008. Sus Manos en mi Herida
La cabaña la recibió con un aliento a encierro y a madera húmeda que se le metió en los pulmones. Florencio la llevó adentro sin ceremonia, el eco de sus borcegos sobre el suelo de tablas de pino siendo el único sonido que rompía la quietud opresiva. Era un espacio reducido, masculino, dominado por una chimenea de piedra ennegrecida y muebles rústicos cubiertos por el sudario del polvo. Un mapa arrugado de la provincia colgaba de una pared. Una colección de cuchillos de caza, de distintos tamaños y filos, descansaba en una vitrina cerrada. Era la guarida de un lobo solitario, pero de otra especie.
Él la depositó con un cuidado que contrastaba con su rudeza habitual sobre la única cama de la cabaña, un catre de madera con un colchón viejo que ocupaba la mayor parte de la pequeña habitación contigua a la sala. El contacto frío del colchón contra su piel febril le arrancó un jadeo involuntario, un temblor que recorrió todo su cuerpo y la hizo sentirse aún más expuesta, más vulnerable, ba