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002. El Aroma a Miedo y Plata

El vehículo finalmente se detuvo con un chirrido de frenos que le taladró los oídos. La puerta se abrió y una ráfaga de aire helado y húmedo, con olor a pino y a tierra mojada, invadió el espacio. El hombre bajó, y Selene lo vio moverse con una facilidad que desmentía el cansancio, su silueta alta recortándose contra la oscuridad casi total de un bosque denso. La luna, una gibosa menguante apenas visible entre las nubes, era una promesa a medias, un susurro que su loba no podía escuchar. No todavía.

—Esperame acá —dijo su voz, ahora más cerca, con un tono que no admitía réplicas—. Vuelvo en un minuto.

Selene no respondió. Se limitó a observarlo mientras se alejaba hacia lo que parecía una pequeña cabaña, apenas una mancha más oscura en la penumbra. Desde el interior, escuchó el crujido de la madera, el chirrido de una cerradura, y luego la luz de una lámpara que se encendió, proyectando sombras danzarinas en la oscuridad. Era una trampa. Lo sabía. Pero en su debilidad, también era un refugio. Una jaula de plata y sangre, sí, pero también un escudo temporal contra un mundo que la había querido muerta.

Cuando volvió, abrió su puerta con una mano fuerte, y por primera vez, Selene pudo ver su rostro con mayor claridad, iluminado por la luz tenue de la cabaña. Los ojos verdes, casi oscuros, perforaban los suyos con una intensidad brutal. Tenía una mandíbula fuerte, barba de unos días que le daba un aire de salvaje domesticado, y una boca fina que ahora se torcía en una mueca indescifrable.

—Vamos, Luna —dijo, y el uso del apodo, esa mentira que ella le había dado, sonó extraño en sus labios, casi una burla, o quizás una prueba.

Selene intentó moverse, pero el dolor era un muro de fuego que la inmovilizaba. Él lo notó. Sin una palabra, se inclinó, sus manos grandes y firmes se deslizaron bajo sus rodillas y su espalda, levantándola con una facilidad pasmosa, como si ella no pesara nada. El contacto fue una descarga eléctrica. Sus cuerpos se rozaron, y Selene sintió el calor de su piel, el latido potente de su corazón, el olor a bosque y a colonia que ahora se mezclaba con el aroma a sangre seca que aún la cubría. Su respiración se aceleró, una mezcla de miedo y una excitación prohibida que la avergonzó. Odiaba esa reacción. Odiaba que su cuerpo respondiera a su carcelero, a su enemigo potencial.

Lo abrazó al sentir que su pecho y su espalda se pegaban. No por instinto, sino por evitar sentir dolor. Sus brazos delgados se aferraron a su cuello, como una enredadera salvaje. Su piel, aún manchada de barro y sangre, se frotó contra la camisa de él, dejando un rastro de suciedad que él pareció ignorar. O al menos, no le dio importancia. Los pocos metros que los separaban del refugio se hicieron eternos, cada paso un latido de su corazón que reverberaba en el pecho de él. Era una intimidad forzada, una rendición que le quemaba por dentro.

Al cruzar el umbral de la cabaña, la luz cálida de la lámpara la envolvió. La cabaña era pequeña, rústica, con muebles de madera tosca y una chimenea que proyectaba sombras alargadas. Pero lo que más la golpeó fue el silencio. Un silencio denso, opresivo, que solo el crepitar de la leña en la chimenea se atrevía a romper. No había nadie más. Solo ellos dos. Ella, la loba herida, y él, el depredador que la había reclamado.

La depositó con delicadeza en una silla de madera frente a la chimenea, el calor del fuego envolviendo su cuerpo entumecido. Se arrodilló frente a ella, sus ojos oscuros clavados en los de ella, y con movimientos lentos y calculados, desabrochó los botones de su camisa, revelando la herida de bala en su costado. Selene se tensó, la respiración entrecortada, el instinto de huida gritándole. Pero no se movió. Había una curiosidad extraña en la mirada de ese hombre, una mezcla de cálculo y algo más que no pudo descifrar.

Sus dedos, grandes y fuertes, se deslizaron con una suavidad inesperada sobre su piel, palpando los bordes de la herida, el tejido desgarrado. Sintió un escalofrío. El contacto era a la vez una invasión y una extraña forma de consuelo. «Es plata», pensó él, y Selene vio el destello de una comprensión oscura en sus ojos. Pero no dijo nada. Se limitó a estudiar las cicatrices plateadas que, incluso en su estado debilitado, brillaban bajo la luz del fuego, como hilos de luna cosidos a su carne. Eran la marca de su clan, el eco de su verdadera identidad. Y él lo notó.

Se puso de pie, su figura proyectándose como una torre de sombra sobre ella.

—Necesitás descansar —dijo su voz, más grave ahora—. Y yo necesito pensar.

Caminó hacia la pequeña mesa, donde dejó un vaso de whisky. La observó una vez más, como un escultor que termina su obra, o un cazador que evalúa a su presa. Sus ojos se posaron en las cicatrices de Selene, ese brillo inusual que revelaba una historia mucho más profunda y misteriosa de lo que él podía imaginar.

La primera noche en la cabaña. Una prisión, un refugio. La loba herida y el león silencioso, cada uno calculando los movimientos del otro, cada uno procesando la extraña e incomprensible situación que los había unido en ese rincón olvidado del mundo. Selene cerró los ojos, el olor a pino, a humo y al aroma denso de ese hombre llenando sus pulmones. La guerra no había terminado. Apenas estaba comenzando. Y en esa cabaña, bajo el manto de una luna menguante que no respondía a sus aullidos, el destino de dos mundos estaba a punto de colisionar.

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