La luna no era blanca.
Estaba roja. Sucia. Como si la hubiesen arrastrado por el barro de una historia prohibida y ahora colgara sobre el cielo de Mar del Plata como una amenaza personal. Mordía la oscuridad con su filo plateado, turbio, y bajo su luz enferma todo se movía distinto. El viento olía a sal, a madera vieja y a cosas que preferían no ser nombradas. Las olas rompían contra los acantilados como advertencias que solo algunos sabían escuchar. Selene Maris no necesitaba mirar al cielo para sentirlo. La luna le raspaba la sangre, le mordía los huesos. Le hablaba en un idioma antiguo que entendía con el cuerpo entero. Se arrodilló junto a la fogata enclenque que resistía las ráfagas del mar. El resplandor anaranjado le dibujaba destellos sobre la piel pálida, sobre su cabello tan negro que a veces parecía azul. Detrás de ella, Romi y Abril se reían entre vino barato y chismes de ciudad, despreocupadas. Solo Mar D’Argenti no se reía. Estaba apartada, con una botella en la mano y el pelo castaño enredado por el viento. Y la miraba. Como se mira lo que no se puede tocar. Selene evitó sostenerle la mirada. Ya había notado en los últimos meses un deseo oscuro, sucio, enfermo, que crecía en los ojos de su mejor amiga. Lo había sentido en las manos de Mar cuando se emborrachaba y se le acercaba demasiado. En las miradas largas cuando se bañaban en la laguna. En las insinuaciones envueltas en bromas. Pero esa noche había otra cosa. Algo pesado en el aire. Como un rumor viejo, y los aullidos. Hacía rato que los escuchaban. —Che… ¿escuchan eso? —susurró Romi, encendiendo un cigarrillo. Un aullido largo, grave, rompió la noche. Selene se paró sin pensarlo. Mar dejó caer la botella.🌑 🌊 🐾
Selene caminó descalza hacia la orilla del campamento. La tierra húmeda se le metía entre los dedos. El frío le endurecía los pezones debajo de una camisa fina, sin corpiño, pero no le importó. El cabello azabache, con reflejos plateados bajo esa luna impura, le caía desordenado sobre los hombros. En la médula, algo sabía lo que venía.
Los aullidos se multiplicaron. Seis. Tal vez siete. Demasiado cerca. —¿Selene? —la voz de Mar quebró la oscuridad. No respondió. Caminó hasta los arbustos. El mar estaba negro, sin movimiento. No susurraba. Amenazaba.🌑 🌊 🐾
Volvió al campamento sin decir una palabra. Tomó la mochila.
—Nos vamos. —Dale, boluda… estamos re lejos del bosque —intentó burlarse Romi, pero su voz ya no era broma. Cuatro chicas. Cuatro carpas. Una fogata mal hecha, cerveza tibia y un parlante descompuesto. Jugaban a escaparse de sus vidas. A ignorar que el mes de abril les había traído una luna llena que no sabían leer. Pero Selene no jugaba. Desde que pisó esa tierra, algo la llamaba desde abajo. Desde el barro. Desde las raíces. Desde la memoria de los huesos. No era una noche común. Entonces lo sintió en el aire. En los latidos ásperos en la garganta. En la piel erizada.Era tarde. Demasiado tarde. Una sombra cruzó el claro. El crujido de unas ramas. Nada. Después un aullido seco, corto. No animal. No humano. Y luego, un grito en el bosque. —¡Ayudaaa! La voz de Abril. Quebrada. Aguda. De esas que no querés escuchar así. Romi corrió hacia los arbustos. Mar tropezó y cayó. —Corré, Mar. ¡Corré, carajo! —gritó Selene, pero Mar se quedó paralizada. Selene la tomó del brazo y tiró de ella. Corrían como si se les fuera la vida. La linterna se perdió en algún lado. Los aullidos llenaron la costa. El viento ya traía olor a sangre. El campamento había cambiado. Ya no había noche. Había espera. Otro grito. Más desgarrado. Seguido, ese silencio espeso. El que pesa como un tajo que no sangra. Y un clamor que se quebró.🌑 🌊 🐾
Selene soltó a Mar y corrió hacia los árboles.
El bosque se abrió como un cuerpo. Ramas que arañaban, viento que tiraba del pelo. La luna la empujaba desde adentro, encendiéndose bajo la piel. La tierra olía a hierro. Y el aire… ya olía a muerte.Cuando llegó al claro, todo era rojo. El cuerpo de Abril abierto como una flor rota. El vientre reventado sobre la tierra. Intestinos desparramados bajo la luna. Los ojos fijos en el cielo, como si todavía suplicaran. Selene no lloró. Sintió el calor subiéndole por la piel, el rugido en las vértebras, la memoria de su cuerpo activándose. Corrió sin pensar. Tropezó en una raíz, cayó, rodó por una pendiente. Y el mar la recibió. Oscuro. Frío. La luna sucia brillando sobre la playa rota. Luego, el sonido de patas acercándose. Lo vio. Un lobo enorme. Pelaje gris ceniza. Ojos amarillos. Un olor conocido. Desagradable. Rival. La bestia emergió entre los árboles, su respiración era vapor en el aire helado. No era un animal. Selene lo supo.Era un luisón. Y había otros. Se desnudó despacio, como si cada prenda fuera una confesión. El frío le mordió los pezones. Se bajó el pantalón. No era deseo. Era rito. El vello se erizó. Los músculos vibraron. La garganta se le llenó de gruñidos. Se dejó caer de rodillas. —Hacelo —susurró.Y el cambio inició.🌑 🌊 🐾
Fue un latigazo desde la columna. Sangre, huesos, piel. El cuerpo queriendo rearmarse. Distinta. Completa.
Selene gritó. Pero no fue humano. Fue otra cosa. La piel hervía desde adentro. Las uñas se alargaron. La mandíbula crujió. El vello estalló sobre la carne. Sus ojos azules se volvieron plateados. Sintió el poder romperle las costillas. El aire en los pulmones era otra cosa. El mundo olía distinto. Por un segundo, supo que nadie podría tocarla. La loba dentro suyo abrió los ojos. Y entonces…¡BANG! Un disparo. Preciso. Frío. La transformación se quebró justo cuando la bestia asomaba. Selene se desplomó de costado. La bala le quemó el abdomen, bajo la última costilla. Había esperado ese dolor desde antes de nacer.Plata. Lo supo por cómo ardía. Por cómo su cuerpo la rechazaba. No con sangre. Con ceniza. El proceso retrocedió. Las garras a medio formar, los ojos partidos. Pasos. Un crujido. Una sombra. Y una voz: —¿Qué carajo…? Y todo se cerró como la boca de un lobo.La sangre mojaba la tierra. El viento traía consigo un aullido de garganta rota, deshaciéndose entre los árboles. La luna roja colgaba baja, sucia, como un testigo impúdico.Selene Maris no era del todo humana cuando abrió los ojos.La penumbra era densa, cortada por un haz de linterna que le quemó la retina. Entornó los párpados. El cuerpo dolía. La carne entre medias formas se contraía, buscando memoria.Y una voz, grave y seca, como una orden, la arrastró de nuevo hacia la superficie.Tardó en enfocar.Ahí estaba.El hombre. Fusil en mano. Pelo rubio revuelto como una melena de león, saco oscuro manchado de tierra, camisa blanca salpicada de sangre, un anillo grueso de oro brillando sucio en la penumbra. Y esos ojos verdes… fríos, atentos, como los de un animal viejo.Florencio Lombardi.El candidato más joven a presidente de la Nación. El maldito político al que todo el país amaba odiar. Y el que había disparado esa bala.Selene jadeó. Apenas podía moverse.Intentó alzarse, pero l
El silencio después de la masacre era espeso.Florencio frunció el ceño. La mujer frente a él no era una víctima común. Ni una piba asustada. Tampoco parecía drogada.Había una lógica extraña en sus palabras. Una lógica que él no entendía… pero que lo excitaba sin querer.No gritaba. No lloraba. No temblaba. Eso le resultaba más extraño que cualquier otra cosa.Luna Maris, como había dicho llamarse.El cabello pegado de sudor, la herida bajo la costilla que sangraba raro, lento, como si su cuerpo se negara a descomponerse.Florencio respiró hondo.Acomodó otra bala en la recámara.Desde el bosque, los aullidos se multiplicaban.—Quedan más —murmuró para sí, y se agachó junto a uno de los cuerpos.El animal —porque para él eso era, un animal enorme y deforme— aún jadeaba. Las patas parecían humanas, pero Florencio no se detuvo a buscar explicación. No creía en esas cosas. Solo en lo que sangra y se puede matar.—No vas a hacerme perder el sueño —dijo.Y disparó.El cráneo estalló en ca
La camioneta avanzaba como un animal cansado por el camino de tierra, tragándose la niebla densa de la noche cerrada. Florencio manejaba en silencio, los nudillos tensos sobre el volante, el motor grave como un ronquido sordo en medio de la nada.Selene intentó moverse, pero un tirón en el costado le arrancó un jadeo contenido.—No hagas fuerza —dijo él, sin apartar la vista del frente.Un zorro cruzó la ruta y desapareció entre los arbustos. La camioneta se detuvo en mitad de la nada. No había luces. Ni carteles. Solo la luna colgada, pálida, como un farol enfermo.Un pozo en el camino la sacudió de golpe. Selene despertó sobresaltada cuando las ruedas mordieron el bache. El ardor en su costado era profundo, pegajoso. Sabía qué era. Lo sabía desde el instante en que sintió el metal dentro, pero no podía nombrarlo. No ahora.🌑 🌊 🐾Florencio bajó primero. Caminó hasta una verja oxidada y la forzó con un empujón de cadera. El chirrido metálico sonó como un quejido de abandono. Detrás
La madrugada arrancó a Selene varias veces del sueño. Fragmentos de Abril. De Romi. De Mar. Y esa certeza áspera de no saber dónde estaba la última.El pecho le ardía. No solo la herida, sino la rabia. La pena. Y esa culpa tibia e incómoda de seguir respirando.Un zarpazo en el sueño la despertó de golpe. Un espasmo, como si algo la hubiese desgarrado desde adentro.Abrió los ojos. La boca seca. El ardor en el costado.Por un instante quiso creer que seguía muerta. Pero no.El dolor era demasiado real. La bala seguía ahí. Como un latido ajeno dentro suyo. Como una herida con voz propia. Cicatrizando a una velocidad imposible.Parpadeó, desorientada.No había paredes conocidas, ni música baja, ni voces de amigas riéndose entre carpas. Solo el olor a sal, a tierra mojada, a sangre reseca, impregnándolo todo como una segunda piel.Y entonces los recuerdos.El fuego agitándose en la playa. Los aullidos. El grito desgarrado de Abril. El cuerpo abierto sobre la arena. Los ojos fijos en un c
El ruido de la puerta al abrirse fue seco, cortante. Selene no se dio vuelta. Ya había sentido su olor antes de que cruzara el umbral. Madera, cuero, pólvora vieja y hombre. Ese aroma denso que quedaba en la garganta como una amenaza.Camisa blanca arremangada, manchada de hollín y sangre vieja. Borcegos embarrados. Anillo dorado en el dedo. El pelo desordenado como una melena de león. Y ese perfume maldito a cuero, pólvora y poder sucio.Florencio.Entró como si la cabaña fuera suya y ella no fuera más que un mueble torcido dentro de ella. Con la naturalidad de quien ya te conoce desnuda. Aunque no te haya tocado.Cargaba un bolso y traía una bolsa de tela. El cabello revuelto. La camisa arremangada hasta los codos. Manchada de hollín. Pantalón negro. Cinturón de cuero. El anillo dorado brillando bajo la luz grisácea como un testigo mudo.—Doce horas durmiendo —gruñó, sin molestarse en disimular el tono de reproche.No había preocupación en su voz. Era un reproche envuelto en tono ca
Florencio dio un paso.—Tenés fiebre —sacó un frasco de vidrio oscuro de un bolso y se acercó a ella—. Esto va a ayudarte. Antiséptico natural. También analgésico. La herida…Selene lo alejó de un empujón.—Sé cómo curarme sola.—Entonces hacelo. Pero primero vestite.Le tendió la bolsa de tela. Selene se la arrancó de las manos con una brusquedad innecesaria. La abrió. Un pantalón viejo de algodón. Una remera gris masculina. Nada más.—No es mucho. Algo mío. Lo más limpio que encontré.Ropa de hombre. Ropa que olía a él.—¿Dónde está mi ropa?El olor de las prendas era inconfundible. Cuero, madera, pólvora, sal… y algo más.Él.—Quemada. Tenía sangre, barro. Olor a bosque, lobos.Selene soltó un bufido.—Gracias —dijo, sin tono.No lo miró.Florencio sonrió, apenas. No por amabilidad. Sino porque reconocía a su propia especie. No a una mujer, sino a alguien como él. Alguien con colmillos guardados.—No sé qué carajo hiciste anoche —murmuró él—. Pero no sos como las otras.Selene se g
Cuando Selene abrió la puerta, encontró a Florencio de pie, apoyado contra la pared del galpón, mirando hacia el mar.—¿Dónde estamos?—Zona de médanos, al sur. Galpón pesquero abandonado. Lo usé más de una vez.—¿Para esconder cuerpos?—Para salvar vidas —respondió él, sin inmutarse.Silencio.Florencio dio un paso hacia ella. Selene se tensó. Él lo notó.—Podés relajarte. No voy a tocarte.—Ya lo hiciste.—Solo lo justo.—A veces, lo justo también deja marcas.Florencio sonrió, apenas. Levemente.—Tenés frases peligrosas para estar herida.—Y vos, ojos suaves para ser un asesino.Él la miró, sin perder la calma. Pero algo en su mandíbula se tensó.—¿Sabés lo que eran esas cosas anoche?Selene no bajó la guardia.—¿Y vos?Florencio suspiró.—Lobos —dijo él—. Pero no comunes. Luisones, los llaman quienes creen en eso. Hombres-lobo. Bestias híbridas. Criaturas malditas. Para mí… solo eran lobos. Pero muy grandes.Selene lo observó con una mezcla de sorpresa y alarma. Disimuló el temblo
La linterna temblaba en la mano de Mar D’Argenti, agotada, con las pilas agotándose y el viento de la costa mojándole el rostro. Cada paso sobre la arena húmeda era un eco de lo que ya no estaba. La niebla de la madrugada apenas le permitía ver a unos metros, y el aire olía a madera quemada, a sal… y a algo más. Un olor terroso, metálico, que se le adhería a la garganta. La playa, donde horas antes había risas, cervezas y música baja de parlante, ahora era un cementerio invisible. La fogata se había extinguido hacía rato. Las carpas estaban desgarradas, los objetos desperdigados como si un animal furioso hubiera pasado devorando historias. Mar no llamó. No gritó. El cuerpo sabía antes que la cabeza. Sabía que la noche se había llevado todo. Agachada, entre ramas partidas, descubrió rastros. Marcas profundas en la tierra húmeda. Zarpazos en la corteza de un árbol. Y entre las piedras, la prenda. Una bombacha negra. Rasgada. Húmeda. Olor a Selene. La alzó. Se la llevó al rostro. La