005. El Aroma de la Duda

Selene, a centímetros de él, sintió el aliento caliente en su rostro, el olor a pino, a hombre, a poder. La herida quemaba, sí. El cuerpo dolía, cada fibra protestando bajo la tensión. Pero la loba herida en el fondo sintió un tirón. No de miedo, no de sumisión. De algo parecido al desafío. O al hambre. Estaban en un punto de quiebre. En el filo de una navaja. Y Selene supo, en ese instante suspendido en el aire denso y cargado, que la respuesta a su pregunta podía abrir una puerta peligrosa. O cerrarla para siempre, condenándolos a ambos.

«Tocáme. Atrevete», fue el grito silencioso que solo ella escuchó en su mente, un desafío que no verbalizó, pero que pulsaba en cada latido de su corazón, en cada fibra tensa de su cuerpo. Lo probaba. Quería ver hasta dónde llegaría su audacia o su miedo.

Florencio, el pragmático, el hombre de ciencia y razón, el que se negaba a creer en lo inexplicable, se quedó callado por un segundo. Sus ojos la escrutaron de nuevo, buscando algo en su rostro contraído, en el brillo plateado de sus cicatrices, algo que desmintiera lo que sus propios sentidos le gritaban.

—Hay cosas que… simplemente no deberían existir, que perturban el orden natural —dijo, la voz más áspera ahora, luchando contra una verdad que lo desafiaba—. Y quiero saber qué m****a sos vos, Luna. Porque una mujer normal no sobrevive a lo que vos sobreviviste ahí afuera. Y mucho menos reacciona como vos lo hacés. No tenés el miedo que deberías tener —el veneno de la jaula, la promesa de la muerte, se había lanzado.

—¿Y si no quiero responder? —respondió ella, alzando la barbilla, sus ojos sin parpadear—. Ya te lo dije. No me acuerdo de todo. El shock…

No era una mentira, no del todo, pero era un escudo, una barrera que no estaba dispuesta a derribar, no con él, no ahora.

—El shock no explica por qué me recordás con tanta claridad las "balas de plata" —replicó él, su voz cargada de una frustración creciente. La provocación fue sutil, pero clara. Una forma de recuperar terreno, de demostrar que el fuego dentro de ella, aunque debilitado, no se había extinguido. La máscara del político había vuelto, más dura, más fría, el rostro pragmático del estratega que no se permitía la confusión.

Finalmente, después de un silencio denso y cargado, Florencio bajó su mano. El fantasma de su toque rozó el brazo de Selene, apenas un roce, pero la piel de ella se erizó al instante, una corriente eléctrica que le recorrió el cuerpo entero. Él sintió la reacción, la vio en la forma en que los pezones de ella se endurecieron aún más, en el leve temblor que le sacudió los hombros. Ella era un enigma, un fuego bajo el hielo, y eso lo volvía loco.

—No te tengo miedo —mintió él, su voz apenas un hilo de aire, un desafío más para sí mismo que para ella. La cercanía era abrumadora, la mezcla de su olor y el de la sangre seca en la piel de Selene, un coctel que embriagaba y amenazaba.

—Entonces tocame de verdad —le susurró ella, la voz cargada de veneno y deseo, un desafío más profundo que cualquier palabra—. Tocá la herida. Tocá a la bestia. A ver si te animás —era una prueba, una invitación a la transgresión, una ventana a la locura que ambos sabían que se agitaba entre ellos. La guerra ya no era solo de supervivencia, era de piel, de voluntades, de un deseo prohibido que se negaban a nombrar.

Florencio se irguió, rompiendo el círculo de tensión que los envolvía. El aire en la cabaña era denso, pesado, cargado de un resentimiento mudo y de un poder herido. Él se apoyó contra el marco de la puerta, cruzando los brazos, un muro inquebrantable. Ya no era el protector. Era el carcelero que acababa de reafirmar su autoridad.

—Mirá, Luna… —dijo, usando el apodo con un matiz condescendiente. Su voz retomó el tono de comando, la voz del Gobernador que se negaba a que su realidad se fracturara por una criatura salvaje. No iba a permitirse que lo inexplicable se apoderara de su lógica. Para él, todo tenía una explicación científica, por más extraña que fuera. Lo que había visto, la masacre, las heridas de Selene, sus cicatrices plateadas… eran el resultado de un "Proyecto Sombra", de experimentos biológicos, de armas que habían salido de control. No había luna, no había magia, solo ciencia desquiciada. Y esa era la verdad que él se obligaba a creer, la única que su mente racional podía procesar.

Selene lo miró, y en la tensión de su mandíbula, en la inflexión de su voz, leyó la confirmación de su escepticismo. Él no iba a creer en su mundo, no en el sentido que ella lo entendía. Para él, ella era un fenómeno, un problema biológico a resolver, una "anomalía". Y ella, a pesar de la furia, sintió un atisbo de una astuta oportunidad. Su escepticismo era su blindaje, pero también su punto ciego.

Un silencio tenso, cargado de los fantasmas de sus propias convicciones, se estiró entre ellos. La batalla verbal había terminado con un golpe bajo devastador. Florencio se giró, buscando algo en la pequeña cocina. Selene lo observó, un animal herido que evaluaba cada movimiento de su cazador.

Finalmente, él habló, sin girarse, su voz baja, casi para sí mismo.

—Terminá de comer. Necesitás recuperar fuerzas —fue una evasión. Una forma de cambiar de tema, de volver al rol de guardián, de carcelero, de quien controla la rutina. Pero ambos sabían que la pregunta seguía ahí, en el aire, sin respuesta. El deseo no resuelto, la verdad no dicha.

Después de la cena, una falsa tregua se instaló entre ellos, cargada de agotamiento. La rutina de la jaula se reinstaló, pero con una diferencia. La tensión ya no era solo de desconfianza. Ahora estaba teñida de una intimidad peligrosa, de una conexión que se había forjado en el filo de la confrontación. Él recogió los platos, ella los lavó en la bacha con agua fría, sin decir una palabra. Se movían en la pequeña cocina, sus cuerpos rozándose accidentalmente, un contacto que era a la vez eléctrico e incómodo, un recordatorio constante de la pregunta sin respuesta, del deseo no resuelto, de la verdad no dicha.

Florencio, en su arrogancia y secretismo político, se negaba a pedir refuerzos. La situación en la provincia era grave, su posición vulnerable, y Blandini, su rival populista, acechaba en las sombras. Enviar a la policía, a los militares, a cualquier autoridad, significaría exponer la verdad, el horror de la masacre, la existencia de lo inexplicable. Y eso, para Florencio Lombardi, era un suicidio político que no estaba dispuesto a cometer. Prefirió la incertidumbre del encierro, el control de la situación, incluso si eso significaba quedarse solo con la criatura que lo desafiaba, la que él había decidido considerar un "activo político". Era su problema, su guerra, y la iba a manejar a su manera.

La verdad del hombre que la había robado de las cenizas se había revelado: un depredador político, un hombre que no creía en monstruos, pero que estaba dispuesto a matar lo que no podía controlar.

La noche avanzaba, silenciosa y helada. El crepitar de la leña en la chimenea era el único sonido que rompía el denso silencio de la cabaña. Florencio, agotado por la tensión del día, por la batalla política y la confrontación con lo inexplicable, finalmente se durmió en un sillón, su cuerpo relajado por primera vez en horas, aunque su mente seguía en guardia.

Selene lo observó desde su asiento, el fuego de la chimenea proyectando sombras danzantes en el rostro del hombre. La geografía de su cansancio era evidente, un mapa de arrugas y tensión. Ella, en su ignorancia, intuyó el poder político de Florencio, la magnitud de la crisis que él enfrentaba, sintiéndose ingenua por no haber reconocido antes al león que la había enjaulado. El juego acababa de empezar, y las reglas eran más brutales de lo que había imaginado.

La loba herida y el león silencioso. Ambos, en su jaula compartida, preparándose para una guerra que apenas comenzaba a mostrar sus verdaderos y sangrientos colmillos.

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