010.
La linterna se había quedado sin pilas.
Mar D’Argenti avanzaba en la oscuridad como un animal herido, guiada solo por el olor. A sangre. A pólvora. A bosque húmedo.
La arena mojada se le metía entre los dedos. El viento le pegaba mechones de pelo suelto a la cara. Tenía las manos arañadas de tanto apartar ramas y espinas. La boca seca. Y en el corazón golpeando como una cosa rabiosa. El mismo desde que había visto aquel charco de sangre junto a la fogata arrasada.
No había gritado. No había buscado ayuda.
La búsqueda de Selene era suya. De nadie más.
Había caminado durante horas buscando rastros, entre carpas arrasadas, gritos a medio tragar, y cuerpos que ya no estaban.
Se agachó y tocó la tierra, como una reverencia casi absurda.
Vio un rastro. Sintió un olor.
Siguió caminando. Encontró más huellas. Dos tipos de marcas: unas descalzas, pequeñas, de mujer. Otras de borcegos. Un rastro que contaba una historia muda. Selene no estaba sola. Y no había muerto.
Mar tragó