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CAPÍTULO 2: ¿FUE REAL O LO IMAGINÉ?

La línea recta se dibujó en el monitor y justo cuando caía en el abismo… se encontró en un lugar de luz cegadora y paz infinita. El dolor se desvaneció, reemplazado por una calma que nunca antes había conocido.

De la luz, una figura familiar emergió. Leonardo. Sonreía, con esa paz en los ojos que solo ella recordaba.

— ¿Estoy muerta? —preguntó Alessa, su voz un eco en aquel lugar sin tiempo.

—No, preciosa. No puedes morir. Tu linda princesa te espera —respondió él; su voz era como una caricia—. Finalmente tienes lo que yo no pude darte.

—Leo, yo lo siento tanto —rompió a llorar Alessa, el peso de la culpa aplastándola incluso allí—. Lamento que murieras por mi culpa… que perdiera a tu hijo…

Leonardo se acercó y limpió sus lágrimas con una sonrisa triste y, a la vez, serena.

—No lo perdí. Él está conmigo.

De un lado, un niño de unos seis años, con los ojos de Leonardo y su sonrisa, salió de la luz. Alessa lo miró y su corazón se encogió de amor y dolor. Se inclinó, abrazándolo con todas sus fuerzas.

—Te amé aun sin conocerte, mi amor.

El niño se separó y sonrió, una expresión de pureza absoluta.

—Yo estoy bien, mami. Estoy con papá y con los abuelos. Pero ahora debes volver.

Alessa los miró a ambos, a su hijo y a Leonardo. El amor que emanaba de ellos era abrumador.

—Quizás aquí todo duele menos —susurró.

—Sí, aquí no hay dolor —confirmó Leonardo—. Pero hay personas que te esperan: tu princesa, tus hermanos, tus sobrinos… y Él. Así que es hora. Vuelve, Alessa.

Lo último que escuchó fue el grito de una voz familiar:

— ¡Alessandra…!

Y el llanto de su hija la jaló de vuelta a la vida.

El aire olía a desinfectante, pero también a algo más…

A vida recién nacida.

La luz matinal entraba por las ventanas altas de la habitación, creando un suave contraste entre las sombras del mobiliario médico y la calidez de lo que acababa de ocurrir.

Alessandra abrió los ojos lentamente, como si su cuerpo aún no le respondiera. El pitido de las máquinas, constante y bajo, acompañaba el ritmo de su respiración. Le dolía todo, pero no dijo nada. Lo primero que buscó, más allá de la confusión de ese lugar donde había vuelto a ver a Leonardo, donde había visto por primera vez el rostro del bebé que tanto había llorado, fue esa sensación… esa voz… esa mano.

—Está despierta —dijo una enfermera desde la puerta.

Y entonces, las voces se mezclaron con pasos apresurados.

Antonio fue el primero en entrar. Detrás de él, Thiago, y a su lado, Isabella.

—Alessa… —dijo Antonio, acercándose a su cama con una expresión que ella no le había visto jamás: una mezcla de orgullo y una emoción contenida que le temblaba en las manos—. Hija… lo lograste.

Sus ojos, envejecidos por el dolor y el mando, se llenaron de lágrimas sin vergüenza. Tomó su mano y la besó con devoción.

—Mi nieta… tu hija… es perfecta.

— ¿Dónde está? —susurró Alessa con un hilo de voz.

Fue entonces que Isabella se giró, señalando a una enfermera que entraba con una pequeña envuelta en una manta blanca y rosada.

—Mírala… —dijo su hermana con la voz quebrada—. Mira esa obra de arte que trajiste al mundo.

La enfermera depositó cuidadosamente a la bebé en los brazos de Alessa. Y el mundo… se detuvo.

Los dedos diminutos. La piel tan suave que parecía irreal.

Y esos ojos…

Grises. Intensos. Tormenta pura.

Alessa contuvo el aliento.

—Tiene sus ojos… —murmuró con una sonrisa trémula.

Isabella, con el celular en la mano, comenzó a tomar fotos.

— ¡Le tomaré muchas! Las enviaré a los tíos en Calabria, a Charly, a Fran, a todos. ¡Van a enloquecer!

Se giró hacia Antonio:

— ¡Parece una Lombardi! Aunque la nariz y esos labios son tuyos, Alessa.

Alessa rió bajito, apenas un suspiro.

—Es perfecta… es hermosa… —acarició la mejilla de la pequeña con el dorso del dedo—. Y es fuerte. Como su padre…

El silencio cayó brevemente. Una pausa que pesó más de lo esperado.

Thiago se acercó entonces, con una media sonrisa. Se notaba que luchaba por mantener la compostura, pero sus ojos también brillaban.

—Bienvenida, pequeña tormenta —dijo, acariciando con suavidad la cabeza de la bebé.

Alessa alzó la vista hacia él, con el rostro iluminado por una mezcla de luz y lágrimas.

—Gracias… por cuidarnos —le dijo con sinceridad.

Thiago solo asintió, en silencio.

Entonces, como si el peso de la emoción fuera demasiado, Alessa volvió a mirar a la bebé.

Las lágrimas se desbordaron.

—Te juro que haré todo para protegerte, cueste lo que cueste —susurró—. Te amo, mi vida… mi Gabriela.

Isabella la miró sorprendida.

— ¿Gabriela?

Alessa asintió.

—Gabriela. Es el nombre que dije una vez… que le pondría a mi hija.

Nadie dijo nada. Solo se escuchaba el latido del monitor. Y el leve sonido de una nueva vida respirando.

Mientras en Sicilia la vida nacía…

En algún rincón oculto de Madrid, un celular comenzó a vibrar sobre una mesa de mármol negro.

Las uñas perfectamente esmaltadas de Rebeca lo tomaron con elegancia y desdén. No dijo “hola”, ni pidió explicaciones. Solo escuchó. Una sonrisa torcida apareció en sus labios mientras sus ojos, fríos como el cristal, se clavaban en el niño que jugaba frente a ella.

—Así que… —dijo con voz suave, casi maternal—. La bastarda ya nació.

Hizo una pausa, cruzando una pierna sobre la otra.

—Que la felicidad les dure lo que tenga que durar. Porque toda luz… tiene sombra.

Antes de colgar, murmuró con una sonrisa cruel:

—Dale un pequeño susto a la feliz madre antes de que salgan del hospital. No te equivoques. Sin marcas. Solo… el caos.

Colgó. El niño levantó la vista. Ella le acarició el cabello como una madre retorcida.

—Ya casi es hora de volver a casa, Gabrielle. Pronto conocerás tu imperio y, quizás, a tu hermana bastarda.

Horas más tarde, en el hospital de Palermo…

El caos volvió.

Una enfermera entró a la habitación donde descansaba la bebé…

Y salió con ella en brazos.

Cuando Isabella regresó de la cafetería y Alessa salió del baño, la cuna estaba vacía.

— ¿¡Dónde está Gabriela!? —gritó Alessa, con la sangre helada.

Isabella soltó las bolsas con croissants. Antonio entró al oír los gritos. El hospital se convirtió en un campo de guerra… guardias, doctores, puertas selladas, alarmas.

Y nadie. Nadie sabía dónde estaba la bebé.

A pocas calles del hospital, en un estacionamiento subterráneo, un hombre caminaba rápido con un bulto envuelto en una manta rosa. El llanto apagado de la bebé le hacía sudar frío, pero no por compasión… sino por miedo.

Le temblaban las manos.

—Solo un susto. No tocarla. Solo sacarla por unas horas —murmuraba entre dientes, intentando convencerse.

Pero algo no estaba bien. Colocó a la bebé dentro de una cesta en el asiento trasero y cerró la puerta.

De pronto, sintió un cambio en el aire, como si la temperatura bajara de golpe. Una vibración detrás, un instinto animal que lo obligó a girar.

Pero era demasiado tarde.

Una sombra salió de la oscuridad y el primer golpe le destrozó la mandíbula.

— ¡Agh! —cayó de rodillas, apenas logrando soltar un grito ahogado.

Se tambaleó, intentando sacar el arma de su cinturón, pero una bota le aplastó la mano contra el suelo con un crujido nauseabundo.

El atacante no dijo nada.

Solo respiraba… lento. Grave. Y su presencia pesaba más que el silencio.

El hombre alzó la vista. Apenas si alcanzó a ver unos ojos helados, un destello de acero, la furia contenida en un rostro que no olvidaría aunque tuviera mil vidas para intentarlo.

— ¿Para quién trabajas? —susurró la voz. Grave. Calmadamente letal.

— ¡No sé! ¡Te lo juro! Tomé el trabajo, me pagaron bien. Solo querían asustarla… ¡nada más! ¡Solo un susto!

—Mala elección.

El disparo sonó como un veredicto. Limpio. Mortal.

El hombre cayó a un lado. Desde el auto, un llanto suave emergió.

Él guardó el arma, abrió la puerta del auto y tomó a Gabriela con delicadeza, como si fuese de cristal. Sus manos, grandes, temblaron apenas un segundo. La sostuvo contra su pecho.

—Tranquila, hermosa… estoy aquí.

Luego, con pasos medidos, se deslizó entre los pasillos ocultos del hospital como una sombra sin rostro. Nadie lo vio. Nadie supo que alguna vez estuvo allí.

Entró en la habitación sin ser notado.

Colocó a la bebé en la cuna, con el mismo cuidado con el que se coloca una corona sobre una princesa. Acomodó la manta. Miró la pequeña con la mano cerrándose sobre el aire. Se inclinó. Rozó su frente con los labios.

Y, así como entró… desapareció.

Minutos después…

— ¡Está aquí! —gritó Isabella desde la puerta.

Alessa entró corriendo. Su corazón latía como una estampida salvaje. Se arrojó sobre la cuna. Gabriela estaba allí. Dormida. Intacta.

— ¡Mi amor… mi niña! —sollozó, apretándola contra su pecho—. ¿Quién pudo traerla? ¿Dónde estaba? —preguntaba Alessa mirando a Isabella y a Antonio.

Antonio miró a todos los presentes. Nadie sabía qué decir. Por su parte, Isabella inspeccionaba cada rincón, como si aún pudiera atrapar al fantasma.

Alessa se inclinó sobre su hija. Cerró los ojos. Inspiró… y allí estaba.

El aroma, “Shumukh”.

Ese perfume que no había vuelto a oler desde…

Cerró los ojos. El corazón le dio un vuelco.

—Fuiste tú… —susurró, con un temblor en los labios.

Pero no había nadie lo suficientemente cerca para escucharla. Solo el llanto lejano de un bebé… y el eco de algo que no se puede explicar.

Algo que no se imagina. Algo que no está muerto.

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