La lluvia comenzaba a caer con furia sobre los cristales de la Villa Lombardi, como si el cielo estuviera purgando pecados antiguos. Afuera, el viento aullaba entre los cipreses, como si los fantasmas del pasado quisieran colarse entre las grietas. Dentro, Alessa caminaba por los pasillos en silencio, con Gabriela dormida contra su pecho, envuelta en una manta bordada de marfil. Su perfume infantil se mezclaba con el leve aroma de Shumukh, que seguía flotando en el ambiente como un espectro que no se decidía a marcharse. El aire creaba un contraste imposible: la inocencia y el fuego.
El fuego de la chimenea iluminaba las paredes con una luz temblorosa, casi espectral. Todo parecía suspendido en una calma tensa, como el instante antes del estallido. Y ella... ya no lo negaba. Sabía que Salvatore estaba cerca. Lo sentía en la piel, como una corriente eléctrica constante, como el aliento de una fiera que espera desde las sombras. Cada paso que daba era un eco que resonaba con destino.
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