En una Argentina donde las leyendas sobre licántropos aún respiran en las sombras, Selene Maris es la última de su estirpe, una lobizona de linaje antiguo. Una noche de luna roja, una masacre aniquila a sus amigas y la deja herida de muerte por una "bala de plata", el veneno que le arrebata su poder, su capacidad de transformarse, su esencia. Es rescatada por el hombre menos indicado: Florencio Lombardi, un enigmático y dominante gobernador en plena campaña presidencial, que la acoge en su refugio secreto. Pero Florencio tiene una sola misión en la vida, una guerra personal heredada: exterminar a las "bestias" que considera una plaga, sin saber que la mujer vulnerable y desnuda que ahora duerme bajo su techo es una de ellas. Forzados a una convivencia claustrofóbica, su desconfianza mutua enciende una atracción animal y peligrosa, un viaje de odio al amor lleno de pasión y tensión. Él, un Alfa del mundo humano acostumbrado a dominar, se ve desarmado por el fuego salvaje de ella. Ella, una loba destruida, encuentra en su carcelero una protección que la aterra y la excita a partes iguales. Este es un romance oscuro donde cada caricia esconde una amenaza y cada beso, el sabor de un amor prohibido. Mientras la tensión se vuelve insoportable, una guerra de clanes estalla afuera. Un Alfa sádico la reclama como trofeo, una amiga traidora teje una red de obsesión a su alrededor, y los enemigos políticos de Florencio huelen la sangre. Atrapados entre la venganza y deseo, ambos deberán formar una alianza impensable. ¿Podrá ella consumar su venganza sin entregar su corazón al hombre que representa todo lo que debe destruir? ¿O descubrirá que la verdadera bestia no es la que aúlla a la luna, sino la que duerme en la cama de su enemigo?
Leer másLa luna no era blanca. No esa noche.
Sobre Mar del Plata, la ciudad que se deshilachaba entre la opulencia muerta de sus chalets y la brutalidad cruda del océano, la luna se desangraba. Era un tajo obsceno en la tráquea de un cielo herido, casi pútrido, de un marzo que se negaba a entregar el verano. No se descolgaba con la gracia pálida de los poetas; supuraba una advertencia sin nombre desde el este, una promesa espesa de carne y sal que ya latía con un pulso antiguo en las mareas. El viento que barría la costa sur no soplaba: arañaba. Traía con él ese olor viejo a hierro de barcos olvidados, a madera de muelles que se pudre en secretos y a los restos que la noche se traga sin masticar. Las olas, furiosas y oscuras, reventaban contra Los Acantilados con un estruendo sordo, como si buscaran arrastrar los pecados recientes o, quizás, los cuerpos que aún no habían caído. Selene Maris no necesitaba alzar la vista para saberlo. La sentía clavada en la nuca, esa luna bastarda. Le raspaba la sangre desde adentro, una lija invisible contra las venas que la hacía sentir su propia piel como una jaula demasiado fina. Le mordía las entrañas con colmillos de hielo y le hablaba en ese idioma antiguo, gutural, que una lleva tatuado en el alma aunque intente negarlo con cada aliento humano. Se agachó junto a una fogata enclenque, un insulto de fuego perdido en la inmensidad de la playa desierta. Las llamas, cobardes, apenas se animaban a danzar contra el viento, pintando destellos anaranjados y traicioneros sobre su piel pálida, sobre ese pelo negro azabache que, a veces, bajo cierta locura, parecía teñido de un azul profundo. Los reflejos plateados, herencia innegable y maldita de su clan, brillaban con una intensidad enfermiza bajo esa luz corrupta.«Idiotas. No sienten nada.» El pensamiento fue una punzada fría, directa. Detrás suyo, las risas de Maia y Abril sonaban huecas, empapadas en un vino barato y en la música distorsionada de un parlante que agonizaba sobre la arena. Hablaban de exámenes, de un chico en un bar, de la próxima temporada de 'El Eternauta'. Como si no entendieran la densidad del aire, el peso de esa luna con ictericia. Como si la normalidad, esa ficción burguesa y frágil, todavía fuera una opción. Olía a sal y a fin de ciclo. A la calma antinatural que precede a la cacería. Y Mar D’Argenti… ah, Mar. Siempre Mar. Su amiga. Su ancla. Su sombra a veces. Estaba apartada del resto, sentada sobre una heladerita de telgopor, abrazando una botella de cerveza tibia como si fuera un amante esquivo. Y la miraba. Clavándole la mirada a Selene desde la penumbra. Esa mirada. Espesa, oscura. De las que se usan para observar lo prohibido. Selene la esquivó, pero igual la sintió, como un roce sutil sobre la piel expuesta de su cuello. Hacía meses —quizás años— que sentía cómo ese anhelo turbio, depredador, se le adhería a Mar en los ojos. Mar tenía un fetiche, una fascinación erótica y oscura por lo que intuía que se escondía en Selene. La bestia latente. Y en noches como esta, cuando la atmósfera se cargaba y Selene se volvía más silenciosa, la mirada de Mar se volvía más hambrienta. Pero esta noche era distinto. Esa mirada ya no era solo curiosidad. Estaba teñida del mismo presagio que la luna escupía sobre la arena. Había algo pesado en el aire. Y entonces, los aullidos. Profundos. Guturales. Como salidos de gargantas que sabían de sangre y caza. Un coro que reclamaba un territorio que ya no era humano. —Che... ¿escuchan eso? —la voz de Maia fue un hilo tembloroso, su pañuelo rojo temblando atado a la muñeca, y la llama de su encendedor era una danza nerviosa mientras intentaba prender un cigarrillo que se le había humedecido. Un aullido largo. Grave. Desgarrado. No pedía, exigía. Reclamaba un espacio que ya consideraba propio. El vino que Abril sostenía en una copa de plástico se derramó sobre la arena, manchándola de un rojo que parecía sangre fresca. Selene se puso de pie en un solo movimiento fluido, el cuerpo respondiendo a un instinto más antiguo que su propia memoria. Cada músculo se tensó, una fiera que despierta del letargo al oler al cazador. Sus ojos azules se afilaron, las pupilas contrayéndose apenas, enfocando la negrura del bosque que limitaba la playa. Vio cómo Mar dejaba caer la botella, el vidrio contra la arena sonando como un hueso que se quiebra, un chasquido seco que cortó el aire y silenció la cumbia que sonaba del parlante. Y en la mirada de Mar, Selene no vio miedo. Vio anticipación. La de quien lleva media vida esperando que el monstruo finalmente salga de la jaula. De repente, el viento ya no olía a mar. Olía a encierro. A miedo viejo. Y a la promesa inminente de la carne. 🌑 🌘 🌗 Selene no se movió, pero todo en su interior se había afilado. Cada fibra de su ser, una cuerda de violín tensada al límite. Desde que llegaron a ese rincón olvidado de la costa, algo la llamaba desde abajo. Desde el barro primigenio que guardaba la memoria de todas las sangres derramadas, desde los huesos rotos de su clan, desde el eco de un aullido que era el suyo propio, pero de otra vida. Fue entonces cuando lo olió. Débil al principio, luego más fuerte, arrastrado por el viento. Un hedor a pelo mojado, a carne excitada y a esa ferocidad territorial que solo desprenden los machos de otro clan cuando marcan su terreno antes de la matanza. El clan de Elio. La certeza la golpeó en el estómago. Era tarde. Demasiado tarde para huir con todas ellas. Demasiado tarde para fingir. Una sombra inmensa, más oscura que la propia noche, cruzó el linde del bosque. Un movimiento fugaz entre los tamariscos, casi imperceptible para un ojo humano. El crujido de ramas secas rompiéndose bajo un peso que no era de este mundo. Un peso que aplastaba la inocencia. Y después… —¡Ayudaaa! El grito de Abril rajó la noche. Quebrado. Agudo. Definitivo. Un sonido que se astilló contra el cielo enfermo y quedó flotando en el aire salado. De esos que te advierten que la yugular ya ha sido expuesta, y la sentencia, firmada. La noche se preparaba para tragar algo más que secretos adolescentes. Se preparaba para reclamar carne fresca. Maia, movida por esa lealtad ciega y estúpida que florece en el terror más puro, salió disparada hacia la oscuridad, en dirección a la carpa de Abril. Mar se rompió por dentro, tropezó. El pavor petrificándola, a medias, los ojos fijos en la negrura insondable del bosque, la boca abierta en un grito silencioso. No era solo miedo lo que la paralizaba. Selene lo vio en la fracción de segundo en que se giró para buscarla: en los ojos de Mar había horror, sí, pero también una fascinación abyecta, la mirada del voyeur que finalmente presencia el acto prohibido que tanto fantaseó. —¡Mar! —le bramó Selene, la voz un gruñido bajo, animal—. ¡Movete, carajo! Pero Mar no respondía. Estaba anclada a la tierra, absorbiendo la escena con cada poro. Otro grito. Más desgarrado. Más animal. Ese fue el de Maia. Y después, el silencio definitivo. El que sigue a la muerte, cuando el último aliento se escapa y solo queda el eco nauseabundo de lo que ya no es. Selene no tuvo más opción. Soltó su mochila y corrió hacia Mar. La agarró del brazo con una fuerza casi inhumana y la arrastró, una presión de garras invisibles que casi le disloca el hombro. —¡Corré! —le ordenó, luchando contra la parálisis de su amiga. Mar finalmente reaccionó, tropezando, con un sollozo ahogado escapando de sus labios. Corrieron a ciegas. Y los aullidos ahora eran un coro triunfal. Una sinfonía macabra. Se detuvieron en la oscuridad de unos médanos, jadeando, el olor denso y metálico de la carnicería llegando hasta ellas. Selene miraba hacia el campamento, hacia el lugar donde sus dos amigas acababan de ser borradas del mundo. Y la loba adentro, la que llevaba años domesticando a base de rutina y negación, se desperezó con un gruñido sordo, hambrienta, irritada por la lentitud de las humanas que la rodeaban.«No entienden», pensó. «No van a entenderlo hasta que los dientes les rocen el cuello.» El instinto le gritaba que siguiera, que se perdiera en la noche, que salvara su propio pellejo, que desapareciera. Pero la Alfa dentro de ella, la heredera del clan Maris, se negó. No podía huir. No podía dejar a su manada rota, a sus caídas sin vengar. Se quedó inmóvil detrás de un médano. Hasta que la lealtad, ese vicio estúpidamente humano que aún le quedaba, la hizo regresar. —Esperá acá —le ordenó a Mar, soltándola con brusquedad junto a un montículo de arena y tamariscos resecos. La voz de Selene ya no tenía matices humanos. Era plana, fría, el sonido del acero contra la piedra—. No te muevas. No hagas ruido. Mar asintió, temblando, incapaz de articular palabra, los ojos como dos pozos de pánico. Selene no esperó a ver si obedecía, no podía seguir arrastrando a una Mar catatónica, que era poco más que un peso muerto de sollozos y tropiezos. Y sin esperar a ver si obedecía, se dio media vuelta. No para huir. Para volver. Para cazar. Para enfrentar a los que le habían quitado todo. Iba a mostrarles, a ellos y a la luna roja que la observaba, lo que olía de verdad la sangre. La suya. O la de ellos. Daba igual.La cabaña se convirtió en una sala de tribunal. El fuego de la chimenea era la única luz, proyectando sombras largas y danzantes que se retorcían en las paredes como los fantasmas de las verdades que estaban a punto de ser exhumadas. Elio, atado a la silla, era el acusado. Selene, sentada frente a él, la fiscal. Y Florencio, de pie junto a la puerta, el fusil en una mano, era el jurado y el verdugo, todo en uno.—Leonardo Lombardi —comenzó Selene, su voz cortando el silencio, sin preámbulos—. Hablame de él. Del pacto con mi padre.Elio soltó una risa seca, un sonido áspero que resonó en la quietud.—¿El pacto? Era una rendición. Tu padre, el gran Alfa "sabio" de los Maris, estaba asustado. Asustado del futuro. Asustado de nuestro poder creciente. Vio el mundo humano, su tecnología, sus números… y en lugar de luchar, decidió arr
La noche que siguió al regreso no trajo el descanso, sino una nueva forma de insomnio. La cabaña, que había sido testigo de sus secretos más íntimos, se había convertido en una celda de alta seguridad para un único y terrible prisionero. Elio, atado a la silla en el centro de la sala, era un sol negro, un pozo de gravedad que absorbía toda la luz, todo el aire, toda la paz.Habían acordado turnos de guardia. El primero era de Florencio.Se sentó en el sillón de cuero, a unos metros de distancia, con el fusil de asalto descansando sobre sus rodillas. No por miedo a que escapara —las cuerdas de nylon y los nudos de Selene eran una obra de arte de la contención—, sino porque la simple presencia del arma era un ancla, un recordatorio de un mundo que él entendía, un mundo de física y de fuerza bruta.Observaba a Elio. Lo estudiaba con la fascinación desapasionada de un científico frente a una anomalía que desafía todas las leyes conocidas. Su mente se negaba a aceptar la "magia". Buscaba l
El viaje de regreso a la cabaña fue un descenso a un nuevo tipo de infierno. El silencio dentro del vehículo era más pesado que el de cualquier vigilia. Era el silencio del después, el que sigue a una victoria que no sabe a triunfo, sino a complicación. En el maletero, el cuerpo inconsciente de Elio era una presencia que lo impregnaba todo, un peso muerto que era a la vez un trofeo y una condena.Selene miraba por la ventana, pero no veía el bosque. Veía el rostro de Elio, despojado de su arrogancia, vulnerable. La verdad que le había arrojado, esa historia sobre la traición de sus padres, era un veneno que le recorría las venas, reescribiendo cada certeza sobre la que había construido su vida. Odiarlo era fácil. Entenderlo… era una traición a sus propios muertos.Florencio conducía con una rigidez casi robótica. Su mente de estratega estaba en cortocircuito. Ten
El aullido agónico de Elio se extinguió, reemplazado por el gemido ominoso de la montaña que se quejaba sobre sus cabezas. El poder desatado, tanto el de Elio como el de Mar, había herido la estructura misma de la cueva. El suelo temblaba, y una lluvia fina de polvo y pequeñas rocas comenzó a caer del techo agrietado. Selene no tuvo tiempo de saborear su victoria. Se quedó de pie sobre el cuerpo inconsciente de Elio, atrapado en el pozo de lodo, y una decisión imposible la paralizó por un instante. ¿Lo dejaba ahí? ¿Lo dejaba morir, sepultado bajo toneladas de roca, el final que se merecía? ¿O cumplía con el antiguo código de los Alfas, que dictaba que un enemigo vencido en un duelo honorable no debe ser abandonado a una muerte indigna?—¡Selene! ¡Salí de ahí! —la voz de Florencio en su auricular era un latigazo de urgencia—. ¡La cueva se viene abajo! ¡Giménez dice que los temblores se sienten a un kilómetro a la redonda! La lógica le gritaba que corriera. Que salvara su propio pel
El aullido de Selene no fue un simple sonido. Fue una onda de choque, una declaración de guerra que sacudió los cimientos de la cueva y se derramó por el valle silencioso. Elio, sorprendido por la audacia, por la pura potencia de esa llamada, vaciló por una fracción de segundo. Sus instintos de Alfa reconocieron el desafío, la reclamación de territorio. Y en esa mínima pausa, el mundo exterior respondió.Desde el risco, a un kilómetro de distancia, Mar sintió el aullido no en sus oídos, sino en su piel. Fue la señal. La orden. Cerró los ojos, no buscando un recuerdo feliz, sino la imagen del rostro humillado de su madre, el desprecio de su padre, el asco en los ojos de Selene la noche que la expulsó. Recolectó cada gota de dolor, de rabia, de resentimiento. Y lo convirtió en un arma.—Ahora —susurró, y la palabra fue un trueno silencioso
El descenso por la ladera de la sierra fue una meditación en movimiento. Selene se movía con una fluidez que era más animal que humana, sus pies desnudos encontrando apoyo en la roca y la tierra como si fueran una extensión de sus propios sentidos. El aire aquí era diferente al de la costa. Olía a piedra fría, a musgo húmedo y a un poder antiguo y estancado. Y debajo de todo eso, el olor inconfundible de su presa: el hedor a sangre luisón, a orgullo herido y a una rabia que parecía impregnar la tierra misma.Mientras se acercaba al valle de las cuevas, la fauna del bosque enmudecía. No había grillos. No había el ulular de las lechuzas. Solo un silencio pesado, expectante. El territorio de un Alfa. Todos los demás depredadores sabían que debían guardar silencio en presencia del rey.Desde el risco, Florencio seguía su avance a través del visor t&eacu
Último capítulo