La memoria fue una cuchillada. La sonrisa de Abril, ahora borrada para siempre. Su apodo, su regalo, lo último que le quedaba de ella. Se convirtió en su armadura. Había aprendido desde chica que, a veces, lo único que queda para sobrevivir… es mentir.
—Luna —dijo, la voz seca, un susurro que se perdió en la brisa. Un nombre nacido de la noche misma, de la única aliada que creía tener. Florencio ladeó la cabeza, un gesto casi felino, inquisitivo. Parecía rumiar el nombre, saborearlo, encontrarle el doblez. Le pareció demasiado poético para el infierno que los rodeaba. —Luna ¿qué? —Maris —soltó Selene como un reflejo, casi un error fatal. La boca se le secó al instante de decirlo. Era el apellido de su linaje extinto, cargado de muertos, de furia contenida y de una sed de venganza que aún no había encontrado cauce. Le salió sin pensarlo, como un eco del pasado que se negaba a morir. El apellido le resonó a Florencio de forma extraña, se movió en los archivos polvorientos de su memoria, un expediente viejo, un caso sin resolver de cuando su padre aún manejaba otros hilos de poder. Pero no captó el peso completo de ese apellido en ese instante crucial. Asintió lentamente, procesando el nombre, la situación, la extrañeza de todo. Lo dejó pasar. Por ahora. —Luna —repitió. Fue una afirmación, un intento de darle una lógica humana a la barbarie—. Te sacaron la ropa, Luna —dijo él, volviendo a lo inmediato, más una afirmación que una pregunta, intentando darle una lógica humana a la barbarie. Selene levantó la barbilla. El orgullo de la loba ardía más fuerte que la plata en su costado. —No —dijo, la voz ronca, desafiante—. Me la saqué yo. Florencio la miró como si hubiera dicho la mayor de las barbaridades, o la más valiente de las locuras. La confesión lo descolocó por completo. Una mueca casi imperceptible, mezcla de respeto sucio y una confusión profunda, le cruzó el rostro. Una mujer normal no se desnudaría ante el peligro. Huiría. Gritaría. Se escondería. Pero ella… ella se había preparado para pelear. O para otra cosa que él no lograba comprender. —¿Por qué carajo harías eso? —preguntó, la incredulidad tiñendo su voz. Ella no iba a hablarle de rituales. No iba a decirle que bajo la luna roja, cuando la transformación llama, la carne necesita romperse desnuda para renacer en otra forma. —No te importa —fue su única respuesta, tajante, cargada de una fiereza que lo intrigó aún más. Florencio sonrió apenas. Esa mueca seca, sin humor, casi una cicatriz. Como si en el fondo, muy en el fondo, respetaba esa insolencia cruda. Esa falta de sumisión incluso en la derrota más absoluta. —Tenés frases peligrosas para estar desnuda y sangrando en medio de la nada, piba —dijo, su voz volviéndose casi un ronroneo—. No es una buena combinación. Él no apartaba la mirada de su cuerpo herido, de la forma en que el vello plateado aún brillaba en su piel. No había lascivia evidente, sino esa curiosidad intensa, casi clínica, del científico que ha encontrado un espécimen que desafía toda clasificación. La estudió de arriba abajo con una intensidad que la desnudó más que la propia ausencia de ropa, una mirada que no juzgaba, sino que catalogaba, analizaba, intentaba descifrar el enigma que ella representaba. El cabello azabache de Selene, pegado a su cara por el sudor frío y la sangre que no era del todo suya. La piel pálida, usualmente con ese leve brillo lunar, ahora marcada de barro y rasguños. Los muslos tensos, manchados de tierra. Y la herida abierta, supurante, en su costado izquierdo donde la plata la había mordido. Su entrepierna vulnerable, expuesta, innegablemente humana… pero había algo en su postura, en la forma desafiante en que lo miraba a pesar del dolor, que era puramente animal. La decisión de Florencio se tomó en ese instante. No podía dejarla allí. No era una opción. Era demasiado valiosa. Demasiado anómala. Era la única testigo. La única superviviente. Y, posiblemente, la clave para entender la verdadera naturaleza de la amenaza que operaba en su provincia. —Te venís conmigo —dijo, la voz desprovista de cualquier opción. No fue una pregunta. Fue una orden. Una sentencia. El destino de Selene, al menos por esa noche, acababa de ser sellado por la mano de un hombre cuyo instinto depredador, aunque humano, vibraba con una intensidad que ella, como loba, no podía ignorar. Y sin esperar respuesta, viendo que apenas podía sostenerse, la tomó en brazos. Su cuerpo desnudo y herido contra el pecho duro y firme del cazador. El contacto la hizo arquearse de dolor, pero no protestó. Apoyó la cabeza en su hombro, vencida por el agotamiento, por el veneno, y por la extraña y contradictoria sensación de estar, por primera vez, en un lugar del que no sabía si quería escapar. La jaula, a veces, también puede oler a refugio.