004. Refugio Salvaje

La camioneta avanzaba como un animal cansado por el camino de tierra, tragándose la niebla densa de la noche cerrada. Florencio manejaba en silencio, los nudillos tensos sobre el volante, el motor grave como un ronquido sordo en medio de la nada.

Selene intentó moverse, pero un tirón en el costado le arrancó un jadeo contenido.

—No hagas fuerza —dijo él, sin apartar la vista del frente.

Un zorro cruzó la ruta y desapareció entre los arbustos. La camioneta se detuvo en mitad de la nada. No había luces. Ni carteles. Solo la luna colgada, pálida, como un farol enfermo.

Un pozo en el camino la sacudió de golpe. Selene despertó sobresaltada cuando las ruedas mordieron el bache. El ardor en su costado era profundo, pegajoso. Sabía qué era. Lo sabía desde el instante en que sintió el metal dentro, pero no podía nombrarlo. No ahora.

🌑 🌊 🐾

Florencio bajó primero. Caminó hasta una verja oxidada y la forzó con un empujón de cadera. El chirrido metálico sonó como un quejido de abandono. Detrás, la cabaña: de madera vieja, techo bajo, olor a sal. Un refugio de cazadores. De contrabandistas. De los que prefieren esconder cosas.

Selene no preguntó nada. La herida le quemaba. El cuerpo le temblaba como si fuera a romperse… o a transformarse.

Florencio abrió la puerta del acompañante y la levantó sin esfuerzo. La manta resbaló. La piel desnuda se pegó a la camisa de él. El calor de su pecho contra el suyo. El roce del mentón sobre su frente. La llevó adentro.

El interior olía a humedad y leña vieja. La apoyó sobre un colchón áspero. El contacto le arrancó un escalofrío.

—¿Tenés fiebre? —preguntó, sin cambiar el tono.

Selene respiró hondo, tragándose el ardor.

—Tengo una bala… de plata… en el cuerpo —murmuró, casi irónica, sin pensar.

Florencio se detuvo. Parpadeó.

—¿Qué dijiste?

Ella lo miró. El corazón latiéndole en la garganta. Parte de ella quería gritarlo todo. Pero había aprendido a callar.

—Dije… que tengo calor.

Florencio no la creyó, pero no insistió. Fue hasta un mueble desvencijado, rebuscó en un botiquín. Volvió con una botella de alcohol y una gasa. Se arrodilló junto al colchón.

—Voy a limpiar esto.

—No te lo pedí.

Él ignoró la réplica. Levantó la manta hasta descubrir el costado herido. La piel brillaba bajo la linterna. Los pechos tensos, el cuerpo tembloroso. La herida, sucia y tensa, no sangraba como debería. Ardía.

No era cualquier bala. Selene lo sabía por esa quemadura que no solo dolía, sino que devoraba.

El alcohol quemó como un disparo nuevo. Se mordió el labio. El contacto le hizo arquearse. No era solo dolor. Había algo más. Algo que prefería no nombrar.

Un gemido se le escapó entre los dientes. Florencio lo notó. La forma en que contenía el aliento, cómo apretaba los muslos, el temblor bajo la piel, los pezones endurecidos por más que fiebre.

🌑 🌊 🐾

Florencio bajó la vista, sin querer, a los labios entreabiertos de Selene. La habitación era un mundo sin sonido, solo el roce de la gasa sobre la herida, y la respiración de ella, agitada, contenida, como si el dolor la obligara a recordarse viva.

—¿Te duele ahí? —preguntó él, tocando apenas debajo de la costilla, donde la carne se abría en un corte fino pero profundo.

Selene apretó los dientes.

—No es el lugar… lo que duele. Es el metal.

Florencio se congeló. Otra frase rara. Otra pista. Pero esta vez no preguntó. Solo apretó la gasa. La vio curvarse hacia él con un gemido que no fue exactamente de dolor.

—Estás rara —dijo, casi en un susurro.

—Y vos… demasiado cerca.

Él no se movió. La miró con algo más que curiosidad.

—Podría dejarte sola. Podría irme. Pero no me fui.

—¿Por qué?

—Porque te vi desnuda, sangrando, en medio de algo que no entiendo… y no pude dejarte.

—Entonces sí entendés.

Florencio entrecerró los ojos.

—¿Qué sos, Luna? ¿Por qué no sentiste miedo?

Ella no contestó. Solo lo miró. Y en sus ojos plateados había algo demasiado salvaje para ser humano… y demasiado herido para ser animal.

—¿No les tenés miedo?

—Yo solo le temo… a los cobardes que se defienden con pólvora.

Y ahí estaba. En una confesión envuelta en sangre y luna. Una herida abierta con palabras.

Florencio apretó los puños. Todo en él era tensión. Control. Pero también deseo. Un deseo que no podía entender ni frenar.

Selene se sentó despacio. El cuerpo aún tembloroso. El costado cubierto con una gasa improvisada. La manta caída sobre la cadera. Los pechos semi descubiertos.

Florencio la miró. La boca entreabierta. Los ojos oscuros. El pecho agitado.

Se acercó. No habló. Solo alargó la mano. Le corrió un mechón de cabello húmedo de la frente. Los dedos le rozaron la sien. La piel. El cuello.

Selene cerró los ojos. No porque quisiera detenerlo. Sino porque si lo miraba… iba a romperse.

Florencio apoyó la palma abierta sobre su mandíbula. La sostuvo así, suave, sin apretar. Como buscando algo en esa piel. Como si su pulgar pudiera leer el lenguaje escondido en el hueso.

—Tenés olor a bosque —murmuró.

—Y vos… a pólvora.

Ella abrió los ojos. Lo miró. Estaban a centímetros. El aire entre ellos no era aire. Era humo. Deseo contenido. Miedo mezclado con hambre.

Florencio se inclinó. Pero no fue a la boca. Fue al cuello. Rozó la clavícula con los labios. Bajó apenas por el esternón.

Selene contuvo un jadeo. La mano de él descendió por su costado, hasta la gasa. La tocó. Sintió el calor.

—Estás hirviendo.

—Estoy viva.

🌑 🌊 🐾

El aire pesaba. Florencio trabajó en silencio. Terminó de vendarla. Selene se recostó, la manta cubriéndole apenas la cadera. La piel aún temblorosa.

Florencio se quedó mirándola. No como médico. No como salvador. Como un hombre que intenta entender por qué alguien puede sangrar así y no llorar.

Le apartó otro mechón de pelo húmedo. Selene cerró los ojos. No para evitarlo. Sino porque si lo miraba, tal vez cedía.

—No corriste —dijo él.

Selene sonrió, apenas.

—A veces no sirve.

Florencio se enderezó. Tomó el fusil. Se apoyó contra la pared.

—Dormí. Mañana hablamos.

Selene no respondió. Se acomodó como pudo. El cuerpo dolía. Pero algo hervía por debajo de la piel.

Antes de cerrar los ojos, murmuró:

—No te acerques mientras duerma.

Florencio dejó el frasco sobre la mesa. Asintió. Cerró la puerta. Y se fue.

Afuera, el mar respiraba hondo.

Selene quedó sola. Envuelta apenas. Y en la oscuridad, entre cicatrices y hambre vieja, la loba dormida empezó a soñar con fuego.

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