El silencio después de la masacre era espeso.
Florencio frunció el ceño. La mujer frente a él no era una víctima común. Ni una piba asustada. Tampoco parecía drogada. Había una lógica extraña en sus palabras. Una lógica que él no entendía… pero que lo excitaba sin querer. No gritaba. No lloraba. No temblaba. Eso le resultaba más extraño que cualquier otra cosa. Luna Maris, como había dicho llamarse. El cabello pegado de sudor, la herida bajo la costilla que sangraba raro, lento, como si su cuerpo se negara a descomponerse. Florencio respiró hondo. Acomodó otra bala en la recámara. Desde el bosque, los aullidos se multiplicaban. —Quedan más —murmuró para sí, y se agachó junto a uno de los cuerpos. El animal —porque para él eso era, un animal enorme y deforme— aún jadeaba. Las patas parecían humanas, pero Florencio no se detuvo a buscar explicación. No creía en esas cosas. Solo en lo que sangra y se puede matar. —No vas a hacerme perder el sueño —dijo. Y disparó. El cráneo estalló en carne y vapor caliente. Selene volvió a caer tras oír el disparo. Cerró los ojos. Tal vez por debilidad, tal vez porque su cuerpo no soportaba la mezcla de dolor y furia. Tal vez por el sabor sucio de ese disparo en su memoria. Florencio recogió los casquillos. No iba a dejar rastros. Había aprendido a limpiar escenas antes de tener un cargo público. Los pecados se entierran mejor en tierra limpia. Los aullidos se acercaban. Florencio miró de reojo a Selene. Se agachó otra vez. Le tocó el cuello. Estaba tibia. El pecho subía y bajaba rápido. Los músculos vibraban como si algo adentro suyo se resistiera a volver a ser normal. Le llamó la atención. No por miedo. Por rareza. Había visto a gente hecha pedazos, a muertos con las tripas al aire, a hombres que se cagaban encima de terror. Pero esta mujer… Esta mujer ni pestañeaba.Eso sí era inquietante. Y sin saber por qué, murmuró: —Tenés ojos de loba. Selene lo miró. —Y vos… de león. Florencio soltó una carcajada seca, arrogante. Le gustaba la insolencia. Le gustaba que no temblara. —Siempre me dijeron que no confiara en mujeres que huelen a bosque. Selene respiró hondo. El frío le mordía la piel, pero el cuerpo estaba acostumbrado a otras cosas. —Y a mí, que los tipos que disparan con elegancia son los peores. Por primera vez, un leve tirón de reconocimiento entre dos bichos rotos. No deseo. No atracción. Instinto. Florencio se mantuvo cerca, sin tocarla. Pero estaba ahí. El olor a cuero, a pólvora, a rabia y a soberanía. Ella lo sintió. Y en su cabeza no dejaba de repetirse el cuerpo de Abril tirado en el bosque. Las risas apagadas de Romi. El miedo inmóvil de Mar. No era momento para dejarse leer. Florencio bajó la mirada a la cicatriz en espiral de la clavícula. La tocó, como tanteando un borde antiguo. Selene se tensó. El contacto fue leve. No de caricia. De curiosidad. —Vi cosas raras esta noche —murmuró él—. Y vos estabas ahí. Desnuda. Sin correr. —No sé de qué hablás. —Eran lobos enormes. No eran perros. Ni zorros. Ni… nada de lo que me haya cruzado. Selene sostuvo la mirada. —Entonces no sabés lo que viste. Florencio apretó la mandíbula. Algo no cuadraba. Pero no iba a ponerse a buscar fantasmas. Solo sabía que la mujer de ojos plateados que se negaba a temblar era lo más parecido a una respuesta que había visto en años. —Solo sé que te perseguían. Y vos… parecías tenerles más lástima que miedo. Selene cerró los ojos un instante. No había respuesta posible. No sin abrir heridas. Cuando volvió a mirarlo, habló ronca: —¿Y vos qué creés? Florencio bajó la mano. La dejó ahí, a medio camino. —Que sos distinta. Selene tragó saliva. Pero no dijo nada.🌑 🌊 🐾
Florencio se enderezó.
El fusil colgado al hombro. Las cicatrices marcadas en el pecho. Selene lo miró desde abajo. El suelo frío. La fiebre en su cuerpo. Y el olor a sangre vieja en el aire. —Levantate. Nos vamos. —¿Qué? —Acá no estás segura. —¿Y con vos sí? Florencio se agachó, la miró a los ojos. —Si quisiera matarte, ya lo habría hecho. Selene vaciló. El cuerpo dolía. El alma también. Pero algo le decía que estar sola era peor. Se levantó. Y se desplomó. Florencio la sostuvo antes de que tocara el suelo. —Vamos —murmuró, deslizando un brazo bajo su espalda y otro bajo sus rodillas. La levantó como si no pesara nada. —¿A dónde me llevás? —gruñó ella. —Donde no te maten antes de que me expliques todo. —Y si no quiero… —No es una elección. —Entonces tampoco fue un rescate. Selene cerró los ojos. La última imagen antes de que todo se apagara fue la de esos ojos verdes clavados en ella. Sin miedo. Sin odio. Y sintió, en la herida abierta al costado, algo más que dolor. El cuerpo se acomodó contra el pecho de ese desconocido.Y supo que el enemigo ya no eran las bestias.Era todo lo demás.🌑 🌊 🐾
Florencio la subió a una camioneta oscura.
La acomodó en la parte trasera, tapándola con una manta militar. Cerró la compuerta. La luna seguía roja. El mar respiraba hondo. Los aullidos ya estaban sobre ellos. El bosque ya los traía encima. Más pisadas. Más carne que matar. El camino estaba cubierto de niebla. Florencio cargó el fusil. Miró hacia los árboles. Dos pares de ojos lo miraban. Sonrió, sin miedo. —Vengan —dijo. Y aceleró. La camioneta se perdió en la bruma. Atrás quedaron los cuerpos, la sangre, el grito de Abril flotando en el aire. Y al lado suyo, en el asiento trasero, una loba dormida empezaba a soñar con su forma verdadera. Florencio la miró por el retrovisor. Y en voz baja, sin saber que ella lo oía, susurró:—Luna Maris… ¿Qué carajo sos vos?La camioneta avanzaba como un animal cansado por el camino de tierra, tragándose la niebla densa de la noche cerrada. Florencio manejaba en silencio, los nudillos tensos sobre el volante, el motor grave como un ronquido sordo en medio de la nada.Selene intentó moverse, pero un tirón en el costado le arrancó un jadeo contenido.—No hagas fuerza —dijo él, sin apartar la vista del frente.Un zorro cruzó la ruta y desapareció entre los arbustos. La camioneta se detuvo en mitad de la nada. No había luces. Ni carteles. Solo la luna colgada, pálida, como un farol enfermo.Un pozo en el camino la sacudió de golpe. Selene despertó sobresaltada cuando las ruedas mordieron el bache. El ardor en su costado era profundo, pegajoso. Sabía qué era. Lo sabía desde el instante en que sintió el metal dentro, pero no podía nombrarlo. No ahora.🌑 🌊 🐾Florencio bajó primero. Caminó hasta una verja oxidada y la forzó con un empujón de cadera. El chirrido metálico sonó como un quejido de abandono. Detrás
La madrugada arrancó a Selene varias veces del sueño. Fragmentos de Abril. De Romi. De Mar. Y esa certeza áspera de no saber dónde estaba la última.El pecho le ardía. No solo la herida, sino la rabia. La pena. Y esa culpa tibia e incómoda de seguir respirando.Un zarpazo en el sueño la despertó de golpe. Un espasmo, como si algo la hubiese desgarrado desde adentro.Abrió los ojos. La boca seca. El ardor en el costado.Por un instante quiso creer que seguía muerta. Pero no.El dolor era demasiado real. La bala seguía ahí. Como un latido ajeno dentro suyo. Como una herida con voz propia. Cicatrizando a una velocidad imposible.Parpadeó, desorientada.No había paredes conocidas, ni música baja, ni voces de amigas riéndose entre carpas. Solo el olor a sal, a tierra mojada, a sangre reseca, impregnándolo todo como una segunda piel.Y entonces los recuerdos.El fuego agitándose en la playa. Los aullidos. El grito desgarrado de Abril. El cuerpo abierto sobre la arena. Los ojos fijos en un c
El ruido de la puerta al abrirse fue seco, cortante. Selene no se dio vuelta. Ya había sentido su olor antes de que cruzara el umbral. Madera, cuero, pólvora vieja y hombre. Ese aroma denso que quedaba en la garganta como una amenaza.Camisa blanca arremangada, manchada de hollín y sangre vieja. Borcegos embarrados. Anillo dorado en el dedo. El pelo desordenado como una melena de león. Y ese perfume maldito a cuero, pólvora y poder sucio.Florencio.Entró como si la cabaña fuera suya y ella no fuera más que un mueble torcido dentro de ella. Con la naturalidad de quien ya te conoce desnuda. Aunque no te haya tocado.Cargaba un bolso y traía una bolsa de tela. El cabello revuelto. La camisa arremangada hasta los codos. Manchada de hollín. Pantalón negro. Cinturón de cuero. El anillo dorado brillando bajo la luz grisácea como un testigo mudo.—Doce horas durmiendo —gruñó, sin molestarse en disimular el tono de reproche.No había preocupación en su voz. Era un reproche envuelto en tono ca
Florencio dio un paso.—Tenés fiebre —sacó un frasco de vidrio oscuro de un bolso y se acercó a ella—. Esto va a ayudarte. Antiséptico natural. También analgésico. La herida…Selene lo alejó de un empujón.—Sé cómo curarme sola.—Entonces hacelo. Pero primero vestite.Le tendió la bolsa de tela. Selene se la arrancó de las manos con una brusquedad innecesaria. La abrió. Un pantalón viejo de algodón. Una remera gris masculina. Nada más.—No es mucho. Algo mío. Lo más limpio que encontré.Ropa de hombre. Ropa que olía a él.—¿Dónde está mi ropa?El olor de las prendas era inconfundible. Cuero, madera, pólvora, sal… y algo más.Él.—Quemada. Tenía sangre, barro. Olor a bosque, lobos.Selene soltó un bufido.—Gracias —dijo, sin tono.No lo miró.Florencio sonrió, apenas. No por amabilidad. Sino porque reconocía a su propia especie. No a una mujer, sino a alguien como él. Alguien con colmillos guardados.—No sé qué carajo hiciste anoche —murmuró él—. Pero no sos como las otras.Selene se g
Cuando Selene abrió la puerta, encontró a Florencio de pie, apoyado contra la pared del galpón, mirando hacia el mar.—¿Dónde estamos?—Zona de médanos, al sur. Galpón pesquero abandonado. Lo usé más de una vez.—¿Para esconder cuerpos?—Para salvar vidas —respondió él, sin inmutarse.Silencio.Florencio dio un paso hacia ella. Selene se tensó. Él lo notó.—Podés relajarte. No voy a tocarte.—Ya lo hiciste.—Solo lo justo.—A veces, lo justo también deja marcas.Florencio sonrió, apenas. Levemente.—Tenés frases peligrosas para estar herida.—Y vos, ojos suaves para ser un asesino.Él la miró, sin perder la calma. Pero algo en su mandíbula se tensó.—¿Sabés lo que eran esas cosas anoche?Selene no bajó la guardia.—¿Y vos?Florencio suspiró.—Lobos —dijo él—. Pero no comunes. Luisones, los llaman quienes creen en eso. Hombres-lobo. Bestias híbridas. Criaturas malditas. Para mí… solo eran lobos. Pero muy grandes.Selene lo observó con una mezcla de sorpresa y alarma. Disimuló el temblo
La linterna temblaba en la mano de Mar D’Argenti, agotada, con las pilas agotándose y el viento de la costa mojándole el rostro. Cada paso sobre la arena húmeda era un eco de lo que ya no estaba. La niebla de la madrugada apenas le permitía ver a unos metros, y el aire olía a madera quemada, a sal… y a algo más. Un olor terroso, metálico, que se le adhería a la garganta. La playa, donde horas antes había risas, cervezas y música baja de parlante, ahora era un cementerio invisible. La fogata se había extinguido hacía rato. Las carpas estaban desgarradas, los objetos desperdigados como si un animal furioso hubiera pasado devorando historias. Mar no llamó. No gritó. El cuerpo sabía antes que la cabeza. Sabía que la noche se había llevado todo. Agachada, entre ramas partidas, descubrió rastros. Marcas profundas en la tierra húmeda. Zarpazos en la corteza de un árbol. Y entre las piedras, la prenda. Una bombacha negra. Rasgada. Húmeda. Olor a Selene. La alzó. Se la llevó al rostro. La
La linterna se había quedado sin pilas. Mar D’Argenti avanzaba en la oscuridad como un animal herido, guiada solo por el olor. A sangre. A pólvora. A bosque húmedo. La arena mojada se le metía entre los dedos. El viento le pegaba mechones de pelo suelto a la cara. Tenía las manos arañadas de tanto apartar ramas y espinas. La boca seca. Y en el corazón golpeando como una cosa rabiosa. El mismo desde que había visto aquel charco de sangre junto a la fogata arrasada. No había gritado. No había buscado ayuda. La búsqueda de Selene era suya. De nadie más. Había caminado durante horas buscando rastros, entre carpas arrasadas, gritos a medio tragar, y cuerpos que ya no estaban. Se agachó y tocó la tierra, como una reverencia casi absurda. Vio un rastro. Sintió un olor. Siguió caminando. Encontró más huellas. Dos tipos de marcas: unas descalzas, pequeñas, de mujer. Otras de borcegos. Un rastro que contaba una historia muda. Selene no estaba sola. Y no había muerto. Mar tragó
Esa noche, Mar se agazapó tras unos arbustos. Se coló entre los médanos.Y entonces, entre las sombras, la vio.Una cabaña baja. De madera gris, al borde del terreno olvidado por el Estado. Una casa rota por el tiempo y por las cosas que había visto.Vio la camioneta.Y en la galería… colgada como una bandera íntima, una camisa blanca de hombre.🌑 🌊 🐾El galpón apenas iluminado desde dentro. Las rendijas dejaban escapar franjas de luz amarilla. El sonido de una taza golpeando madera. Voces bajas.Vio la camisa de Selene colgada en el porche.Y supo que estaba ahí.Su amiga estaba viva.Pero no sola.Mar no se acercó. No tocó. No llamó.Se quedó mirando desde la oscuridad. El cuerpo tenso. La mano acariciando la bombacha guardada en el bolsillo.El instinto se le agarró al pecho como un animal rabioso. No hizo falta que se acercara. Desde la sombra, invisible, vio a Selene cruzar la cocina. Cabello oscuro suelto, camisa de hombre, piernas desnudas. Ese cuerpo que había mirado de re