este momento en sueños, en pesadillas, y ahora solo estuviera confirmando que los dioses, después de todo, eran crueles.

‹‹No fue así››, dijo.

Pero yo ya no escuchaba. Solo sentía.

El ruido de mi propio corazón, acelerado, desbocado, como un animal acorralado. La respiración entrecortada, como si el aire se hiciera cuchillas al entrar. Las manos, mis manos, temblando, pero el dedo firme sobre el gatillo. Una parte de mí gritaba desde algún lugar profundo, ahogado, lejano. Otra parte, fría y afilada, ya había decidido.

Creí ver en sus ojos grises no una súplica, sino una aceptación.

Y eso fue lo que me mató antes de matarlo a él.

Apreté.

El sonido no fue un estallido, fue un quiebre. El mundo se partió en dos mitades irreconciliables: el antes y el después. Y en el medio, solo el eco metálico de mi destrucción.

Salvatore retrocedió. No con violencia, sino con una lentitud dramática, terrible, como si el tiempo quisiera que yo viera cada detalle, que lo memorizara, que lo tallara en hueso:

El impacto en su pecho. La leve sacudida de su cuerpo. La forma en que sus manos se abrieron, no hacia la herida, sino hacia mí, como si aún, incluso entonces, intentara alcanzarme.

Sus labios formaron una palabra. No la oí, pero la vi:

“Alessandra.”

Y luego, el vacío bajo sus pies.

La caída no fue una caída, fue un desplome de algo que alguna vez fue sagrado. Su cuerpo se dobló hacia atrás, los brazos extendidos como alas rotas, y desapareció sobre el borde del acantilado.

El mar estaba abajo.

Rugiente.

Hambriento.

Grité, pero el sonido no salió. Solo un jadeo roto, un alarido ahogado en la garganta. Las piernas cedieron. El frío del concreto subió por mis rodillas como una condena.

Y entonces, la risa.

La risa de Elena, envenenada, triunfante, atravesando la niebla de mi horror:

‹‹¡Lo mataste! ¡Acabaste con él, como buena Moretti!››

Ahí, en el suelo, con las manos aún calientes por el disparo y el alma ya fría por la ausencia, sentí cómo mi corazón, ese órgano entumecido que creía muerto se partía en dos.

No fue un rompimiento limpio. Fue una ruptura desgarrada, violenta, como arrancar raíces profundas. Un dolor físico que ascendió desde el vientre hasta la garganta, un vacío que llenó cada espacio donde antes había latido su nombre.

—¿Qué he hecho?

La pregunta no era un pensamiento era un sabor.

 A hierro.

 A culpa.

A ceniza.

Y en medio del desgarro, una claridad brutal: lo había perdido. No solo a él, sino a la mujer que creía ser. La que amaba. La que confiaba. La que podía mirar a esos ojos grises y ver hogar.

Ahora solo vería, por siempre, el instante en que se apagaban.

El mar siguió rugiendo. Mi respiración nunca volvió a ser la misma.

Disparé al hombre que amaba.

Y con él, me maté a mí misma.

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