Mundo ficciónIniciar sesiónSelene lo observó. Tomó la taza de café con las manos temblorosas, el calor una extraña bendición contra el frío que sentía en su interior. Bebió un sorbo, el líquido negro quemándole la lengua, recordándole que seguía viva, que la batalla no había terminado, que el fuego aún ardía. Luego, con una lentitud exasperante que era a su vez un acto de desafío silencioso, la dejó sobre la mesa. Su silencio era una respuesta, un muro impenetrable que él no podía derribar con simples preguntas, un territorio que no le concedería con facilidad.
Florencio suspiró, un sonido áspero que resonó en la pequeña cabaña, un indicio de la frustración que empezaba a corroer su calma. Dejó el plato de galletas sobre la mesita auxiliar, lo suficientemente cerca para que ella lo alcanzara, lo suficientemente lejos para que el gesto no se sintiera íntimo. La máscara del poder, agrietada por un momento, se había recompuesto. Más dura. Más fría. El rostro pragmático del estratega. —Tenemos que hablar —dijo, la voz grave, despojada de cualquier matiz de la intimidad forzada que habían compartido la noche anterior. Selene sintió el cambio de temperatura en el aire. La conexión, ese delgado hilo de tensión erótica que los unía, se había cortado. El Gobernador había vuelto, el hombre que no creía en lo que veía, el que solo hablaba el lenguaje del poder y la política. —¿Creí que eso estábamos haciendo, Gobernador Lombardi? —respondió ella, reajustando su propia coraza, el sarcasmo volviendo a afilarse en su voz, una daga sutil. Escupió el título, "Gobernador", con un veneno preciso, su forma de decirle que el juego había cambiado, que ella ya no era la víctima ignorante. Había pasado horas en la cabaña, escuchando el rugido lejano de las olas, sintiendo la opresión del bosque, pero también meditando, planeando. La sorpresa cruzó el rostro de Florencio por una milésima de segundo, seguida de una rápida, casi imperceptible, mueca de respeto a regañadientes. Asintió lentamente, aceptando la nueva regla del juego. Se apoyó contra el marco de la puerta, cruzando los brazos, bloqueando simbólicamente la salida. Una nueva jaula, pero esta vez, con sus barrotes hechos de palabras, de poder, de una tensión innegable. —Estábamos estableciendo hechos —dijo, su voz retomando el tono de comando—. Ahora vamos a establecer las… reglas —hizo una pausa, dejando que el peso de la palabra se asentara—. Lamento lo de tu amiga. Abril —su mención de Abril, la chica muerta en la playa, no sonó a compasión, sino a cálculo, a una pieza movida en un tablero político, un pretexto más que una disculpa. —Lamentarlo no la va a traer de vuelta —respondió Selene, sus ojos azules fijos en él, sin lágrimas, la voz sin temblar. La ira le hervía en las venas, pero la mantuvo contenida, un fuego helado—. Pero quizás te dé un buen titular para tu campaña. "Gobernador Lombardi, consternado por la tragedia, promete mano dura contra las bestias". Suena bien. Vende —sus palabras eran un puñetazo directo a su punto más vulnerable: su ambición, su imagen pública. Era una lectura precisa de su alma, un reconocimiento de que, para él, la tragedia era una oportunidad política. —No es tan simple, "Luna" —dijo él, y el uso del apodo ahora sonaba deliberadamente condescendiente, un recordatorio de que él sabía que ella le había mentido, y que también tenía armas verbales—. Y sí, voy a usarlo. Porque es mi trabajo. Esto —hizo un gesto amplio, abarcando la cabaña, el bosque, la memoria aún fresca de la masacre—, el cuerpo destrozado de esa chica, tus amigas desaparecidas… nada de eso le hace bien a la provincia —su voz se volvió más intensa, más cargada de la presión que sentía—. Mancha la imagen de Mar del Plata como destino turístico, la sensación de seguridad que tanto nos costó construir. Hunde la temporada. Genera pánico. Debilita mi posición frente a populistas buitres como Blandini. Tengo que mostrar que puedo controlarlo. Que soy fuerte. Que puedo… limpiar el país de estas amenazas, sean lo que sean. Florencio era una máquina política, un hombre que traducía el horror en gráficos de encuestas, la sangre en titulares de prensa, la vida y la muerte en ventajas o desventajas estratégicas. Selene lo vio, lo entendió. Lo despreció. Y una parte de ella, una parte astuta y antigua, reconoció la utilidad de ese monstruo. Era un rey en su propio reino, un león acorralado que, para defenderse, era capaz de quemar el bosque entero. Y por ahora, ella estaba dentro de su territorio. —¡No es un juego! —replicó ella, poniéndose de pie con una energía que no sabía que tenía, la furia dándole un impulso que se negaba a extinguirse, una llama que ardía en sus ojos—. ¡Es mi vida! ¡Es mi especie! ¡Es una guerra que vos no entendés y en la que te metiste sin que nadie te llamara! —la cabaña se volvió pequeña, opresiva. El aire vibraba con la tensión de dos depredadores en un espacio demasiado reducido para ambos. —¡Me metí porque encontré a una piba muerta y a otra desnuda y herida en una playa de la provincia que gobierno! —su voz se elevó, resonando en la pequeña sala con la fuerza de un trueno, su frustración brotando—. ¡Ese es mi puto trabajo! ¡Entenderlo y solucionarlo! —dio un paso hacia ella. Rápido. Decidido. Antes de que Selene pudiera reaccionar, la tenía acorralada contra la pared de piedra de la chimenea. El calor de las brasas a su espalda, el calor denso del cuerpo de él por delante. No había escapatoria. Era una invasión calculada, una demostración de fuerza, sin necesidad de contacto físico. Sus ojos oscuros se clavaron en los de ella, buscando una grieta, una debilidad, un punto donde su lógica pudiera penetrar la coraza de esa criatura indomable. —Mirá, Luna… te aviso algo. Yo no sé qué clase de locura manejan ustedes en esta costa —dijo, su voz un susurro peligroso, pegado a su rostro, cada palabra una amenaza velada. Se inclinó, a un suspiro. Apoyó una mano contra la pared junto a su cabeza, cercándola—. Pero lo que sí sé es que… no pienso dejar vivo a nadie que represente un peligro para este país —era una amenaza. Una promesa. Una declaración de guerra directa, no solo a su especie, sino a su propia existencia.






