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003. El Cálculo de la Presa

El frío que se colaba por las rendijas de la cabaña, un gélido recordatorio de que el mundo seguía girando indiferente a su dolor, le arañaba la piel. Selene sintió su cuerpo, un amasijo de huesos magullados y músculos que protestaban con cada mínima contracción, como un lienzo donde la herida en su costado pulsaba con la memoria de la plata. La bala, esa astilla helada que la había despojado de su don, seguía anidada en algún lugar de sus entrañas, un veneno lento que le sorbía la fuerza, la capacidad de sanar, la mismísima voz de su loba interior. Sin la luna como cómplice, sin la tierra bajo sus pies para nutrirla, sin el vasto abrazo salino del mar para lamer sus llagas, era solo carne. Una mujer al borde del precipicio, a merced de un hombre que olía a poder y a cigarrillo añejo, y que ahora era su inesperado y brutal carcelero.

Pero la supervivencia era su única divisa, una ley tallada en siglos de sangre y noches sin luna. Selene Maris, heredera de un linaje que ahora era polvo esparcido al viento, la Alfa de un clan que clamaba venganza, no se permitiría ser una víctima inerte. Su mente, afilada como un colmillo ancestral, empezó a trazar un nuevo mapa en el paisaje desolado de su debilidad. «Paciencia», resonó una voz ancestral en su cabeza. La misma que le había susurrado en las noches de luna llena, la que le había enseñado a esperar, a observar, a calcular cada movimiento del enemigo. Este hombre, Florencio Lombardi, no era un salvador, eso lo sabía con la certeza helada del instinto. Era una jaula, sí, pero una de plata, un escudo temporal contra una amenaza mayor, más difusa, que acechaba en la oscuridad y que aún no lograba descifrar.

Él le ofrecía un techo, un techo precario en el corazón del bosque. Le ofrecía alimento, la promesa de recursos. Y, sobre todo, una protección involuntaria contra los que realmente querían su cabeza en una pica. Pero, la más invaluable de sus ofrendas, era el tiempo. Tiempo para sanar, para que la plata dejara de quemar sus entrañas y su cuerpo recordara cómo llamar a la luna. Tiempo para obtener la información necesaria, para entender la verdadera dimensión de la guerra en la que había caído. No se quedaría por miedo, jamás. Ni por una gratitud que no sentía. Y mucho menos por esa corriente oscura de deseo que vibraba entre ellos y que ella se negaba, por ahora, a nombrar, a reconocer, a darle espacio en su alma fracturada. No. Se quedaría por pura estrategia. Él la quería usar, lo intuía. Pero ella lo usaría a él también. La mentira de "Luna" era un primer eslabón en esa cadena de engaños mutuos, un escudo provisional, una carnada.

Florencio, ajeno —o al menos así lo parecía a los ojos de Selene— a la tormenta silenciosa que se gestaba en la mente de su "huésped", se movía por la cabaña con la pesadez de quien lleva el peso del mundo sobre los hombros. La noche anterior había sido una fractura en su realidad. La sangre en la playa, la masacre, la aparición de esa mujer con sus ojos de un azul tan intenso que parecían beber la luz, sus cicatrices plateadas que, incluso en la penumbra, brillaban con una luminiscencia extraña. Todo gritaba "anomalía", "imposible", "sobrenatural". Y eso, para un hombre como Florencio Lombardi, era un insulto a la lógica, a la ciencia, al orden que había dedicado su vida a construir. Él era un hombre de hechos, de números, de causas y efectos.

Se había convencido a sí mismo, con la obstinación de un cientificista, de que todo lo que había visto tenía una explicación racional, aunque aún no la hubiera encontrado. Eran armas biológicas, experimentos fallidos, un complot de Blandini para desestabilizar la provincia. Un "Proyecto Sombra", sí. Cualquier cosa, menos lo que sus ojos, por un instante, habían creído ver. Porque aceptar la existencia de una mujer capaz de sobrevivir a ese infierno y de sanar con esa velocidad inhumana, significaba reescribir las leyes del universo. Y Florencio Lombardi no estaba listo para eso. Pero el olor a hierro dulce, a bosque y a algo más, algo salvaje, que emanaba de Selene, lo inquietaba, lo irritaba, lo atraía de una forma que no podía controlar. Y eso lo enfurecía aún más, porque esa atracción era una grieta en su lógica, un fallo en su sistema.

Se acercó a la mesa de madera rústica donde había dejado anoche un vaso de whisky, ahora vacío. Miró a Selene, aún sentada en la silla frente a la chimenea, su figura envuelta en la camisa de él, su mirada perdida en las brasas agonizantes. No era una víctima común. Su silencio no era el de una mujer asustada. Era el de una criatura que esperaba. Que calculaba. Que no temblaba. Y esa falta de miedo lo exasperaba, lo intrigaba, y encendía en él una curiosidad peligrosa.

Dio unos pasos, sus botas crujiendo en el suelo de madera. El sonido lo hizo parecer más grande, más imponente, la sombra de su autoridad alargándose en el pequeño espacio. Se detuvo a unos metros de ella, la espalda recta, la mandíbula tensa. En sus manos llevaba dos tazas de café humeante y un plato con unas galletas secas. El aroma amargo del café se mezclaba con el olor a pino y a la colonia masculina que Selene había empezado a asociar con la prisión.

—Luna —dijo su voz, grave, controlada, sin un atisbo de preocupación, solo impaciencia y control. El uso del apodo, esa mentira que ella le había entregado, sonó ahora con un matiz diferente, casi una prueba, un recordatorio tácito de que él sabía que ella le había mentido. 

Selene levantó la vista, sus ojos azules, fríos como lagos glaciares, se encontraron con los suyos. No había miedo en su mirada, solo una calculada indiferencia. La geografía de dolor que era su torso, esa piel pálida y marcada por cicatrices, parecía desafiarlo a que la tocara, a que la confirmara.

—¿Estás bien ahí adentro? —insistió él, su tono un poco más firme. No esperando una respuesta, sino marcando territorio. No había un "¿cómo te sentís?", una pregunta humana, sino un "¿me oís?", una exigencia de obediencia, de reconocimiento.

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