La madrugada arrancó a Selene varias veces del sueño.
Fragmentos de Abril. De Maia. De Mar. De sangre. El cuerpo abierto de Abril sobre la tierra. La luna podrida colgando en el cielo. Los aullidos. Los gritos que la tierra no devolvía. El olor a muerte vieja. Cada vez que cerraba los ojos, volvía ahí. A la playa. Al claro. A la sangre caliente. La herida en su costado ardía, palpitando como una boca abierta. La fiebre le recorría el cuerpo, pegándole la piel al colchón áspero. El vendaje improvisado no alcanzaba a contener el calor que subía desde la carne. Y no era solo fiebre. Era otra cosa. Un tirón desde adentro. Como si la parte que había querido romper la piel antes del disparo todavía buscara salir. Una vez soñó —o creyó soñar— que Abril la llamaba desde la orilla. La luna roja sobre su cara destrozada. «Corré», decía. Pero Selene no corría. No podía. Cada espasmo la dejaba al borde. Los dedos crispados. La boca seca. La herida supuraba algo espeso, caliente. Cada tanto, el cuerpo vibraba. La piel se erizaba. Las uñas se afilaban medio milímetro antes de volver. La garganta rugía en un gruñido sordo que no llegaba a la superficie. Era como si todo en ella intentara mutar. Y algo —el dolor, la plata, la maldita bala— lo frenara. Una jaula viva.🌑 🌊 🐾
Afuera, el viento golpeaba las contraventanas. La madera crujía. La noche olía a sal, a humo viejo, a algo animal.
Florencio no dormía. Sentado junto a la puerta, el fusil sobre las rodillas, la camisa manchada de barro seco. No decía nada. Solo miraba. Cada tanto, su mirada se posaba sobre ella. Como un animal que estudia al que podría morderlo. No era compasión. No era miedo. Era otra cosa. Desconfianza mezclada con curiosidad. Y una pizca de algo sucio que no admitía. Cada vez que ella jadeaba, él tensaba la mandíbula. Cada vez que el cuerpo de Selene se arqueaba en un espasmo, él levantaba la vista. Cuando la fiebre le arrancó un gemido ronco, Florencio se acercó. Le tocó la frente. Estaba ardiendo. —La puta madre… —murmuró. Buscó un frasco de alcohol, un trapo. Volvió junto a ella. Sin palabras. Selene abrió los ojos medio nublados. Lo miró. El vendaje sucio. El torso marcado. Ese maldito olor a pólvora y cuero que se le pegaba a la piel. —No me toqués —murmuró. Florencio no le hizo caso. Le apoyó el trapo húmedo en la frente. La fiebre le hervía los huesos. —Dejá de hacerte la valiente —gruñó él—. No quiero que te mueras antes de explicar qué carajo hacías desnuda frente a esos bichos. Selene lo miró. Una chispa vieja en la mirada. —No te importa. Florencio se detuvo un segundo. Se agachó hasta quedar a su altura. —Todo importa cuando no encaja. La habitación olía a fiebre, a alcohol, a cosas que no se nombran. Selene cerró los ojos. —Andate —susurró. Florencio no se movió. Observó cómo las uñas de ella se marcaban en la manta. Como los músculos de los muslos se tensaban. Como la respiración se volvía entrecortada, no solo por el dolor. Algo se debatía adentro. No sabía qué. No podía saberlo. Pero lo sentía. Era ese sexto sentido de los hombres que han visto demasiadas muertes. Algo en ella estaba roto. Y algo más estaba a punto de salir.🌑 🌊 🐾
Florencio le apartó un mechón de pelo pegado a la sien.
—No quiero tu agradecimiento —dijo, seco—. Pero tampoco quiero que te mueras acá. Selene sonrió de lado, amarga. —No pienso morirme. No todavía. Otro espasmo. Florencio apretó los dientes. —Dormí. Ella no lo hizo. Cada vez que cerraba los ojos, Abril. Cada vez que intentaba dormir, el cuerpo intentaba cambiar. Y cada vez que la fiebre le robaba la conciencia, la respiración de Florencio seguía ahí. Al otro lado del cuarto. Vigilante. Desconfiado. Y, aunque no lo admitiera, intrigado. Porque había algo en esa mujer desnuda, ensangrentada y muda, que no le dejaba apartar la vista. Y Florencio sabía que eso, en su mundo, siempre era un problema.