La sangre empapaba la tierra alrededor de los cuerpos con una obscenidad silenciosa. No era el rojo brillante de un corte limpio; era espesa, casi negra bajo esa luna podrida que seguía colgada sobre la costa marplatense. El viento, ahora más calmo, arrastraba un olor denso, una mezcla profana de salmuera, carne rota y el perfume dulzón de la masacre. Y, sobre todo, el hedor metálico de la pólvora, un aroma que a Florencio Lombardi siempre le había olido a trabajo bien hecho. A orden restaurado.
Estaba de pie, imponente, entre los cadáveres de las bestias. La culata de su fusil de asalto aún tibia contra su cadera. Había abatido a tres. No, cuatro. El último había intentado huir hacia la oscuridad del bosque, pero una ráfaga certera le había partido la espina dorsal con un chasquido que, incluso a la distancia, sonó satisfactorio. Miraba a los lobos sin asco, sin una pizca de emoción en ese rostro tallado a cincel. Eran enormes, de un tamaño que desafiaba la biología convencional, con un pelaje grisáceo y enmarañado que apestaba a humedad y a una ferocidad antinatural. Para él, no eran criaturas de leyenda. Eso era folklore para ignorantes, supersticiones de campo para controlar a las masas. No. Estos eran otra cosa. El resultado tangible de algo que él sospechaba desde hacía tiempo, algo que su padre ya le había advertido en susurros y expedientes clasificados: experimentos. La leyenda urbana de “Gwen”, esa supuesta adolescente alterada genéticamente en un laboratorio clandestino de la Patagonia hasta que sus poderes arrasaron con un pueblo entero, no era una simple historia de terror para él. Era una posibilidad latente. Un riesgo estratégico. Y estas criaturas, estas “bestias salvajes” que la prensa sensacionalista y sus rivales políticos como Blandini usaban para atacarlo, no eran más que eso: armas biológicas fuera de control. Aberraciones científicas. Plagas que debían ser erradicadas con la misma eficiencia fría con la que se fumiga un campo. Por eso los odiaba. No por ser lobos. Sino por representar el caos, la anarquía de la ciencia sin ética, la misma anarquía que, según la historia oficial que le habían contado, le había arrebatado a su padre adoptivo en una emboscada en la selva misionera. Sus ojos fríos barrieron el perímetro una vez más. Limpio. Neutralizado. Pero entonces, la luz de su linterna táctica, montada bajo el cañón del fusil, se detuvo en algo que no encajaba. Algo que no debería estar ahí. No era una bestia. No era un arma. Era una mujer. Estaba tirada de costado, a pocos metros del cuerpo mutilado de la otra chica, la que la policía identificaría como Abril Mesinas. Estaba desnuda. Completamente, salvo sus botas. La piel casi luminiscente bajo el haz de luz, cubierta por una capa de arena, sangre que no parecía ser solo suya y un extraño vello fino y plateado que brillaba en algunas zonas como si fuera escarcha. 🌕 🌊 🐾 Florencio se acercó, sus borcegos pesados aplastando la arena con una seguridad que vaciló por primera vez esa noche. No era un movimiento lógico. Una civil en medio de la zona cero de un ataque de estas criaturas… debería estar muerta. Descuartizada como la otra. Y sin embargo, respiraba. Podía ver el leve movimiento de su espalda, el temblor que sacudía su cuerpo. ¿Frío? ¿Shock? ¿O algo más? La estudió desde la distancia, el fusil aún en alto. Era una anomalía. Un error en la ecuación de la matanza. Su presencia allí, de esa manera, era una pregunta sin respuesta evidente. Y a Florencio no le gustaban las preguntas sin respuesta. Se agachó con la agilidad de un felino, un movimiento económico, sin un solo gesto de más. La linterna seguía clavada en ella. En la curva de su cadera, en la línea de su espalda, en el cabello oscuro y revuelto pegado a su cuello. Podía ser una trampa. Una carnada. O, la hipótesis más probable en su mente: una de ellas. No una bestia, sino una víctima de los mismos experimentos. Quizás una científica arrepentida. O una cobaya que había logrado escapar en medio del ataque. La mujer se movió, un quejido bajo, gutural, escapando de sus labios. Era un sonido animal, ronco, el lamento de una criatura acorralada. Intentó incorporarse, pero el cuerpo la traicionó, desplomándose de nuevo con un espasmo de dolor. Florencio avanzó el último metro. Apuntó la luz directamente a su rostro. Piel pálida, labios partidos, y los ojos. Cuando ella los abrió, él contuvo la respiración por una fracción de segundo. Eran de un plateado intenso, pero la pupila no era del todo redonda. Estaba ligeramente rasgada, vertical, como la de un depredador nocturno. ¿Un efecto de la luz? ¿Del trauma? ¿O la prueba de la alteración genética que él buscaba? —Respirá. La voz de Florencio fue grave. Seca. No era una palabra de consuelo. Era una orden. La primera que le daba. Un intento de imponer lógica en medio de un escenario que desafiaba toda razón. Quería ver si respondía a un estímulo humano. Si aún quedaba algo de la mujer detrás de la anomalía. Ella jadeó, un sonido que fue casi un gruñido ahogado, y sus ojos extraños y salvajes, se clavaron en los de él. No había miedo en ellos. No del todo. Había confusión, dolor, y algo más. Algo que a Florencio le costó identificar, pero que su instinto de cazador reconoció al instante. Odio. Y en ese odio, él encontró la primera pieza de un rompecabezas que estaba a punto de volverse mucho más personal de lo que jamás habría imaginado.