Mundo ficciónIniciar sesión¿Cansada de héroes perfectos? ¿Buscás un amor que muerda, que arañe, que te deje sin aliento? Él es el hombre que ha jurado exterminar a tu especie. Y vos sos la loba arruinada que ha caído en su cama. La venganza exige su sangre, pero tu cuerpo exige su piel. En esta jaula de deseo y secretos, la única pregunta es: ¿quién devorará a quién? En una Argentina salvaje, Selene Maris es la última Alfa de un clan de licántropos masacrado. Herida por una bala de plata que le ha robado su poder, es rescatada por el hombre que encarna todo su odio: Florencio Lombardi. Él es un gobernador dominante, un político despiadado con una misión: limpiar el país de las "bestias" que, según él, mataron a su padre. No sabe que la mujer desnuda y temblorosa que ahora protege es la criatura que más desea aniquilar. Forzados a una convivencia claustrofóbica, su mutua desconfianza se convierte en una atracción animal. Este es un viaje de odio al amor, una historia de amor prohibido donde cada mirada es una batalla y cada roce, una promesa de rendición. Atrapados entre la venganza que les exige su sangre y la pasión que les consume el alma, Selene y Florencio deberán decidir si son enemigos mortales o dos almas rotas destinadas a encontrarse en el infierno. Mientras una guerra de clanes y conspiraciones políticas se desata a su alrededor, Selene deberá enfrentarse a la verdad más aterradora: ¿puede consumar su venganza sin entregar su corazón? ¿O descubrirá que la verdadera bestia no es la que aúlla a la luna, sino la que duerme a su lado?
Leer másEl hedor a pólvora, a carne quemada y a esa plata que le perforaba el alma, era el primer mapa que Selene intentó leer. Abrió los ojos, pero solo encontró la oscuridad. No la oscuridad cálida y familiar de la tierra bajo la luna, sino una noche áspera, cargada de un aliento foráneo que le arañaba la garganta y la piel. La conciencia regresaba a ella como una marea helada, trayendo consigo el eco de gritos, el sabor metálico de la sangre propia y ajena, y la imagen difusa de una figura alta, imponente, que se había alzado sobre ella en medio del caos. Ese hombre. El que la había arrancado de la masacre, de la muerte misma, para arrojarla a esta nueva prisión.
Sentía su cuerpo como un amasijo de huesos rotos y músculos desgarrados, un lienzo mutilado donde cada cicatriz reciente era un grito mudo. La bala de plata, la que sabía que aún se alojaba en algún lugar de su costado, era un fuego lento que le consumía las entrañas, robándole el aliento, la fuerza, y lo más preciado: su conexión con la luna. Miró por la ventanilla empañada, si es que esa mancha oscura y turbia podía llamarse así. Los árboles danzaban en una hipnótica y amenazante danza, siluetas desdibujadas por la velocidad del vehículo y la bruma que se pegaba al cristal. A dónde la llevaba ese hombre, a qué rincón olvidado de la provincia la arrastraba, era un misterio más denso que la noche misma. Un respingo de dolor le recorrió el costado y apretó los labios para no gemir. La humillación era tan punzante como la herida. Ella, Selene Maris, la Alfa de un clan que ahora solo era cenizas esparcidas por el viento, reducida a un despojo tembloroso, a un paquete de carne herida que otro transportaba a su antojo. El solo pensamiento le inyectó una dosis de furia helada en las venas, un combustible antiguo que se negó a extinguirse, incluso en su estado de extrema debilidad. Pero la ira no era suficiente. Sin su forma loba, sin su conexión con la tierra, sin el mar para sanarla, era solo una mujer. Una mujer herida, sí, pero con el corazón de una loba y la mente de una estratega. La supervivencia era ahora su única ley, y usaría cualquier recurso a su alcance para lograrla. Incluso a él. El hombre, a su lado, conducía en un silencio espeso, el rostro sombrío iluminado a intervalos por la luz del tablero del coche. Los músculos de sus brazos se tensaban y relajaban con cada giro del volante, un estudio de fuerza contenida y control. Olía a cigarrillo, a sudor viejo, a esa colonia cara que intentaba en vano disimular un tufo más profundo, más animal: el de un depredador que había estado cazando. O el de uno que había estado a punto de ser cazado. Selene lo observó de reojo, sus sentidos, aunque mermados, aún lo suficientemente agudizados para captar los matices invisibles. No era un hombre común. Eso lo supo desde el momento en que sus ojos se encontraron por primera vez sobre la sangre y la arena. Había algo en su mirada, una autoridad implacable, una calma bajo el caos, que gritaba "peligro". Un león en la piel de un hombre. Recordó el instante del "rescate". No había sido un acto de piedad. Había sido una toma de posesión. Él la había recogido del suelo como si fuera un trofeo, o una evidencia, sujeta con una brutalidad calculada. Su aliento, caliente y denso, le había rozado la nuca, y un escalofrío que nada tenía que ver con el frío la había recorrido. "¿Quién sos?", había preguntado su voz, un gruñido bajo que reverberaba en su pecho. Ella, con la garganta seca y el miedo helándole las entrañas, había murmurado el primer nombre que le vino a la mente, un apodo que susurró entre los dientes, como si el viento pudiera llevarse la mentira y dejar solo la verdad: "Luna". Una mentira dulce, casi inocente, pero nacida de la más profunda desconfianza. Un escudo. Él no había dudado. Simplemente había asentido, sus ojos oscuros fijos en los de ella, como si estuviera leyendo las verdades detrás de sus mentiras. Ahora, mientras la camioneta se adentraba en un camino de ripio, el traqueteo era el único sonido que rompía el silencio. La temperatura dentro del vehículo era fría, pero la presencia de ese hombre irradiaba un calor seco, una intensidad que llenaba el espacio y le oprimía el pecho. Su instinto le gritaba que escapara, que se lanzara por la puerta en movimiento, que se perdiera en el bosque, aunque supiera que era una sentencia de muerte en su estado actual. Pero su mente, fría y calculadora, le recordaba que no podía. Que era inútil. No solo sus heridas la inmovilizaban, sino la sospecha de que la bala de plata aún la debilitaba, consumiendo su esencia, ahogando los aullidos de su loba interna. «Si él me salvó, tiene un motivo», pensó, apretando las mandíbulas. «Los humanos no arriesgan sus vidas por desconocidos sin una razón». Era una verdad cruda, arraigada en siglos de desconfianza mutua. Él la quería para algo. Y ella, por ahora, lo necesitaba para sobrevivir. Una alianza profana, no escrita, forjada en la sangre y el engaño.El jardín secreto bajo el hielo se llenó de un silencio cargado de reencuentros imposibles. Selene estaba de pie, ya no como una fugitiva o una guerrera desesperada, sino como una reina en su corte, su presencia iba llenando el espacio con una autoridad tranquila y absoluta. Mar, superado el shock inicial, corrió hacia ella y la abrazó, un abrazo torpe, desesperado, lleno de meses de culpa y de una alegría que no creía merecer.—Sely… creí… creímos que estabas muerta —sollozó contra su hombro.Selene le devolvió el abrazo, una mano en su cabello.—Los lobos somos difíciles de matar, Mar —dijo, con su voz suave, pero con un matiz de acero—. Y las lobas marinas, al parecer, también.Se separaron. Y fue entonces cuando los ojos de Selene se posaron en la tercera figura del grupo, el humano que se había mantenido en silencio, observan
El Antonov era una bestia de metal soviético, un dinosaurio de la Guerra Fría que rugía contra el cielo nocturno de la Patagonia. El interior no era de lujo; era un vientre de carga funcional, frío y con el olor a combustible y a metal. Estaban los cuatro solos en la inmensidad de la bodega: Elio, Mar, Julio y Cata, que había sido sedada suavemente para el viaje, durmiendo en un rincón envuelta en mantas térmicas. Elio estaba de pie, con los brazos cruzados, mirando por una de las pequeñas ventanas. Abajo, la tierra había desaparecido, reemplazada por un océano oscuro y embravecido. Se sentía extrañamente fuera de lugar. Un ser de tierra y de bosque, suspendido en el aire, volando hacia un continente de hielo. La vulnerabilidad de la situación, depender de la maquinaria humana, de los pilotos de Blandini, le irritaba. Mar estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, en un estado de meditación profunda. No intentaba controlar el agua. Intentaba no sentirla. La inmensidad del
El mapa de la Antártida se quedó en la pantalla, una herida blanca y desolada en la oscuridad del estudio. La revelación de la Estación Vostok no trajo consigo un plan de acción, sino un silencio pesado, abrumador. La escala de la operación de Leonardo, su audacia para esconderse en el lugar más remoto e inhóspito de la Tierra, era la de un dios o la de un loco. Y ellos, una manada rota de monstruos y humanos, tenían que encontrar la forma de asaltar ese Olimpo de hielo. —Es un suicidio —dijo Blandini finalmente, rompiendo el silencio. Su voz, normalmente tan segura, estaba teñida de una incredulidad que no podía ocultar—. Estamos hablando de una base internacional en territorio antártico. Es una fortaleza militar, no una estancia. No podemos simplemente aparecer ahí. —No tenemos que aparecer. Tenemos que infiltrarnos —respondió Julio, su mente ya estaba trabajando en las posibilidades tácticas—. La base necesita suministros. Vuelos logísticos. Relevos de personal científico. Ahí est
La aparición de Julio Mesinas en el estudio de Blandini no fue la de un guardaespaldas. Fue la de un erudito entrando en una biblioteca. Se movía con una calma académica que contrastaba brutalmente con la tensión depredadora de la habitación. No miró a Elio con miedo. Lo miró con una curiosidad fría, casi analítica, la de un biólogo frente a una especie rara y peligrosa. —Blandini, veo que has encontrado a los especímenes más interesantes —dijo Julio, su voz tranquila, pero con un filo de acero debajo—. Pero me parece que estás jugando a un juego cuyas reglas no terminás de comprender. —Julio, mi joven y brillante asesor en "asuntos anómalos" —respondió Blandini con una sonrisa untuosa—. Siempre tan oportuno. Te presento a Elio Aurelius, rey de los caídos en desgracia. Y a Mar D'Argenti, la reina del agua con sal. Elio gruñó ante el insulto, pero la presencia de Julio lo mantenía a raya. Había algo en ese humano, en su falta de miedo, que lo desconcertaba. —¿Asesor? —preguntó Mar.
El "laboratorio digital" de Blandini no era una sala de hackers en un sótano oscuro. Era una suite en el ala oeste de la estancia, un espacio de paredes blancas y tecnología de punta que contrastaba brutalmente con la decoración rústica del resto de la casa. Monitores curvos del tamaño de ventanas, servidores que zumbaban silenciosamente y una conexión de fibra óptica directa a los centros de datos más seguros del mundo. Era el arsenal de un general del siglo XXI.Mar entró en la habitación y sintió una oleada de poder que era diferente a la de su magia elemental. Era el poder de la información. Pura. Fría. Absoluta.Blandini la dejó sola. "Todo tuyo, Reina del Agua", le había dicho con esa sonrisa suya que era a la vez una concesión y una advertencia. "Mis analistas están a tu disposición si los necesitás. Pero el océano es t
La casa de seguridad de Nicolino Blandini no era una cabaña en el bosque ni un penthouse con vistas a la ciudad. Era una estancia fortificada en el corazón de la provincia de Buenos Aires, un búnker de lujo disfrazado de casco de estancia tradicional. Muros altos, cámaras de seguridad ocultas en árboles centenarios y un personal que se movía con la eficiencia silenciosa de guardias de prisión. Acá, el Cama-león no era el político sonriente. Era el señor feudal. Elio y Mar fueron conducidos al estudio principal, una habitación revestida en cuero oscuro y madera de roble que olía a poder y a tabaco de habanos. Blandini los esperaba sentado detrás de un escritorio inmenso, una copa de coñac en la mano, sus ojos pequeños y astutos evaluándolos. —Bienvenidos a mi humilde hogar —dijo con una sonrisa que no llegó a sus ojos—. Espero que el viaje haya sido… estimulante. —Ahorrate la hospitalidad, Blandini —respondió Elio, que se había quedado de pie en el centro de la habitación, como una b
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