268. Vuelo al Corazón de Hielo
El Antonov era una bestia de metal soviético, un dinosaurio de la Guerra Fría que rugía contra el cielo nocturno de la Patagonia. El interior no era de lujo; era un vientre de carga funcional, frío y con el olor a combustible y a metal. Estaban los cuatro solos en la inmensidad de la bodega: Elio, Mar, Julio y Cata, que había sido sedada suavemente para el viaje, durmiendo en un rincón envuelta en mantas térmicas.
Elio estaba de pie, con los brazos cruzados, mirando por una de las pequeñas ventanas. Abajo, la tierra había desaparecido, reemplazada por un océano oscuro y embravecido. Se sentía extrañamente fuera de lugar. Un ser de tierra y de bosque, suspendido en el aire, volando hacia un continente de hielo. La vulnerabilidad de la situación, depender de la maquinaria humana, de los pilotos de Blandini, le irritaba.
Mar estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, en un estado de meditación profunda. No intentaba controlar el agua. Intentaba no sentirla. La inmensidad del