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002. El Olor de la Traición

El aire se había vuelto denso, casi masticable. Selene se movió en dirección a los gritos, hacia la zona de las carpas, al epicentro de la masacre. Quizás no fue lealtad. Quizás fue la necesidad de saber. La necesidad de mirar al horror a los ojos, de confirmar con su propia vista lo que su olfato ya le gritaba con una certeza nauseabunda.

No corrió. Se deslizó entre las sombras de los tamariscos con la urgencia silenciosa de quien ha olido la muerte demasiadas veces como para dejarse llevar por el pánico. Las ramas bajas le arañaban la cara, dejando surcos ardientes sobre la piel fría. El viento helado le golpeaba el cuerpo, buscando las grietas de su voluntad. Y la luna, esa luna bastarda, cómplice silenciosa, le hervía bajo la piel, despertando a la bestia con una caricia de fuego gélido.

El olor agrio de la caza se intensificaba con cada paso. El suelo del bosque raleado que bordeaba la playa olía a hierro fresco. Y el aire… el aire apestaba a muerte reciente. A ese miedo final, animal, que impregna el cuerpo justo antes del desgarro.

Cuando llegó al pequeño claro donde habían estado las carpas, ese lugar donde hacía apenas unas horas solo había risas huecas y vino barato, todo era rojo.

Rojo sangre. Rojo vísceras. Rojo espanto líquido.

El cuerpo de Abril.

Estaba tendido sobre la arena y la hierba rala, abierto, descuartizado con una saña que no pertenecía a este mundo. Era la obra de un artista del horror, una ofrenda macabra a un dios hambriento. Los intestinos desparramados sobre la tierra húmeda, brillando con una luz obscena bajo la luna enferma. Los ojos, enormes, oscuros, fijos en el cielo indiferente, vidriosos, como si todavía suplicaran una misericordia que nunca llegó, o como si en su último segundo de vida hubieran visto el verdadero rostro de lo imposible. Cerca, apenas a unos metros, los restos de la carpa de Maia, desgarrada con una furia animal que había dejado jirones de lona colgando de las ramas como banderas de una rendición sangrienta.

Pero Maia no estaba.

Ni viva, ni muerta. Solo su ausencia. Un vacío más aterrador que cualquier cadáver. Y el olor a su terror impregnado en los pedazos de tela, un perfume dulce y agónico que a Selene se le clavó en la memoria.

No lloró. No gritó. Un calor helado le subió por la espalda. El rugido contenido vibraba en la jaula de sus costillas como un animal atrapado, rasgando por dentro. La memoria ancestral del cuerpo activándose, reclamando su forma verdadera, su furia atávica, su derecho inalienable a la venganza. Era un lenguaje que su cuerpo conocía, pero que su mente humana se negaba a aceptar del todo.

Y entonces llegó Mar.

Apareció detrás, tropezando con una raíz, el rostro pálido como la luna que las observaba. Sus ojos se abrieron desmesuradamente al ver la escena. Selene, desde su propia burbuja de shock y rabia contenida, la vio con una mezcla de repulsión y una extraña y terrible lucidez. Vio cómo el terror inicial de su amiga, ese pánico primario y humano, daba paso a otra cosa.

Una fijeza extraña, casi febril. Una fascinación macabra que se adhería a los detalles más brutales de la carnicería. Los ojos de Mar no se apartaban del cuerpo destrozado de Abril. No lo miraban con horror. Lo miraban con estudio. Se detenían en los desgarros, en la forma en que los órganos yacían expuestos, en la anatomía profanada de la muerte. Era la mirada de un entomólogo frente a un insecto raro y fascinante.

—Selene... —susurró Mar, la voz un hilo, casi inaudible—. Qué…

No terminó la frase. No dijo "qué horror". No dijo "qué espanto". El "qué" quedó flotando, cargado de una admiración perversa. De asombro. De un anhelo oscuro que a Selene se le antojó la peor de las obscenidades.

Fue en ese instante que Selene supo que Mar no era como las otras. Que nunca lo había sido. Que había algo en ella que se alimentaba de la oscuridad, de lo prohibido. Algo que la propia naturaleza salvaje de Selene reconocía vagamente, como se reconocen dos depredadores de especies distintas que se cruzan en un territorio de caza.

Un sonido de patas pesadas se sintió acercándose. Seguras. Lentas. El crujido de hojarasca bajo un peso considerable que no se molestaba en ser sigiloso. Sabían que eran los dueños del lugar.

Y de entre los árboles, emergió la primera forma.

Un lobo. Enorme. Descomunal. De pelaje gris ceniza, enmarañado, sucio de tierra y sangre seca. Los ojos dorados, inyectados en furia, brillaban en la oscuridad como carbones encendidos. Babeaba. No de hambre. De placer. Y el olor... ese olor lo conocía demasiado bien. Era un perfume de linaje, un hedor a clan. Aurelius Solis. Rival. La jauría sarnosa de Elio.

Otros dos, apenas más pequeños pero igual de letales, lo flanqueaban, moviéndose con una sincronía asesina, sus gruñidos bajos como un motor a punto de estallar.

—Corré, Mar —ordenó Selene, la voz fría, distante, metálica. El tono de quien cierra una puerta por dentro para siempre. No se giró para ver si su amiga obedecía. No podía apartar la vista de las bestias. Sus propios instintos, su propia loba, se erguían para la pelea, reconociendo al enemigo ancestral.

El aire se espesó. La noche contuvo la respiración.

El presagio ya no era un susurro en el viento.

Era un alarido a punto de estallar en el centro mismo de su alma. Y esta vez, Selene sabía que no iba a poder contenerlo.

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