La camioneta avanzaba como un animal cansado por el camino de tierra, tragándose la niebla densa de la noche cerrada. Florencio manejaba en silencio, los nudillos tensos sobre el volante, el motor grave como un ronquido sordo en medio de la nada.
Selene intentó moverse, pero un tirón en el costado le arrancó un jadeo contenido. —No hagas fuerza —dijo él, sin apartar la vista del frente. Un zorro cruzó la ruta y desapareció entre los arbustos. La camioneta se detuvo en mitad de la nada. No había luces. Ni carteles. Solo la luna colgada, pálida, como un farol enfermo. Un pozo en el camino la sacudió de golpe. Selene despertó sobresaltada cuando las ruedas mordieron el bache. El ardor en su costado era profundo, pegajoso. Sabía qué era. Lo sabía desde el instante en que sintió el metal dentro, pero no podía nombrarlo. No ahora. 🌑 🌊 🐾 Florencio bajó primero. Caminó hasta una verja oxidada y la forzó con un empujón de cadera. El chirrido metálico sonó como un quejido de abandono. Detrás, la cabaña: de madera vieja, techo bajo, olor a sal. Un refugio de cazadores. De contrabandistas. De los que prefieren esconder cosas. Selene no preguntó nada. La herida le quemaba. El cuerpo le temblaba como si fuera a romperse… o a transformarse. Florencio abrió la puerta del acompañante y la levantó sin esfuerzo. La manta resbaló. La piel desnuda se pegó a la camisa de él. El calor de su pecho contra el suyo. El roce del mentón sobre su frente. La llevó adentro. El interior olía a humedad y leña vieja. La apoyó sobre un colchón áspero. El contacto le arrancó un escalofrío. —¿Tenés fiebre? —preguntó, sin cambiar el tono. Selene respiró hondo, tragándose el ardor. —Tengo una bala… de plata… en el cuerpo —murmuró, casi irónica, sin pensar. Florencio se detuvo. Parpadeó. —¿Qué dijiste? Ella lo miró. El corazón latiéndole en la garganta. Parte de ella quería gritarlo todo. Pero había aprendido a callar. —Dije… que tengo calor. Florencio no la creyó, pero no insistió. Fue hasta un mueble desvencijado, rebuscó en un botiquín. Volvió con una botella de alcohol y una gasa. Se arrodilló junto al colchón. —Voy a limpiar esto. —No te lo pedí. Él ignoró la réplica. Levantó la manta hasta descubrir el costado herido. La piel brillaba bajo la linterna. Los pechos tensos, el cuerpo tembloroso. La herida, sucia y tensa, no sangraba como debería. Ardía. No era cualquier bala. Selene lo sabía por esa quemadura que no solo dolía, sino que devoraba. El alcohol quemó como un disparo nuevo. Se mordió el labio. El contacto le hizo arquearse. No era solo dolor. Había algo más. Algo que prefería no nombrar. Un gemido se le escapó entre los dientes. Florencio lo notó. La forma en que contenía el aliento, cómo apretaba los muslos, el temblor bajo la piel, los pezones endurecidos por más que fiebre.🌑 🌊 🐾
Florencio bajó la vista, sin querer, a los labios entreabiertos de Selene. La habitación era un mundo sin sonido, solo el roce de la gasa sobre la herida, y la respiración de ella, agitada, contenida, como si el dolor la obligara a recordarse viva.
—¿Te duele ahí? —preguntó él, tocando apenas debajo de la costilla, donde la carne se abría en un corte fino pero profundo. Selene apretó los dientes. —No es el lugar… lo que duele. Es el metal. Florencio se congeló. Otra frase rara. Otra pista. Pero esta vez no preguntó. Solo apretó la gasa. La vio curvarse hacia él con un gemido que no fue exactamente de dolor. —Estás rara —dijo, casi en un susurro. —Y vos… demasiado cerca. Él no se movió. La miró con algo más que curiosidad. —Podría dejarte sola. Podría irme. Pero no me fui. —¿Por qué? —Porque te vi desnuda, sangrando, en medio de algo que no entiendo… y no pude dejarte. —Entonces sí entendés. Florencio entrecerró los ojos. —¿Qué sos, Luna? ¿Por qué no sentiste miedo? Ella no contestó. Solo lo miró. Y en sus ojos plateados había algo demasiado salvaje para ser humano… y demasiado herido para ser animal. —¿No les tenés miedo? —Yo solo le temo… a los cobardes que se defienden con pólvora. Y ahí estaba. En una confesión envuelta en sangre y luna. Una herida abierta con palabras. Florencio apretó los puños. Todo en él era tensión. Control. Pero también deseo. Un deseo que no podía entender ni frenar. Selene se sentó despacio. El cuerpo aún tembloroso. El costado cubierto con una gasa improvisada. La manta caída sobre la cadera. Los pechos semi descubiertos. Florencio la miró. La boca entreabierta. Los ojos oscuros. El pecho agitado. Se acercó. No habló. Solo alargó la mano. Le corrió un mechón de cabello húmedo de la frente. Los dedos le rozaron la sien. La piel. El cuello. Selene cerró los ojos. No porque quisiera detenerlo. Sino porque si lo miraba… iba a romperse. Florencio apoyó la palma abierta sobre su mandíbula. La sostuvo así, suave, sin apretar. Como buscando algo en esa piel. Como si su pulgar pudiera leer el lenguaje escondido en el hueso. —Tenés olor a bosque —murmuró. —Y vos… a pólvora. Ella abrió los ojos. Lo miró. Estaban a centímetros. El aire entre ellos no era aire. Era humo. Deseo contenido. Miedo mezclado con hambre. Florencio se inclinó. Pero no fue a la boca. Fue al cuello. Rozó la clavícula con los labios. Bajó apenas por el esternón. Selene contuvo un jadeo. La mano de él descendió por su costado, hasta la gasa. La tocó. Sintió el calor. —Estás hirviendo. —Estoy viva.🌑 🌊 🐾
El aire pesaba. Florencio trabajó en silencio. Terminó de vendarla. Selene se recostó, la manta cubriéndole apenas la cadera. La piel aún temblorosa.
Florencio se quedó mirándola. No como médico. No como salvador. Como un hombre que intenta entender por qué alguien puede sangrar así y no llorar. Le apartó otro mechón de pelo húmedo. Selene cerró los ojos. No para evitarlo. Sino porque si lo miraba, tal vez cedía. —No corriste —dijo él. Selene sonrió, apenas. —A veces no sirve. Florencio se enderezó. Tomó el fusil. Se apoyó contra la pared. —Dormí. Mañana hablamos. Selene no respondió. Se acomodó como pudo. El cuerpo dolía. Pero algo hervía por debajo de la piel. Antes de cerrar los ojos, murmuró: —No te acerques mientras duerma. Florencio dejó el frasco sobre la mesa. Asintió. Cerró la puerta. Y se fue. Afuera, el mar respiraba hondo. Selene quedó sola. Envuelta apenas. Y en la oscuridad, entre cicatrices y hambre vieja, la loba dormida empezó a soñar con fuego.La madrugada arrancó a Selene varias veces del sueño. Fragmentos de Abril. De Romi. De Mar. Y esa certeza áspera de no saber dónde estaba la última.El pecho le ardía. No solo la herida, sino la rabia. La pena. Y esa culpa tibia e incómoda de seguir respirando.Un zarpazo en el sueño la despertó de golpe. Un espasmo, como si algo la hubiese desgarrado desde adentro.Abrió los ojos. La boca seca. El ardor en el costado.Por un instante quiso creer que seguía muerta. Pero no.El dolor era demasiado real. La bala seguía ahí. Como un latido ajeno dentro suyo. Como una herida con voz propia. Cicatrizando a una velocidad imposible.Parpadeó, desorientada.No había paredes conocidas, ni música baja, ni voces de amigas riéndose entre carpas. Solo el olor a sal, a tierra mojada, a sangre reseca, impregnándolo todo como una segunda piel.Y entonces los recuerdos.El fuego agitándose en la playa. Los aullidos. El grito desgarrado de Abril. El cuerpo abierto sobre la arena. Los ojos fijos en un c
El ruido de la puerta al abrirse fue seco, cortante. Selene no se dio vuelta. Ya había sentido su olor antes de que cruzara el umbral. Madera, cuero, pólvora vieja y hombre. Ese aroma denso que quedaba en la garganta como una amenaza.Camisa blanca arremangada, manchada de hollín y sangre vieja. Borcegos embarrados. Anillo dorado en el dedo. El pelo desordenado como una melena de león. Y ese perfume maldito a cuero, pólvora y poder sucio.Florencio.Entró como si la cabaña fuera suya y ella no fuera más que un mueble torcido dentro de ella. Con la naturalidad de quien ya te conoce desnuda. Aunque no te haya tocado.Cargaba un bolso y traía una bolsa de tela. El cabello revuelto. La camisa arremangada hasta los codos. Manchada de hollín. Pantalón negro. Cinturón de cuero. El anillo dorado brillando bajo la luz grisácea como un testigo mudo.—Doce horas durmiendo —gruñó, sin molestarse en disimular el tono de reproche.No había preocupación en su voz. Era un reproche envuelto en tono ca
Florencio dio un paso.—Tenés fiebre —sacó un frasco de vidrio oscuro de un bolso y se acercó a ella—. Esto va a ayudarte. Antiséptico natural. También analgésico. La herida…Selene lo alejó de un empujón.—Sé cómo curarme sola.—Entonces hacelo. Pero primero vestite.Le tendió la bolsa de tela. Selene se la arrancó de las manos con una brusquedad innecesaria. La abrió. Un pantalón viejo de algodón. Una remera gris masculina. Nada más.—No es mucho. Algo mío. Lo más limpio que encontré.Ropa de hombre. Ropa que olía a él.—¿Dónde está mi ropa?El olor de las prendas era inconfundible. Cuero, madera, pólvora, sal… y algo más.Él.—Quemada. Tenía sangre, barro. Olor a bosque, lobos.Selene soltó un bufido.—Gracias —dijo, sin tono.No lo miró.Florencio sonrió, apenas. No por amabilidad. Sino porque reconocía a su propia especie. No a una mujer, sino a alguien como él. Alguien con colmillos guardados.—No sé qué carajo hiciste anoche —murmuró él—. Pero no sos como las otras.Selene se g
Cuando Selene abrió la puerta, encontró a Florencio de pie, apoyado contra la pared del galpón, mirando hacia el mar.—¿Dónde estamos?—Zona de médanos, al sur. Galpón pesquero abandonado. Lo usé más de una vez.—¿Para esconder cuerpos?—Para salvar vidas —respondió él, sin inmutarse.Silencio.Florencio dio un paso hacia ella. Selene se tensó. Él lo notó.—Podés relajarte. No voy a tocarte.—Ya lo hiciste.—Solo lo justo.—A veces, lo justo también deja marcas.Florencio sonrió, apenas. Levemente.—Tenés frases peligrosas para estar herida.—Y vos, ojos suaves para ser un asesino.Él la miró, sin perder la calma. Pero algo en su mandíbula se tensó.—¿Sabés lo que eran esas cosas anoche?Selene no bajó la guardia.—¿Y vos?Florencio suspiró.—Lobos —dijo él—. Pero no comunes. Luisones, los llaman quienes creen en eso. Hombres-lobo. Bestias híbridas. Criaturas malditas. Para mí… solo eran lobos. Pero muy grandes.Selene lo observó con una mezcla de sorpresa y alarma. Disimuló el temblo
La linterna temblaba en la mano de Mar D’Argenti, agotada, con las pilas agotándose y el viento de la costa mojándole el rostro. Cada paso sobre la arena húmeda era un eco de lo que ya no estaba. La niebla de la madrugada apenas le permitía ver a unos metros, y el aire olía a madera quemada, a sal… y a algo más. Un olor terroso, metálico, que se le adhería a la garganta. La playa, donde horas antes había risas, cervezas y música baja de parlante, ahora era un cementerio invisible. La fogata se había extinguido hacía rato. Las carpas estaban desgarradas, los objetos desperdigados como si un animal furioso hubiera pasado devorando historias. Mar no llamó. No gritó. El cuerpo sabía antes que la cabeza. Sabía que la noche se había llevado todo. Agachada, entre ramas partidas, descubrió rastros. Marcas profundas en la tierra húmeda. Zarpazos en la corteza de un árbol. Y entre las piedras, la prenda. Una bombacha negra. Rasgada. Húmeda. Olor a Selene. La alzó. Se la llevó al rostro. La
La linterna se había quedado sin pilas. Mar D’Argenti avanzaba en la oscuridad como un animal herido, guiada solo por el olor. A sangre. A pólvora. A bosque húmedo. La arena mojada se le metía entre los dedos. El viento le pegaba mechones de pelo suelto a la cara. Tenía las manos arañadas de tanto apartar ramas y espinas. La boca seca. Y en el corazón golpeando como una cosa rabiosa. El mismo desde que había visto aquel charco de sangre junto a la fogata arrasada. No había gritado. No había buscado ayuda. La búsqueda de Selene era suya. De nadie más. Había caminado durante horas buscando rastros, entre carpas arrasadas, gritos a medio tragar, y cuerpos que ya no estaban. Se agachó y tocó la tierra, como una reverencia casi absurda. Vio un rastro. Sintió un olor. Siguió caminando. Encontró más huellas. Dos tipos de marcas: unas descalzas, pequeñas, de mujer. Otras de borcegos. Un rastro que contaba una historia muda. Selene no estaba sola. Y no había muerto. Mar tragó
Esa noche, Mar se agazapó tras unos arbustos. Se coló entre los médanos.Y entonces, entre las sombras, la vio.Una cabaña baja. De madera gris, al borde del terreno olvidado por el Estado. Una casa rota por el tiempo y por las cosas que había visto.Vio la camioneta.Y en la galería… colgada como una bandera íntima, una camisa blanca de hombre.🌑 🌊 🐾El galpón apenas iluminado desde dentro. Las rendijas dejaban escapar franjas de luz amarilla. El sonido de una taza golpeando madera. Voces bajas.Vio la camisa de Selene colgada en el porche.Y supo que estaba ahí.Su amiga estaba viva.Pero no sola.Mar no se acercó. No tocó. No llamó.Se quedó mirando desde la oscuridad. El cuerpo tenso. La mano acariciando la bombacha guardada en el bolsillo.El instinto se le agarró al pecho como un animal rabioso. No hizo falta que se acercara. Desde la sombra, invisible, vio a Selene cruzar la cocina. Cabello oscuro suelto, camisa de hombre, piernas desnudas. Ese cuerpo que había mirado de re
La noche en la cabaña se espesaba como alquitrán. No era un silencio quieto. Era un silencio expectante, cargado, casi animal. Selene no lograba dormir.Estaba tendida en una cama que no le pertenecía, con sábanas ásperas que olían a hombre y madera vieja. Afuera, el crujido ocasional de las ramas se mezclaba con el siseo lejano del mar. La chimenea crepitaba en la sala contigua. Sabía que Florencio estaba despierto también. Lo sentía. Como un calor al otro lado del muro. Como si su aliento fuera suficiente para encenderla incluso sin tocarla.Se revolvió entre las sábanas. La camisa blanca que él le había prestado se le pegaba al cuerpo. No llevaba ropa interior. La tela le rozaba los pezones endurecidos. Cada roce era un estímulo involuntario, inevitable. Su cuerpo estaba en alerta, pero no por miedo.Era algo más primitivo.Deseo contenido. Furia convertida en tensión. Un llamado que nacía desde adentro y que ni siquiera la luna podía explicar.Se levantó, descalza, y caminó hasta