Mar no corrió.
Un instinto primario, la parte lógica y humana que aún le quedaba, le gritaba que obedeciera a Selene, que se diera la vuelta y se perdiera en la negrura del bosque. Pero otra cosa, una fuerza más antigua y oscura, la ancló a la tierra húmeda. La fascinación era un veneno más potente que el miedo. Se quedó oculta en la penumbra de unos arbustos espinosos, observando. Veía la forma en que el cuerpo de Selene se tensaba, no de pavor, sino de una furia acumulada que parecía hacer vibrar el aire a su alrededor. Veía el brillo animal que comenzaba a encenderse en sus ojos azules, transformándolos en dos esquirlas de plata líquida, algo más antiguo, más peligroso, más real. Y entonces, Selene comenzó a desnudarse. El acto fue una blasfemia de calma en medio del caos. Lo hizo despacio, con una lentitud ritual que era un insulto a la urgencia del momento, a las fauces que esperaban a escasos metros. Cada prenda que caía a la arena era una capa de humanidad que se desprendía, una confesión silenciosa de lo que estaba por desatarse. La escena golpeó a Mar con la fuerza de un orgasmo inesperado, un impacto que le revolvió las entrañas. La desnudez de Selene no era la de una víctima. Era la desnudez del poder primordial, la de una diosa pagana a punto de recibir a su bestia amante. Y Mar, oculta en las sombras, sintió una punzada aguda de envidia. Una envidia corrosiva, mezclada con un deseo oscuro de poseer esa fuerza, de ser testigo de su liberación, de grabarla en su mente con exactitud milimétrica. El cuerpo de Selene, ahora completamente desnudo, se tensó hasta el límite. El vello fino de sus brazos y piernas se erizó, no por temor, sino como el preludio de un pelaje más denso. La garganta se le llenó de gruñidos primarios, un lenguaje que los lobos que acechaban entendieron perfectamente. Retrocedieron un paso, expectantes, confundidos ante esa presa que se negaba a serlo. Selene alzó el rostro hacia la luna, suplicante y desafiante al mismo tiempo, en un gesto de entrega y rebelión. Y entonces se dejó caer de rodillas sobre la arena fría y húmeda. —Hacelo —susurró. La voz fue un hilo roto, inhumano. No era una súplica. Era una orden. Un permiso concedido a la bestia interior. Y el cambio empezó. Sintió el latigazo de poder recorriéndole la médula, un relámpago de dolor y éxtasis. Los huesos comenzaron a reacomodarse con crujidos secos, audibles. La piel se estiró hasta el límite del desgarro, ardiendo, como si miles de agujas invisibles la estuvieran redibujando desde dentro. La sangre hirvió, pidiendo más espacio, más furia. Su cuerpo entero quería romperse, quería estallar para dar paso a la otra forma, a la loba que esperaba su momento agazapada en la oscuridad de su ADN, la herencia sagrada y maldita de los Maris. Gritó. Un grito que ya no era humano. Las uñas de sus manos y pies se alargaron, se curvaron, se endurecieron hasta que se convirtieron en garras afiladas, letales, que se clavaron en la arena.. El vello níveo con fulgores argénteos, su herencia más pura, estalló sobre su carne como una segunda piel. Sus ojos azules se fundieron en un plata líquido, sobrenatural. El poder puro, salvaje, le rompió las costillas con una sacudida violenta para hacer espacio a nuevos pulmones, y a un corazón más grande, más violento. El mundo olía distinto ahora. Más intenso. Más crudo. Más real. El olor a sal, a sangre, al miedo de Mar, al odio de los otros lobos. Todo era un mapa olfativo que podía leer con los ojos cerrados. Por un instante, fugaz y perfecto, supo que nadie podría tocarla, que era invencible. La loba abrió los ojos, las fauces entreabiertas mostrando el brillo húmedo de los colmillos, lista para la caza, para el festín de sangre que la noche y sus enemigos le debían. Y entonces...¡BANG! Un disparo. Seco. Limpio. Metálico. Un sonido que no pertenecía a ese ritual de sangre y arena. Un sonido que no era el rugido de un animal ni el estruendo de un trueno. Era otra cosa. Precisa. Fría. Calculada. Una traición inesperada, llegada desde la oscuridad. El poder, el éxtasis, la transformación. Todo se detuvo en un instante suspendido. 🌗 🌖 🌕 No fue un estruendo. Fue una sinfonía tan rápida y despiadada que su mente apenas pudo procesarla. Un sonido que no pertenecía al caos. Un silbido cruel, un latigazo metálico que quebró la metamorfosis justo cuando la bestia asomaba en toda su magnífica y aterradora potencia, en el umbral mismo de su poder desatado. Un dolor puro, químico, insoportable, escapando de su garganta de loba a medio formar. No fue un impacto. No fue un golpe. Fue una quemadura. Una quemadura helada, invisible pero devastadora, que le abrió la piel bajo la costilla izquierda. Sintió como si un hierro al rojo vivo, pero gélido a la vez, le hubiera atravesado la carne, disolviendo su poder, apagando el fuego sagrado de la metamorfosis con una frialdad química y letal. El metal se incrustó, alojándose profundo en el músculo, robándole el aliento, cortando de raíz la conexión con la luna. Su propio instinto, su propia sangre, se volvieron contra ella, atacando al invasor con una violencia que la consumía desde adentro. Se dejó caer de rodillas. Y lo supo antes de olerlo, antes de que el aroma dulzón y antinatural, el perfume de la muerte para los de su especie, le llegara a las fosas nasales dilatadas.Plata. La palabra fue un grito silencioso en su mente febril. El metal maldito. El veneno de su linaje. La única cobardía capaz de doblegar a un lobo. El mundo se inclinó. El cuerpo, en shock, convulsionó. La transformación, interrumpida en su clímax, se revirtió con una prisa dolorosa, un desgarro inverso que la dejó vacía, expuesta en su humanidad forzada. Las garras a medio formar se encogieron con espasmos agónicos, dejando sus manos pequeñas y débiles, sucias de tierra y de su propia sangre. Los ojos, partidos entre el azul humano y el plata licántropo, reflejaban la confusión y el dolor desgarrador de la traición. No había ni mujer, ni bestia. Solo carne herida. Desde su escondite, Mar vio el colapso. La diosa había caído. La bestia sangraba. Y entonces, de la oscuridad del bosque, no de donde había venido el susurro de la plata, sino de otro sector, surgió un nuevo sonido. El de borcegos pesados sobre la arena. Y más disparos.¡BANG! ¡BANG! ¡BANG! Esta vez, secos. Rotundos. Salvajes. El repiqueteo familiar de balas comunes, el estruendo furioso de un arma de alto calibre. No era el silbido inaudible de la plata. Era el rugido del acero. Seguidos por aullidos agónicos de las otras bestias, los lobos de Elio, cayendo bajo ese fuego nuevo e inesperado. La conciencia de Selene se desvanecía. Lo último que oyó fueron los cuerpos pesados desplomándose sobre la arena con un sonido sordo y húmedo. El olor a pólvora quemada, mucho más vulgar y humano que el de la plata, se mezcló con el de su propia sangre y el de la tierra húmeda. Levantó la cabeza apenas, un último esfuerzo antes de que la oscuridad la tragara. A través de la bruma de su agonía, vio una silueta. Alta. Imponente. Recortada contra la luz enferma de la luna. Una figura de hombre, con un fusil de asalto humeante en las manos, avanzando con la calma de un depredador que acaba de limpiar su territorio. Pelo rubio, revuelto como una melena. La postura de alguien acostumbrado al poder y a la violencia.Florencio Lombardi. Él no la vio al principio. Sus ojos verdes, impenetrables, fríos como el acero, estaban fijos en los cuerpos de los lobos que había abatido, asegurándose de que la amenaza estuviera neutralizada. Cuando finalmente bajó la vista y la luz de una linterna táctica barrió el claro, el haz se detuvo en ella. Tirada en la arena. Desnuda. Temblando. Con la piel cubierta de una mezcla de sangre y ese vello plateado que aún no se había retraído del todo. Florencio se quedó inmóvil por un segundo. Su mente lógica, su paradigma de "bestias producto de experimentos", no podía procesar esa imagen. La mujer que había creído una simple víctima, se veía como una anomalía en medio de la masacre. Y él, el hombre que acababa de llegar, fusil en mano, oliendo a pólvora, parado como un verdugo sobre los cadáveres. En la mente febril y delirante de Selene, las dos imágenes se fusionaron en una sola y terrible certeza: el hombre que acababa de salvarla de los lobos de Elio era el mismo que, segundos antes, le había disparado el veneno de plata. El cazador que había esperado el momento de su máxima vulnerabilidad para derribarla. Cerró los ojos, el rostro contra la arena fría. El abrazo de la plata recordándole con cada punzada que, a veces, incluso la bestia más salvaje, puede ser derribada. Que la venganza, a veces, tiene un precio demasiado alto.Todo se cerró como la boca de un lobo. 🌑 🌘 🌗 🌗 🌖 🌕