005. Los que no lloran

La madrugada arrancó a Selene varias veces del sueño. Fragmentos de Abril. De Romi. De Mar. Y esa certeza áspera de no saber dónde estaba la última.

El pecho le ardía. No solo la herida, sino la rabia. La pena. Y esa culpa tibia e incómoda de seguir respirando.

Un zarpazo en el sueño la despertó de golpe. Un espasmo, como si algo la hubiese desgarrado desde adentro.

Abrió los ojos. La boca seca. El ardor en el costado.

Por un instante quiso creer que seguía muerta. Pero no.

El dolor era demasiado real. La bala seguía ahí. Como un latido ajeno dentro suyo. Como una herida con voz propia. Cicatrizando a una velocidad imposible.

Parpadeó, desorientada.

No había paredes conocidas, ni música baja, ni voces de amigas riéndose entre carpas. Solo el olor a sal, a tierra mojada, a sangre reseca, impregnándolo todo como una segunda piel.

Y entonces los recuerdos.

El fuego agitándose en la playa. Los aullidos. El grito desgarrado de Abril. El cuerpo abierto sobre la arena. Los ojos fijos en un cielo sucio que no respondía. Esa escena no iba a borrarse jamás.

Romi corriendo hacia los árboles, un pañuelo rojo cayendo de su muñeca.

Después… nada.

Solo aullidos. La carrera desesperada. La pendiente. El golpe contra la arena mojada. Y la oscuridad.

El pecho le dolió.

Selene apretó los dientes. Cada músculo reclamó terminar lo que había empezado. Esa parte animal que había querido salir y había quedado a medio camino. La transformación inconclusa. Como una puerta abierta que gritaba por completarse.

«No terminé de volver», pensó. Y ese pensamiento dolió más que la bala de plata.

Florencio no sabía lo que había interrumpido. Todavía.

Y eso era un problema. Porque un tipo como él, con balas de plata, con esa mirada de cazador hambriento, no solía dejar cabos sueltos. Ni mujeres sueltas.

La rabia se mezclaba con algo sucio, viscoso. La culpa. Y peor: el alivio. Porque estaba viva. Y eso era insoportable.

Se incorporó despacio, los huesos pesados. Caminó hasta un espejo sucio y torcido.

El cuerpo dolía, pero ya conocía ese ardor. Frente al espejo se miró. La imagen que la devolvía no era completamente humana.

Cabello revuelto. Piel marcada y sucia. Ojos extraños.

Se levantó la manta. Miró su costado. La herida seguía allí. Roja. Casi brillante.

Apenas cicatrizada, lo justo para recordarle que estaba viva por error. Que alguien había querido matarla. Y que ella no había muerto.

Se tocó. Con la punta de los dedos. Con cuidado.

Tembló.

El ardor fue inmediato.

No lloró.

No maldijo.

Solo respiró.

Deseó que todo fuera mentira. Que Abril siguiera riendo junto a la fogata. Que Mar y Romi no estuvieran perdidas, muertas… o quién sabía dónde.

Que ella misma no fuera… eso.

Pero la carne no miente. La piel habla.

Y su cuerpo tenía una historia escrita en marcas y pulsaciones que no podía ignorar.

🌑 🌊 🐾

El chirrido de la puerta cortó el aire.

Florencio.

Entró con su andar seguro. Con esa destreza insolente de los que sobreviven matando cosas en las que no creen.

Barro en las botas. El aroma a pólvora fresca que lo seguía como un aura. La expresión dura de quien ya te conoce desnuda aunque no te haya tocado.

—Seguís viva —dijo, sin sorpresa.

—Para decepción tuya.

—Doce horas durmiendo —gruñó. Sonaba a reproche.

Selene no respondió. Se siguió mirando en el espejo. Como buscando algo que no terminaba de aparecer.

—Tenés suerte —agregó él—. La bala no fue al corazón.

Ella lo miró de reojo. Como se mira a un depredador al que todavía no decidiste si morder o suplicar.

—No me parece un consuelo —susurró.

Se acercó. Sacó un frasco de vidrio oscuro de su bolso.

—Esto va a ayudarte. Antiséptico natural. También analgésico. La herida…

Ella lo apartó.

—Sé cómo curarme sola.

—Entonces hacelo. Pero primero vestite.

Le tendió una bolsa de tela.

Selene se la arrancó de las manos con una brusquedad innecesaria.

—No es mucho. Algo mío. Lo más limpio que encontré.

El olor de las prendas era inconfundible. Cuero, madera, pólvora… y a él.

Selene revisó. Un pantalón viejo de algodón. Una camisa grande de hombre. Nada más.

—¿Dónde está mi ropa?

—Quemada. Tenía sangre, barro… y mucho olor a bosque.

Selene bufó.

—Gracias —dijo sin tono. Sin amabilidad.

Florencio sonrió, apenas. No por cortesía. Sino porque reconocía algo.

—No sé qué hiciste anoche. Pero no sos como las otras.

Selene se giró, sin cubrirse.

—¿Otras?

—Las víctimas.

Ella avanzó un paso.

—¿Y vos qué sos?

—¿Salvador o verdugo? Eso depende de quién seas vos.

Se quedaron quietos. Frente a frente.

Florencio la recorrió de arriba abajo.

—No corriste. No gritaste. Y estabas desnuda cuando te encontré.

Selene sonrió sucia. Dolida.

—¿Y eso qué prueba?

—Que o estabas lista para morir… o para algo peor.

Florencio dio un paso. Selene se quedó inmóvil. Y volvió a sonreír. Rota. Peligrosa. Lo miró como se mira a un animal salvaje que podría atacarte… o dejarte viva.

—Tenés una forma extraña de cuidar a una víctima.

Florencio no se rió.

—Yo no cuido víctimas. Las uso para entender al enemigo.

Ella ladeó la cabeza, afilada.

—¿Y qué soy yo, entonces?

—Todavía no lo sé —Florencio bajó la mirada a sus piernas—. Pero me intriga más de lo que debería.

Selene sostuvo la mirada un largo instante.

La tensión en esa habitación era una cuerda a punto de romperse.

Sacó la ropa de la bolsa. Se cambió despacio. Cada músculo recordaba. Cada fibra la traicionaba. El dolor mordía, pero ya no importaba.

Florencio la miró un largo rato. Como si intentara entender en qué categoría ubicarla.

—¿No vas a mirar para otro lado? —ironizó ella.

—¿Tenés algo que ocultar?

Selene lo sostuvo. Pupilas estrechadas.

—Todos tenemos algo. Lo importante es cuánto dejamos ver.

Florencio no se rió.

—Vos no sos una simple mujer.

Selene se levantó despacio. La manta cayó. Cada movimiento una declaración. Como si ponerse ropa fuera una provocación ritual.

La tela olía a él.

Florencio esperó tras la puerta, como una sombra cargada de intenciones.

Selene se deslizó en la camiseta ancha. Se calzó el pantalón.

Sin apuro. Sin disimulo. Sabiendo que él seguía afuera. Que la escuchaba. Que la imaginaba.

🌑 🌊 🐾

Muy lejos, entre los árboles, una figura femenina corrió hacia el mar. Cabello castaño desordenado. Azul en las puntas. Y la luna la siguió como una maldición personal.

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