007. La Jaula del León Solitario
La camioneta era un animal de metal herido. Una Ranger vieja, con el chasis picado por el salitre y el motor tosiendo un sonido grave y asmático que parecía arrastrar no solo la carrocería, sino también la niebla espesa que se pegaba a la vegetación achaparrada de los médanos. El interior olía a encierro, a tabaco frío y a esa capa de polvo que se acumula en los lugares que solo se visitan para huir del mundo.
Selene iba en el asiento del acompañante, envuelta en una manta áspera que Florencio había sacado de la parte trasera. Era de lana gruesa, pesada, con un persistente olor a humedad y a perro mojado que le raspaba la piel sensible con cada sacudida violenta del vehículo. El tejido era un tormento contra sus heridas, pero el frío que le calaba los huesos era peor. Tiritaba sin control, no solo por la temperatura, sino por la plata que le recorría el cuerpo como un veneno lento, apagando el fuego de su loba interior con cada pulsación.
No hablaba. No se movía más de lo necesario