002. La Marca de la Bala

La sangre mojaba la tierra. El viento traía consigo un aullido de garganta rota, deshaciéndose entre los árboles. La luna roja colgaba baja, sucia, como un testigo impúdico.

Selene Maris no era del todo humana cuando abrió los ojos.

La penumbra era densa, cortada por un haz de linterna que le quemó la retina. Entornó los párpados. El cuerpo dolía. La carne entre medias formas se contraía, buscando memoria.

Y una voz, grave y seca, como una orden, la arrastró de nuevo hacia la superficie.

Tardó en enfocar.

Ahí estaba.

El hombre. Fusil en mano. Pelo rubio revuelto como una melena de león, saco oscuro manchado de tierra, camisa blanca salpicada de sangre, un anillo grueso de oro brillando sucio en la penumbra. Y esos ojos verdes… fríos, atentos, como los de un animal viejo.

Florencio Lombardi.

El candidato más joven a presidente de la Nación. El maldito político al que todo el país amaba odiar. Y el que había disparado esa bala.

Selene jadeó. Apenas podía moverse.

Intentó alzarse, pero la punzada en el costado la clavó al suelo.

Florencio la miró.

No como a una mujer. Ni como a una víctima.

La miró como quien ve a alguien que no debería seguir vivo.

—Respirá. Dale. No te me mueras ahora —gruñó, como si no conociera otra forma de hablar.

Selene no respondió. El viento frío le mordía la espalda, la herida le ardía, pero no era miedo lo que sentía. Había algo en ese tipo. Algo reconocible. Algo que había visto antes, en otros ojos. De los buenos no.

Florencio se agachó. La linterna oscilaba colgada de un árbol. Todo alrededor olía a pólvora y carne quemada.

Ella sintió el impulso de atacarlo. De morder, de reclamar su parte de furia.

Supo que debía matarlo. Que si él sabía quién era, la cacería no terminaría. Pero el cuerpo, roto y ardiendo, la traicionó.

Florencio estiró una mano.

Selene dudó.

Pero la tomó.

🌑 🌊 🐾

El tacto fue un golpe seco. Como si los dos reconocieran, sin saberlo, el mismo filo en la mirada del otro.

Florencio apretó su mano y la ayudó a levantarse.

La oscuridad rugió a lo lejos.

Aullidos. Sombras deformes.

Florencio frunció el ceño.

Para él eran lobos.

Hambrientos. Demasiados.

Rodeándolos.

«Los jóvenes —pensó Selene—. Los idiotas hambrientos que Elio soltaba para que se hicieran hombres con la sangre de los suyos».

Florencio levantó el fusil.

—Agachate.

Disparó.

El disparo voló a un lobo hacia atrás, en un estallido de hueso y carne. El segundo cayó entre aullidos desgarrados. El tercero retrocedió.

Florencio rió, de costado.

🌑 🌊 🐾

Selene no pudo dejar de mirarlo. No por atracción. Por asombro.

Porque ese hombre, que no temblaba frente a la muerte ni frente a la sangre, tenía en los ojos el mismo color sucio que había visto en los ojos de los cazadores que una vez borraron su apellido de la tierra.

Pero no tuvo tiempo de más.

Otro disparo. El último animal cayó.

Florencio caminó despacio entre los cuerpos.

Para él eran lobos grandes, bestias deformes por quién sabe qué razón. No sabía de clanes. No sabía de luisones.

Solo sabía matar.

Selene cerró los ojos. La herida ardía. Pero no era solo eso. Había otra cosa. Algo latiendo bajo la piel. Un incendio contenido hacia ese fusil, hacia como se deshacía de su sangre como moscas. Sin chance de defensa. Un arma cobarde.

Florencio no se percató del sentimiento de venganza que se estaba gestando en Selene.

Se giró junto a un cadáver aún humeante. Aún movía un dedo.

—Te estaban por destrozar —dijo, sin levantar mucho la voz—. Los bajé a todos.

Otro de los cuerpos aún se sacudía. Florencio lo remató de un disparo sordo.

Selene sintió una punzada en la garganta. No era pena. Era otra cosa. Bronca tal vez. Duelo mal digerido.

No por ellos.

Por Abril.

Por Romi.

Mar.

Y por la que había sido su jauría alguna vez.

Florencio se acercó.

La miró como si intentara leerle la historia en la piel.

—¿Cómo te llamás? —preguntó. Más un mandato que una preocupación.

Silencio.

Selene tragó saliva.

No había espacio para llorar. No ante alguien así.

Aprendió desde chica que, a veces, lo único que queda es mentir.

Luna —dijo, seca.

Florencio repitió el nombre en su cabeza.

—¿Luna qué?

—Maris —soltó como un reflejo

La boca se le secó al decirlo. Era un apellido de su pasado, cargado de muertos.

Le salió sin pensarlo.

Florencio no captó el peso.

Pero ese apellido… lo había escuchado antes, en algún expediente viejo, de cuando su padre aún vivía.

Lo dejó pasar. Por ahora.

La observó de arriba abajo.

Selene tensó la mandíbula.

El cabello pegado al rostro, la piel cubierta de barro, los muslos tensos. La entrepierna vulnerable, humana… pero no del todo.

Y ella, a la vez, desafiante.

Había algo en ella que no calzaba con nada que hubiera visto.

—Te sacaron la ropa —aventuró.

Selene sostuvo la mirada.

—No —dijo, ronca—. Me la saqué yo.

Florencio la miró como si acabara de hablarle en un idioma extinto. Una mueca apenas perceptible cruzó su cara, mezcla de extrañeza y algo parecido al respeto.

—¿Por qué harías eso?

Ella apretó los dientes.

No iba a explicar que bajo la luna roja, debía desnudar la piel antes de que se desgarrara. Que el cuerpo no soportaba el límite humano, y la carne debía estar libre para romperse. 

No podía decirle que había estado a punto de rendirse… a su naturaleza.

—No te importa.

Florencio sonrió, apenas, una mueca seca, sin humor. Como si en el fondo respetara la insolencia.

—Tenés frases peligrosas para estar así.

🌑 🌊 🐾

Selene se sostuvo de pie. El cuerpo temblaba, la herida ardía.

Florencio no la ayudó.

Pero tampoco apartó la mirada.

Y por un segundo, ninguno dijo nada.

El aire seguía denso, cargado de pólvora y hierro. Un regusto metálico se le pegó en la garganta, como si hubiera mordido la muerte. 

Selene sabía que no debía confiar.

Y sin embargo, algo en ese hombre… algo viejo, algo roto.

Era peor que cualquier enemigo.

Porque a los enemigos se los mata.

A lo que se parece a uno… no siempre.

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