007. El Olor del Miedo Ajeno
El aire en la cabaña era denso, pesado con la humedad de la madrugada y el eco de los sueños no tenidos. Selene abrió los ojos lentamente, cada músculo de su cuerpo protestando con un dolor sordo que ya empezaba a serle familiar. La oscuridad aún se aferraba a los rincones, pero una tenue luz gris se filtraba por la única ventana, prometiendo un nuevo día, una nueva ronda en la prisión de madera. Se sentó con un esfuerzo que le arrancó un jadeo silencioso, la camisa de Florencio —demasiado grande, demasiado cargada con su olor— pegándose a su piel herida. La bala de plata, la que sabía que aún se alojaba en algún lugar de su costado, era un fuego lento que le consumía las entrañas, robándole el aliento, la fuerza, y lo más preciado: su conexión con la luna. Había pasado la noche en un duermevela inquieto, escuchando el crepitar de las brasas y la respiración regular de Florencio, que dormía pesadamente en el sillón frente a ella.
Lo observó. El rostro del Gobernador, un estudio de te