La madrugada arrancó a Selene varias veces del sueño. Fragmentos de Abril. De Romi. De Mar. Y esa certeza áspera de no saber dónde estaba la última.
El pecho le ardía. No solo la herida, sino la rabia. La pena. Y esa culpa tibia e incómoda de seguir respirando. Un zarpazo en el sueño la despertó de golpe. Un espasmo, como si algo la hubiese desgarrado desde adentro. Abrió los ojos. La boca seca. El ardor en el costado. Por un instante quiso creer que seguía muerta. Pero no. El dolor era demasiado real. La bala seguía ahí. Como un latido ajeno dentro suyo. Como una herida con voz propia. Cicatrizando a una velocidad imposible. Parpadeó, desorientada. No había paredes conocidas, ni música baja, ni voces de amigas riéndose entre carpas. Solo el olor a sal, a tierra mojada, a sangre reseca, impregnándolo todo como una segunda piel. Y entonces los recuerdos. El fuego agitándose en la playa. Los aullidos. El grito desgarrado de Abril. El cuerpo abierto sobre la arena. Los ojos fijos en un cielo sucio que no respondía. Esa escena no iba a borrarse jamás. Romi corriendo hacia los árboles, un pañuelo rojo cayendo de su muñeca. Después… nada. Solo aullidos. La carrera desesperada. La pendiente. El golpe contra la arena mojada. Y la oscuridad. El pecho le dolió. Selene apretó los dientes. Cada músculo reclamó terminar lo que había empezado. Esa parte animal que había querido salir y había quedado a medio camino. La transformación inconclusa. Como una puerta abierta que gritaba por completarse.«No terminé de volver», pensó. Y ese pensamiento dolió más que la bala de plata. Florencio no sabía lo que había interrumpido. Todavía. Y eso era un problema. Porque un tipo como él, con balas de plata, con esa mirada de cazador hambriento, no solía dejar cabos sueltos. Ni mujeres sueltas. La rabia se mezclaba con algo sucio, viscoso. La culpa. Y peor: el alivio. Porque estaba viva. Y eso era insoportable. Se incorporó despacio, los huesos pesados. Caminó hasta un espejo sucio y torcido. El cuerpo dolía, pero ya conocía ese ardor. Frente al espejo se miró. La imagen que la devolvía no era completamente humana. Cabello revuelto. Piel marcada y sucia. Ojos extraños. Se levantó la manta. Miró su costado. La herida seguía allí. Roja. Casi brillante. Apenas cicatrizada, lo justo para recordarle que estaba viva por error. Que alguien había querido matarla. Y que ella no había muerto. Se tocó. Con la punta de los dedos. Con cuidado. Tembló. El ardor fue inmediato. No lloró. No maldijo. Solo respiró. Deseó que todo fuera mentira. Que Abril siguiera riendo junto a la fogata. Que Mar y Romi no estuvieran perdidas, muertas… o quién sabía dónde. Que ella misma no fuera… eso. Pero la carne no miente. La piel habla. Y su cuerpo tenía una historia escrita en marcas y pulsaciones que no podía ignorar.🌑 🌊 🐾
El chirrido de la puerta cortó el aire.
Florencio. Entró con su andar seguro. Con esa destreza insolente de los que sobreviven matando cosas en las que no creen. Barro en las botas. El aroma a pólvora fresca que lo seguía como un aura. La expresión dura de quien ya te conoce desnuda aunque no te haya tocado. —Seguís viva —dijo, sin sorpresa. —Para decepción tuya. —Doce horas durmiendo —gruñó. Sonaba a reproche. Selene no respondió. Se siguió mirando en el espejo. Como buscando algo que no terminaba de aparecer. —Tenés suerte —agregó él—. La bala no fue al corazón. Ella lo miró de reojo. Como se mira a un depredador al que todavía no decidiste si morder o suplicar. —No me parece un consuelo —susurró. Se acercó. Sacó un frasco de vidrio oscuro de su bolso. —Esto va a ayudarte. Antiséptico natural. También analgésico. La herida… Ella lo apartó. —Sé cómo curarme sola. —Entonces hacelo. Pero primero vestite. Le tendió una bolsa de tela. Selene se la arrancó de las manos con una brusquedad innecesaria. —No es mucho. Algo mío. Lo más limpio que encontré. El olor de las prendas era inconfundible. Cuero, madera, pólvora… y a él. Selene revisó. Un pantalón viejo de algodón. Una camisa grande de hombre. Nada más. —¿Dónde está mi ropa? —Quemada. Tenía sangre, barro… y mucho olor a bosque. Selene bufó. —Gracias —dijo sin tono. Sin amabilidad. Florencio sonrió, apenas. No por cortesía. Sino porque reconocía algo. —No sé qué hiciste anoche. Pero no sos como las otras. Selene se giró, sin cubrirse. —¿Otras? —Las víctimas. Ella avanzó un paso. —¿Y vos qué sos? —¿Salvador o verdugo? Eso depende de quién seas vos. Se quedaron quietos. Frente a frente. Florencio la recorrió de arriba abajo. —No corriste. No gritaste. Y estabas desnuda cuando te encontré. Selene sonrió sucia. Dolida. —¿Y eso qué prueba? —Que o estabas lista para morir… o para algo peor. Florencio dio un paso. Selene se quedó inmóvil. Y volvió a sonreír. Rota. Peligrosa. Lo miró como se mira a un animal salvaje que podría atacarte… o dejarte viva. —Tenés una forma extraña de cuidar a una víctima. Florencio no se rió. —Yo no cuido víctimas. Las uso para entender al enemigo. Ella ladeó la cabeza, afilada. —¿Y qué soy yo, entonces? —Todavía no lo sé —Florencio bajó la mirada a sus piernas—. Pero me intriga más de lo que debería. Selene sostuvo la mirada un largo instante. La tensión en esa habitación era una cuerda a punto de romperse. Sacó la ropa de la bolsa. Se cambió despacio. Cada músculo recordaba. Cada fibra la traicionaba. El dolor mordía, pero ya no importaba. Florencio la miró un largo rato. Como si intentara entender en qué categoría ubicarla. —¿No vas a mirar para otro lado? —ironizó ella. —¿Tenés algo que ocultar? Selene lo sostuvo. Pupilas estrechadas. —Todos tenemos algo. Lo importante es cuánto dejamos ver. Florencio no se rió. —Vos no sos una simple mujer. Selene se levantó despacio. La manta cayó. Cada movimiento una declaración. Como si ponerse ropa fuera una provocación ritual. La tela olía a él. Florencio esperó tras la puerta, como una sombra cargada de intenciones. Selene se deslizó en la camiseta ancha. Se calzó el pantalón. Sin apuro. Sin disimulo. Sabiendo que él seguía afuera. Que la escuchaba. Que la imaginaba. 🌑 🌊 🐾 Muy lejos, entre los árboles, una figura femenina corrió hacia el mar. Cabello castaño desordenado. Azul en las puntas. Y la luna la siguió como una maldición personal.El ruido de la puerta al abrirse fue seco, cortante. Selene no se dio vuelta. Ya había sentido su olor antes de que cruzara el umbral. Madera, cuero, pólvora vieja y hombre. Ese aroma denso que quedaba en la garganta como una amenaza.Camisa blanca arremangada, manchada de hollín y sangre vieja. Borcegos embarrados. Anillo dorado en el dedo. El pelo desordenado como una melena de león. Y ese perfume maldito a cuero, pólvora y poder sucio.Florencio.Entró como si la cabaña fuera suya y ella no fuera más que un mueble torcido dentro de ella. Con la naturalidad de quien ya te conoce desnuda. Aunque no te haya tocado.Cargaba un bolso y traía una bolsa de tela. El cabello revuelto. La camisa arremangada hasta los codos. Manchada de hollín. Pantalón negro. Cinturón de cuero. El anillo dorado brillando bajo la luz grisácea como un testigo mudo.—Doce horas durmiendo —gruñó, sin molestarse en disimular el tono de reproche.No había preocupación en su voz. Era un reproche envuelto en tono ca
Florencio dio un paso.—Tenés fiebre —sacó un frasco de vidrio oscuro de un bolso y se acercó a ella—. Esto va a ayudarte. Antiséptico natural. También analgésico. La herida…Selene lo alejó de un empujón.—Sé cómo curarme sola.—Entonces hacelo. Pero primero vestite.Le tendió la bolsa de tela. Selene se la arrancó de las manos con una brusquedad innecesaria. La abrió. Un pantalón viejo de algodón. Una remera gris masculina. Nada más.—No es mucho. Algo mío. Lo más limpio que encontré.Ropa de hombre. Ropa que olía a él.—¿Dónde está mi ropa?El olor de las prendas era inconfundible. Cuero, madera, pólvora, sal… y algo más.Él.—Quemada. Tenía sangre, barro. Olor a bosque, lobos.Selene soltó un bufido.—Gracias —dijo, sin tono.No lo miró.Florencio sonrió, apenas. No por amabilidad. Sino porque reconocía a su propia especie. No a una mujer, sino a alguien como él. Alguien con colmillos guardados.—No sé qué carajo hiciste anoche —murmuró él—. Pero no sos como las otras.Selene se g
Cuando Selene abrió la puerta, encontró a Florencio de pie, apoyado contra la pared del galpón, mirando hacia el mar.—¿Dónde estamos?—Zona de médanos, al sur. Galpón pesquero abandonado. Lo usé más de una vez.—¿Para esconder cuerpos?—Para salvar vidas —respondió él, sin inmutarse.Silencio.Florencio dio un paso hacia ella. Selene se tensó. Él lo notó.—Podés relajarte. No voy a tocarte.—Ya lo hiciste.—Solo lo justo.—A veces, lo justo también deja marcas.Florencio sonrió, apenas. Levemente.—Tenés frases peligrosas para estar herida.—Y vos, ojos suaves para ser un asesino.Él la miró, sin perder la calma. Pero algo en su mandíbula se tensó.—¿Sabés lo que eran esas cosas anoche?Selene no bajó la guardia.—¿Y vos?Florencio suspiró.—Lobos —dijo él—. Pero no comunes. Luisones, los llaman quienes creen en eso. Hombres-lobo. Bestias híbridas. Criaturas malditas. Para mí… solo eran lobos. Pero muy grandes.Selene lo observó con una mezcla de sorpresa y alarma. Disimuló el temblo
La linterna temblaba en la mano de Mar D’Argenti, agotada, con las pilas agotándose y el viento de la costa mojándole el rostro. Cada paso sobre la arena húmeda era un eco de lo que ya no estaba. La niebla de la madrugada apenas le permitía ver a unos metros, y el aire olía a madera quemada, a sal… y a algo más. Un olor terroso, metálico, que se le adhería a la garganta. La playa, donde horas antes había risas, cervezas y música baja de parlante, ahora era un cementerio invisible. La fogata se había extinguido hacía rato. Las carpas estaban desgarradas, los objetos desperdigados como si un animal furioso hubiera pasado devorando historias. Mar no llamó. No gritó. El cuerpo sabía antes que la cabeza. Sabía que la noche se había llevado todo. Agachada, entre ramas partidas, descubrió rastros. Marcas profundas en la tierra húmeda. Zarpazos en la corteza de un árbol. Y entre las piedras, la prenda. Una bombacha negra. Rasgada. Húmeda. Olor a Selene. La alzó. Se la llevó al rostro. La
La linterna se había quedado sin pilas. Mar D’Argenti avanzaba en la oscuridad como un animal herido, guiada solo por el olor. A sangre. A pólvora. A bosque húmedo. La arena mojada se le metía entre los dedos. El viento le pegaba mechones de pelo suelto a la cara. Tenía las manos arañadas de tanto apartar ramas y espinas. La boca seca. Y en el corazón golpeando como una cosa rabiosa. El mismo desde que había visto aquel charco de sangre junto a la fogata arrasada. No había gritado. No había buscado ayuda. La búsqueda de Selene era suya. De nadie más. Había caminado durante horas buscando rastros, entre carpas arrasadas, gritos a medio tragar, y cuerpos que ya no estaban. Se agachó y tocó la tierra, como una reverencia casi absurda. Vio un rastro. Sintió un olor. Siguió caminando. Encontró más huellas. Dos tipos de marcas: unas descalzas, pequeñas, de mujer. Otras de borcegos. Un rastro que contaba una historia muda. Selene no estaba sola. Y no había muerto. Mar tragó
Esa noche, Mar se agazapó tras unos arbustos. Se coló entre los médanos.Y entonces, entre las sombras, la vio.Una cabaña baja. De madera gris, al borde del terreno olvidado por el Estado. Una casa rota por el tiempo y por las cosas que había visto.Vio la camioneta.Y en la galería… colgada como una bandera íntima, una camisa blanca de hombre.🌑 🌊 🐾El galpón apenas iluminado desde dentro. Las rendijas dejaban escapar franjas de luz amarilla. El sonido de una taza golpeando madera. Voces bajas.Vio la camisa de Selene colgada en el porche.Y supo que estaba ahí.Su amiga estaba viva.Pero no sola.Mar no se acercó. No tocó. No llamó.Se quedó mirando desde la oscuridad. El cuerpo tenso. La mano acariciando la bombacha guardada en el bolsillo.El instinto se le agarró al pecho como un animal rabioso. No hizo falta que se acercara. Desde la sombra, invisible, vio a Selene cruzar la cocina. Cabello oscuro suelto, camisa de hombre, piernas desnudas. Ese cuerpo que había mirado de re
La noche en la cabaña se espesaba como alquitrán. No era un silencio quieto. Era un silencio expectante, cargado, casi animal. Selene no lograba dormir.Estaba tendida en una cama que no le pertenecía, con sábanas ásperas que olían a hombre y madera vieja. Afuera, el crujido ocasional de las ramas se mezclaba con el siseo lejano del mar. La chimenea crepitaba en la sala contigua. Sabía que Florencio estaba despierto también. Lo sentía. Como un calor al otro lado del muro. Como si su aliento fuera suficiente para encenderla incluso sin tocarla.Se revolvió entre las sábanas. La camisa blanca que él le había prestado se le pegaba al cuerpo. No llevaba ropa interior. La tela le rozaba los pezones endurecidos. Cada roce era un estímulo involuntario, inevitable. Su cuerpo estaba en alerta, pero no por miedo.Era algo más primitivo.Deseo contenido. Furia convertida en tensión. Un llamado que nacía desde adentro y que ni siquiera la luna podía explicar.Se levantó, descalza, y caminó hasta
A la mañana siguiente, el mar estaba calmo, pero el cielo seguía plomizo. Florencio despertó con el cuerpo tenso y la mente agitada.Soñó con Selene. Soñó que se transformaba. Que lo montaba como una loba. Que le arrancaba el pecho con las uñas.Y aún así, él acababa dentro de ella. Gritando su nombre. Gozando el peligro.🌑 🌊 🐾Selene estaba ya vestida cuando él salió al comedor.Leía un libro. No parecía haber dormido.—Voy a salir —dijo ella.—¿A dónde?—A buscar lo que perdí.—¿Qué?—Parte de mí.—¿Querés que te acompañe?—No.Florencio se acercó.—¿Y si no volvés?—Entonces vas a tener que cazarme.Ella salió. Cerró la puerta con un empujón suave.Florencio quedó inmóvil, con el deseo colgándole del cuerpo como una pregunta sin responder.🌑 🌊 🐾Mar la siguió.A distancia.Como una sombra. Como una perra fiel. Como una mujer enamorada hasta lo enfermo.La observó caminar por la playa, meterse entre las piedras, agacharse y tocar la tierra. La vio llorar en silencio. La vio sa