El hedor a pólvora, a carne quemada y a esa plata que le perforaba el alma, era el primer mapa que Selene intentó leer. Abrió los ojos, pero solo encontró la oscuridad. No la oscuridad cálida y familiar de la tierra bajo la luna, sino una noche áspera, cargada de un aliento foráneo que le arañaba la garganta y la piel. La conciencia regresaba a ella como una marea helada, trayendo consigo el eco de gritos, el sabor metálico de la sangre propia y ajena, y la imagen difusa de una figura alta, imponente, que se había alzado sobre ella en medio del caos. Ese hombre. El que la había arrancado de la masacre, de la muerte misma, para arrojarla a esta nueva prisión.
Sentía su cuerpo como un amasijo de huesos rotos y músculos desgarrados, un lienzo mutilado donde cada cicatriz reciente era un grito mudo. La bala de plata, la que sabía que aún se alojaba en algún lugar de su costado, era un fuego lento que le consumía las entrañas, robándole el aliento, la fuerza, y lo más preciado: su conexión con la luna. Miró por la ventanilla empañada, si es que esa mancha oscura y turbia podía llamarse así. Los árboles danzaban en una hipnótica y amenazante danza, siluetas desdibujadas por la velocidad del vehículo y la bruma que se pegaba al cristal. A dónde la llevaba ese hombre, a qué rincón olvidado de la provincia la arrastraba, era un misterio más denso que la noche misma. Un respingo de dolor le recorrió el costado y apretó los labios para no gemir. La humillación era tan punzante como la herida. Ella, Selene Maris, la Alfa de un clan que ahora solo era cenizas esparcidas por el viento, reducida a un despojo tembloroso, a un paquete de carne herida que otro transportaba a su antojo. El solo pensamiento le inyectó una dosis de furia helada en las venas, un combustible antiguo que se negó a extinguirse, incluso en su estado de extrema debilidad. Pero la ira no era suficiente. Sin su forma loba, sin su conexión con la tierra, sin el mar para sanarla, era solo una mujer. Una mujer herida, sí, pero con el corazón de una loba y la mente de una estratega. La supervivencia era ahora su única ley, y usaría cualquier recurso a su alcance para lograrla. Incluso a él. El hombre, a su lado, conducía en un silencio espeso, el rostro sombrío iluminado a intervalos por la luz del tablero del coche. Los músculos de sus brazos se tensaban y relajaban con cada giro del volante, un estudio de fuerza contenida y control. Olía a cigarrillo, a sudor viejo, a esa colonia cara que intentaba en vano disimular un tufo más profundo, más animal: el de un depredador que había estado cazando. O el de uno que había estado a punto de ser cazado. Selene lo observó de reojo, sus sentidos, aunque mermados, aún lo suficientemente agudizados para captar los matices invisibles. No era un hombre común. Eso lo supo desde el momento en que sus ojos se encontraron por primera vez sobre la sangre y la arena. Había algo en su mirada, una autoridad implacable, una calma bajo el caos, que gritaba "peligro". Un león en la piel de un hombre. Recordó el instante del "rescate". No había sido un acto de piedad. Había sido una toma de posesión. Él la había recogido del suelo como si fuera un trofeo, o una evidencia, sujeta con una brutalidad calculada. Su aliento, caliente y denso, le había rozado la nuca, y un escalofrío que nada tenía que ver con el frío la había recorrido. "¿Quién sos?", había preguntado su voz, un gruñido bajo que reverberaba en su pecho. Ella, con la garganta seca y el miedo helándole las entrañas, había murmurado el primer nombre que le vino a la mente, un apodo que susurró entre los dientes, como si el viento pudiera llevarse la mentira y dejar solo la verdad: "Luna". Una mentira dulce, casi inocente, pero nacida de la más profunda desconfianza. Un escudo. Él no había dudado. Simplemente había asentido, sus ojos oscuros fijos en los de ella, como si estuviera leyendo las verdades detrás de sus mentiras. Ahora, mientras la camioneta se adentraba en un camino de ripio, el traqueteo era el único sonido que rompía el silencio. La temperatura dentro del vehículo era fría, pero la presencia de ese hombre irradiaba un calor seco, una intensidad que llenaba el espacio y le oprimía el pecho. Su instinto le gritaba que escapara, que se lanzara por la puerta en movimiento, que se perdiera en el bosque, aunque supiera que era una sentencia de muerte en su estado actual. Pero su mente, fría y calculadora, le recordaba que no podía. Que era inútil. No solo sus heridas la inmovilizaban, sino la sospecha de que la bala de plata aún la debilitaba, consumiendo su esencia, ahogando los aullidos de su loba interna. «Si él me salvó, tiene un motivo», pensó, apretando las mandíbulas. «Los humanos no arriesgan sus vidas por desconocidos sin una razón». Era una verdad cruda, arraigada en siglos de desconfianza mutua. Él la quería para algo. Y ella, por ahora, lo necesitaba para sobrevivir. Una alianza profana, no escrita, forjada en la sangre y el engaño.