La orden de Florencio —Respirá— colgó en el aire salado, una isla de pragmatismo en un océano de horror. Para Selene, la palabra fue un ancla que la arrastró de vuelta a la superficie de su agonía. El aire entró en sus pulmones con un ardor que le recordó la herida, la plata, el veneno que le recorría el cuerpo como una marea helada.
Sus ojos, todavía a medio camino entre lo humano y lo bestial, se fijaron en el hombre arrodillado frente a ella. En el fusil humeante. En la expresión de control que no lograba ocultar del todo una profunda perplejidad. En su mente febril, él era el alfa en este nuevo territorio de dolor, el arquitecto de su caída. Y, sin embargo, era el posiblemente único ser vivo que quedaba en pie. —¿Estás viva? —preguntó Florencio, la voz más una constatación fría que una sorpresa. Había una nota de cálculo en su tono, como si evaluara un factor imprevisto, una variable que desordenaba la limpia ecuación de su cacería. Por un instante, fugaz y salvaje, Selene pensó en morder. En saltarle a la yugular con los dientes que le quedaran. En defenderse con el último rescoldo de la loba, con esa furia ancestral que aún le ardía en la sangre. Pero el cuerpo no respondió. Estaba roto, debilitado por el veneno argénteo, traicionándola en el momento más crucial. La vulnerabilidad la golpeó. Estaba desnuda, herida de muerte y frente al hombre que acababa de masacrar a sus enemigos. Si la plata había venido de su arma, su precisión era aterradora. Y si no... entonces la noche era aún más oscura, poblada por cazadores invisibles y silenciosos. Florencio estiró la mano. Una mano grande, callosa, con restos de tierra y sangre seca en los nudillos. La ofreció sin suavidad, sin ternura, sin ninguna intención aparente de consuelo. Era un gesto práctico, eficiente. Un puente de carne entre su mundo de orden y el caos de ella. El haz de su linterna, ahora más estable, iluminaba la palma extendida, las líneas de su destino marcadas con la dureza de quien está acostumbrado a tomar lo que quiere, cuando quiere, sin pedir permiso. Selene se le quedó viendo. Primero la mano, ese apéndice de cazador. Luego sus ojos verdes, intensos, autoritarios, fríos. Como los de los leones que ya han aprendido a matar sin que les tiemble el pulso. Tomar esa mano era aceptar la ayuda de su verdugo. Era ponerse a merced de un poder que no entendía, pero cuyo peligro sentía en la médula. No tomarla… significaba una muerte lenta y solitaria en esa arena fría, entre los cadáveres de sus perseguidores y los fantasmas de sus amigas. El viento trajo el olor a mar y a sangre coagulada, una mezcla nauseabunda. La duda era un lujo que ya no podía permitirse. Aferrándose a un hilo de instinto de supervivencia, más que a una pizca de confianza, Selene aceptó. El tacto fue una corriente eléctrica, un choque de energías opuestas que le recorrió el brazo y le llegó hasta el centro del pecho. Su piel fría contra la calidez de él. El agarre de Florencio fue fuerte, firme, casi posesivo. La levantó del suelo sin esfuerzo aparente, como si fuera una muñeca rota, una ofrenda abandonada por la marea. El mundo se inclinó, los sonidos se distorsionaron, un mareo nauseabundo la invadió. Se tambaleó. Él no la soltó. El cuerpo de Selene quedó precariamente apoyado contra el de él, su piel desnuda y sucia contra la tela táctica de su ropa. Olía a pólvora, a cuero y a ese poder crudo que emanaba de su cuerpo. El latido de su corazón, fuerte, regular, resonaba contra su oído como un tambor en medio del caos, un ritmo extrañamente tranquilizador. —¿Cómo te llamás? —preguntó Florencio, la voz grave cerca de su oído. La pregunta no era amable, era parte del interrogatorio que ya había comenzado en su cabeza. Selene apretó los dientes hasta sentir el crujido en la mandíbula. La desconfianza era un escudo frágil pero necesario. No iba a darle su verdadero nombre. No a él. No al hombre que representaba todo lo que amenazaba su existencia. Dudó. El nombre real quemaba en la punta de la lengua. Se tomó su tiempo, midiendo las palabras, calculando el riesgo. Su mente febril buscó un ancla, un disfraz. Y entonces, como un eco doloroso, recordó. La risa de Abril, esa misma tarde, mientras juntaban leña.«Parecés una diosa pagana, Sely. Deberías llamarte Luna, porque siempre aparecés cuando el sol se esconde.»