Mundo ficciónIniciar sesiónLa habitación de la bebé era un reflejo de un alma dividida: paredes color marfil, suaves tonos rosa viejo, estanterías perfectamente organizadas… y, en el centro, una cuna de madera blanca tallada a mano, que parecía demasiado pura para el caos que rodeaba su mundo.
Alessandra se mantenía de pie, inmóvil, frente a esa cuna.
Sus dedos rozaban el borde del mueble con la misma delicadeza con la que una viuda toca una tumba. El perfume que ella misma había rociado sobre las sábanas, una mezcla de peonía y sándalo, era suave, casi maternal. Pero bajo ese aroma flotaba algo más… algo invisible, antiguo, quemante: la esencia de Shumukh, ese perfume que era de ella y era de él, el mismo que una vez la envolvió como fuego. Como él.
‹‹Salvatore.››
Apretó los ojos con fuerza. El nombre le golpeaba las sienes como un eco que se negaba a morir.
—Fuiste un estúpido… —susurró con rabia apagada, apenas audible—. Y yo… más estúpida por creerte, por sentir, pero, sobre todo, por…
Ahogó la palabra antes de que saliera al viento, una lágrima silenciosa bajando por su mejilla. Con las manos sobre su vientre ya bajo, sintió una punzada que no fue física. Fue un desgarro emocional. Un abismo.
Le había disparado.
No porque quiso. Sino porque creyó.
Creyó en mentiras disfrazadas de lealtad.
En palabras envenenadas por Elena.
En el miedo de ser usada… de nuevo.
¿Y si todo había sido un error?
¿Y si Salvatore… sí la amaba?
¿Y si realmente la protegió, como decía?
¿Y si nunca dejó de hacerlo?
—No sé qué fue real y qué no… —susurró, perdiendo la voz—. No sé si alguna vez fuiste sincero. Solo sé que me duele. Que aún me duele.
Miró el techo con desesperación. Las lágrimas no cesaban.
—Y tú, mi pequeña… —apoyó ambas manos sobre su vientre—. Eres lo único que me mantiene cuerda, viva, de pie.
En ese instante, el dolor la atravesó como un rayo.
Un alarido rasgó su garganta mientras se aferraba con ambas manos al borde de la cuna. Su cuerpo se encorvó, la respiración se cortó y el sudor le cubrió la frente. La contracción la tomó como una ola que no pidió. El dolor fue agudo, profundo, implacable.
— ¡Ah! ¡Mierda! —gritó, su voz rebotando contra las paredes del cuarto.
Se dobló sobre sí misma, aferrándose al borde del mueble con desesperación, los nudillos blancos, los dientes apretados como una fiera herida. El vestido de seda se le pegaba al cuerpo empapado de sudor, y su respiración se volvió jadeante, entrecortada.
Desde el pasillo se escucharon pasos. — ¡Señorita Alessandra! —gritó Idara, la nana de Salvatore—. ¡¿Qué pasó?!
Todo fue caos. Voces. Zapatos corriendo. Puertas abriéndose. Antonio bajando las escaleras con una furia inusitada. Los guardias abriendo paso. Y, en medio de todo, Thiago se detuvo un instante en el pasillo, alejado del bullicio.
Sacó su teléfono. Lo desbloqueó sin mirar.
Marcó. Esperó.
Una voz al otro lado.
Él no dijo un nombre. No dijo por qué. Solo murmuró:
—Es hora.
Colgó sin más. La mirada de Thiago volvió a tornarse fría. Se giró, regresando al tumulto. Todos pensaban que era solo un guardaespaldas. Nadie imaginaba lo que esa llamada significaba.
¿Un traidor? ¿Un aliado oculto? ¿Un mensajero del infierno?
En el hospital, todo fue una tormenta de luces y urgencias. Alessandra fue llevada en una camilla a la sala de parto. El sudor perlaba su piel. Su rostro estaba pálido, demacrado. Las contracciones eran cada vez más seguidas. Adentro, el médico fruncía el ceño mientras leía los monitores.
— ¡La paciente está perdiendo demasiada sangre! ¡Presión en descenso, doctor!
— ¡La bebé no desciende! ¡Está en posición, pero hay bradicardia fetal!
El corazón de la bebé latía lento. Demasiado lento.
— ¡Tenemos que hacer cesárea ya!
— ¡No! —jadeó Alessa—. No puedo... No quiero que la corten…
— ¡Alessa, escúchame! —dijo el médico con fuerza—. ¡Tu bebé se está asfixiando! ¡Tiene el cordón umbilical enredado en el cuello! ¡¡TIENES QUE PUJAR!!
Ella negó con la cabeza, llorando, débil, derrotada.
—No puedo… no puedo más…
Y entonces, lo sintió.
Una mano que tomó la suya. Fuerte. Cálida. Reconocible.
Otra mano le acarició la cabeza, rozándole la sien con ternura.
Y esa voz. Grave. Ronca. Inconfundible.
—Tú puedes, mi guerrera.
Alessa abrió los ojos, borrosos por las lágrimas. Esos ojos grises…
Tormenta.
Dolor.
Amor.
El monitor comenzó a sonar.
Gritó. Pujó. Lloró.
Y entonces… el llanto.
El primer alarido de su hija cortó el aire como un rayo de vida.
Alessa sonrió… por un segundo.
Y luego, todo se volvió negro.
El pitido de la máquina se volvió agudo. El monitor se disparó.
Su corazón se detenía. Su mente se apagaba...







