006. Lo que queda

El amanecer llegó como una mordida lenta. Luz sucia filtrándose entre las hendijas de madera vieja. El olor a humo frío, a sal húmeda y a sangre seca flotaba en el aire espeso de la cabaña.

Selene despertó con el leve chasquido de una rama afuera.

El aire entraba con esfuerzo. El cuerpo dolía. La piel seguía tirante, sensible.

La herida en el costado ardía como un recordatorio. De que estaba viva. De que alguien había intentado evitarlo. Pero la fiebre había bajado. 

Abrió los ojos despacio.

Tardó un segundo en acomodar las imágenes. Al costado, la manta rasposa. El vendaje sucio. La habitación seguía igual. Oscura, callada, como si el mundo allá afuera hubiera decidido desaparecer.

Y lo vio, él seguía ahí. Florencio Lombardi.

Dormido en una silla destartalada, la cabeza inclinada hacia atrás, la camisa arrugada, la barba crecida. Fusil apoyado sobre las piernas, una mano casi tocando el gatillo. Como si incluso dormido siguiera cazando.

Así dormido no parecía el mismo hombre que había disparado sin dudar. Que le había vendado la herida con manos bruscas pero extrañamente atentas. Que la había mirado como si encontrara en ella una amenaza y un deseo a la vez.

Parecía otra cosa. Humano. Roto. Cansado.

Selene se incorporó a medias. El vendaje le oprimía el torso. La manta rasposa cayó a su cintura, dejando la piel desnuda bajo la luz azulada. El frío le mordía la piel, pero no se cubrió.

Florencio no se movió.

Selene apoyó los pies descalzos en el suelo. El dolor en la costilla le arrancó un suspiro sordo. La madera crujió. Aún así, él siguió dormido. La respiración apenas perceptible.

Caminó descalza, en silencio, hasta quedar frente a él. Y se quedó ahí.

Observándolo.

El lobo mirando al león dormido.

Ese era el hombre que había matado a varios luisones frente a sus ojos. El que disparaba balas de plata como quien escupe verdades. ¿Y ahora dormía así? Como un animal domado.

Selene ladeó la cabeza. Así, sin las palabras cortantes, sin los gestos de mando, sin el filo sucio de las órdenes y las amenazas, Florencio tenía otra cara. Casi… vulnerable.

Se inclinó apenas. Apoyó una mano en el respaldo de la silla, la otra en su brazo. Lo rodeó sin tocarlo.

Se acercó a su oído. Y le susurró, ronca, con esa voz quebrada que arrastraba tierra, sal y fiebre.

—No dormís mucho —murmuró ella.

Florencio abrió los ojos de golpe.

No porque ella hiciera ruido. Sino porque algo en él, lo alertó. Como si su piel reconociera la de ella. Como si un viejo miedo o una vieja sed lo llamara desde adentro.

La miró. Sin sorpresa. Sin sobresalto.

—¿Qué hacés? —su voz arrastrada, grave, con ese filo de quien está acostumbrado a dormir con un ojo abierto.

—Te miro —la voz de Selene era quebrada, áspera, como una rama seca partiéndose.

Florencio sostuvo su mirada. La misma que le había clavado la noche anterior. Pesada. Dura. Cargada de algo más denso que el deseo.

—¿Y qué ves?

Selene sonrió, amarga. Selene bajó un poco la cabeza. Apretó los labios.

—Veo a un hombre que caza cosas en las que no cree.

Florencio no sonrió. No negó. Contestó con esa voz que arrastraba tierra, pólvora y cansancio.

—Y yo veo a una mujer que no teme como las demás.

—No soy como las demás.

—Ya lo sé.

El silencio se coló entre los dos. Denso. Erótico. Una cuerda invisible que los tensaba sin tocarse.

🌑 🌊 🐾

Florencio se desperezó, cruzando los brazos. Se incorporó despacio. Dejó el fusil apoyado a un costado.

Se arrimó al ventanuco. El bosque seguía ahí. La niebla. El silencio. Como si la noche anterior hubiera sido un mal cuento contado a destiempo.

—No pensaba apostar por vos —dijo sin levantar mucho la voz—. Pero mirá. Te aguantaste.

Selene bajó la mirada. Vio su abdomen vendado, la piel marcada, los pezones duros por el frío y por esa maldita forma en que él la miraba: como si pudiera desnudarla sin mover un dedo.

No contestó.

El olor a cuero, humo y pólvora seguía en el aire. Florencio se acercó.

—¿Pensás darme una explicación? —preguntó él.

Selene lo miró.

—No tengo nada que decirte.

Florencio sonrió, de ese modo frío que no llegaba a los ojos.

—Tenés muchas cosas que decirme. Por ejemplo… qué hacías ahí. Por qué te sacaste la ropa. Y por qué no parecías tener miedo.

Silencio. Selene respiró hondo. La herida palpitó.

—A veces el miedo se pasa —murmuró.

Florencio se cruzó de brazos.

—Yo no le vi la cara al que te dejó así. Pero me gustaría.

Selene bajó la mirada. Recordó las garras. La sangre. Abril. La rabia le ardió bajo la piel.

—No hace falta —dijo seca—. Ya está muerto.

Florencio alzó una ceja.

—¿Cómo sabés?

Selene lo miró, cortante.

—Porque si no, me hubiera encontrado.

Silencio. Florencio la estudió.

Ese tipo había interrogado a hombres de guerra, a estafadores, a traidores. Sabía leer las mentiras. Y eso no era una mentira. Era otra cosa. Algo más sucio. Algo que no encajaba.

Se acercó un paso.

—¿Cómo te llamás? ¿Cuál es tu apellido?

Selene dudó. Podría mentir. Debería.

Y lo hizo.

—Luna. Luna Maris.

Florencio la sostuvo un instante. Asintió.

Como si lo aceptara. Como si no lo creyera. Como si se lo guardara para más tarde.

Se inclinó apenas. El calor de su cuerpo llenó el espacio entre ambos.

—Bueno, Luna… quiero que me escuches. Yo no sé qué m****a fue eso anoche. No sé qué clase de locura manejan ustedes en esta costa. Pero lo que sí sé… —apoyó la mano contra la pared junto a su cabeza, cercándola sin tocarla— es que no voy a dejar a nadie vivo que represente un peligro para este país.

La cercanía le raspó la piel. El calor de su cuerpo. La tensión acumulada.

Selene no se apartó.

—Entonces deberías matarme.

Florencio sonrió de lado. Solo un instante.

—Todavía no.

Se apartó. Buscó una botella de agua y la dejó sobre la mesa.

—Tomá. Vas a necesitar fuerza.

Selene agarró la botella. No lo miró.

Florencio caminó hacia la puerta. Antes de salir, se detuvo.

—Te aviso algo, lince salvaje —dijo, sin darse vuelta—. Si me mentís… lo voy a notar.

Y se fue. Dejando la habitación cargada de ese olor agrio a guerra.

Selene se dejó caer de nuevo sobre el colchón. No sonrió. No suspiró.

Solo dejó que el cuerpo le recordara que seguía viva. Por ahora. Y que la verdadera amenaza… aún estaba afuera.

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