Mundo ficciónIniciar sesiónDos años después de la noche que le arrebató todo, Vittorio Marchetti, heredero de una de las familias mafiosas más temidas de Nueva York, ha aprendido a convertir el dolor en cálculo y la venganza en arte. La sangre derramada en aquella alfombra blanca sigue siendo su única brújula. Y cuando el nombre de los Valverde vuelve a cruzarse en su camino, sabe que ha llegado la hora de cobrar la deuda. En una casa modesta de Queens, Aria Valverde descubre que la fortuna tiene una forma cruel de ajustarse. Su familia está arruinada, su padre quebrado por un pacto que jamás debió firmar… y su destino sellado con una llamada que la convierte en la “garantía” de una deuda imposible de pagar. Arrastrada a la mansión Marchetti, Aria no imagina que detrás del hombre que exige su sumisión hay una herida tan profunda como la suya. Vittorio ve en ella el instrumento perfecto para su venganza; Aria ve en él al monstruo que destruyó su vida. Pero entre amenazas, silencios y miradas que queman, el odio empieza a torcerse hacia algo más oscuro, más peligroso: un deseo que podría destruirlos a ambos. En un mundo donde las palabras valen más que la ley y el amor se confunde con poder, la pasión será la deuda más cara que jamás hayan tenido que pagar.
Leer másVittorio Marchetti abrió los ojos antes de que el sueño terminara de disolverse. La vio otra vez: tendida sobre la alfombra, el vestido blanco transformado en un mapa de sangre, los labios entreabiertos como si buscara un nombre que ya no podía pronunciar. Los disparos y la música de la fiesta se mezclaban en su memoria como dos agujas que giraban en direcciones opuestas. Dos años no habían bastado para borrar el sonido.
Se incorporó con la bata golpeándole los hombros. El reloj marcó las tres y catorce. Había esperado, se había contenido, había convertido la furia en cálculo; pero el sueño le recordó que la paciencia también se convierte en veneno si se prolonga demasiado. Era hora de cobrar. —Luca —dijo con la voz baja y precisa que usaba siempre—. Reúne los expedientes de Isabella. Revisa todo lo relacionado con los Valverde. Convoca a los de confianza. Luca Romano, impecable y silencioso, asintió y salió. Sabía que cuando Vittorio pronunciaba ciertas palabras una maquinaria se ponía en marcha cuya única función era cerrar círculos. --- En una casa mucho más modesta de Queens, Alonso Valverde apenas respiró cuando escuchó la llamada. La línea sonó corta pero letal: la voz de Vittorio no era una voz, era una ley. Colgó con la mandíbula apretada y miró a su mujer, Helena, que no pudo articular sonido alguno, solo abrazó con fuerza a Sofía, la menor, dormida e inconsciente de las decisiones que iban a robarle la adolescencia. —¿Qué dijo? —preguntó Aria todavía con la garganta pesada por el sueño. Alonso miró a su hija como si tuviera que venderla con la mirada primero, para saber si era posible aún arrepentirse. Sus manos temblaban. —Dijo… dijo que sabemos cuál es nuestra deuda —tartamudeó—. Quiere que… que ofrezcamos algo que no sea dinero. Ha puesto condiciones. Helena soltó un sollozo ahogado y se cubrió la cara. Aria apartó la mirada, tratando de que el pánico no la atravesara. —No —fue lo único que dijo Aria, la palabra salió como una orden de sí misma—. No voy a ir. Alonso se plantó en medio del pasillo, como si quisiera parar el aire. —Aria, no entiendes —dijo la voz del padre con aspereza contenida—. Si nos negamos, nos aplastará. Él no es hombre de segundas oportunidades. —Entonces nos defendemos —replicó Aria—. Llamamos a abogados, a la policía. No voy a ser moneda de cambio. Helena la miró con los ojos enrojecidos. —¿Y crees que eso salvará a Sofía? ¿Que no vendrá a buscarnos? —la madre suplicó, la voz rota—. Alonso ya habló con los bancos, las facturas; no tenemos donde escondernos. Las palabras quedaron suspendidas cuando el teléfono volvió a sonar. Alonso lo levantó con manos sudorosas. Era Luca. La llamada no fue larga: un par de frases medidas y la sentencia llegó como una lluvia fría. —Alonso Valverde —dijo la voz al otro lado—. Usted y su mujer conocen las reglas que gobiernan ciertas transacciones. Hay una solución: entregar a su hija como garantía. Si se niegan, la deuda aumentará. Sufrirán ustedes. Y la niña pequeña… Sofía… ya no tendrá la protección que les queda. El silencio fue explosivo. Aria sintió cómo la sangre le golpeaba las sienes. —¿Me está amenazando? —preguntó Alonso, pero su voz carecía de fuerza. —No es amenaza. Es una advertencia de negocios —contestó Luca con la frialdad de quien ordena y no pide permiso—. Piénsenlo como… una garantía física. Si cumplen, la deuda quedará resuelta. Si no, las consecuencias no serán económicas. Helena se desplomó en la silla, las manos en la cara. Aria dio un paso hacia Alonso. —No lo harán —dijo, con la voz cortada—. No me venderán. Alonso, con la mirada de quien ve caer la casa que levantó, negó con la cabeza. —No tenemos elección —susurró—. Lo siento, Aria. Lo siento. La negación de su padre fue más devastadora que un golpe físico. Aria sintió que el mundo se le despegaba del suelo. La rabia se le anudó en la garganta y quiso gritar, romper la ventana, culparlos, abandonarlos. Pero la amenaza ya lo había dicho todo: la vida de su hermana pendía de su silencio. —¿Sofía? —susurró, y la culpabilidad la atravesó como un frío. Helena, entre sollozos, se acercó y tomó las manos de Aria. —Lo hacemos por ella —murmuró—. Por la familia. Aria se retrotrajo como si la tocaran con fuego. No era una decisión que eligiera; era una condena que la convertía en mercancía. Al final, cuando las palabras se agotaron, cuando todo el mundo yacía en una nube de inevitabilidad, lo único que pudo hacer fue vestirse en silencio. --- El coche que las trasladó a Long Island tenía lunas tintadas. Aria observó la ciudad que se deslizaba, intentando memorizar cada fachada, cada farola, como si pudiese retener su vida en una postal. Sofía dormía en el asiento trasero, ajena al plan que sus padres habían negociado para “protegerla”. Al llegar a la mansión Marchetti, el portón se abrió como si conociera su carga. El hall respiraba un silencio calculado; la decoración, un equilibrio entre arte y autoridad. Vittorio la esperaba en el centro, impecable, la corbata anudada con el nudo perfecto, los ojos tan oscuros que parecían absorber la luz. —Aria Valverde —dijo Vittorio con esa voz que siempre parecía medir las cosas en escalas de justicia y peligro—. Gracias por venir. Ella sostuvo la mirada. La humillación era una presencia palpable, pero más potente aún era la rabia, una llama que se negaba a extinguirse. —No vine por mi voluntad —dijo—. Esto es una barbaridad. Mis padres… ustedes no tienen derecho. Vittorio inclinó la barbilla como quien agradece una observación. —Los derechos son un lujo para los que pueden pagarlos —replicó—. Aquí, lo que cuenta es la palabra. Y la palabra de mi familia pesa. Aria sintió un escalofrío que nada tenía que ver con el frío de la noche. Su respuesta fue más feroz que cualquier súplica. —Usted no sabe lo que es traición —aseguró—. Se aprovecha de los débiles. La reacción de Vittorio fue apenas una sombra que se desplazó sobre sus rasgos: una sonrisa corta y sin calidez. —No he venido a explicar sentimientos, señorita Valverde. He venido a equilibrar una balanza. Su familia dejó una deuda y la deuda exige pago. Aria respiró con violencia, como quien intenta contener un animal enjaulado. —No soy la culpable de nada —dijo—. No fui la que traicionó a nadie. —Tal vez —admitió Vittorio—. Pero yo no busco culpables, busco garantías. En la boca de ese hombre la palabra parecía un cuchillo. Aria se dio cuenta de que no había apelación posible; la amenaza que había vibrado en la llamada se asentaba ahora en la habitación, tangible y pura. —¿Y Sofía? —susurró—. ¿Qué le pasará? Vittorio la examinó un instante más. Su mirada fue fría, casi profesional. —Mientras su familia cumpla lo pactado, su hermana estará segura. En caso contrario, no prometo protegerla. El silencio se hizo absoluto. Aria pudo oír el latido de su propio corazón, como si fuera el único sonido humano en la casa. No había golpes ni gritos, sólo la amortajada sentencia de un trato sellado por miedo. Ella sintió que algo dentro de ella se rompía y, a la vez, empezaba a abrirse. La humillación y la rabia se entrelazaron formando una especie de claridad: si la iban a convertir en prisionera para proteger a su hermana, lo haría con la frente en alto. Si debía ser un peón, sería un peón que no se rendiría por completo. —Si van a usarme como garantía —dijo con voz controlada—, no se equivoquen: no soy indefensa. Vittorio, por primera vez, sonrió de una manera que no era sólo oscuridad. Había en esa sonrisa una promesa de tormento calculado y, en el fondo, un interés apenas velado. —Perfecto —contestó—. Entonces sabremos entretenernos. --- Más tarde, mientras Aria era conducida a la habitación que sería su prisión temporal, pensó en Sofía dormida, en la casa y en los ojos de su madre que parecían más viejos de repente. No podía perdonarlos ahora, ni quizás nunca. Pero en aquella noche en la que la ciudad seguía girando indiferente, supo que su vida entraba en otro tipo de cuenta: una que exigía aguante, astucia y una fría capacidad de sobrevivir. Y en una sala apartada de la mansión, Vittorio volvió a estudiar la fotografía de Isabella, con los dedos temblorosos de alguien que ha esperado demasiado para vengarse. Dos años de espera habían terminado en una llamada y una entrega; la rueda se había puesto en movimiento. El juego había comenzado. ---La cocina de la mansión estaba sumergida en una calma tensa, rota solo por el sonido del cuchillo de Carter contra la tabla de cortar. Sofía lo observaba, no con miedo, sino con una curiosidad afilada. Los ecos de la pasión que bajaban del piso superior se habían disipado, dejando un silencio sepulcral. —Cuéntame de ella —soltó Sofía de pronto, rompiendo la quietud—. Cuéntame de Isabella. Carter ni siquiera se inmutó, manteniendo su mirada en el sartén. —No es un nombre que debas pronunciar en esta casa, Sofía. Come y cállate. Sofía se levantó lentamente, rodeando la isla de la cocina hasta quedar a centímetros de él. Con una audacia que sorprendió al ejecutor, ella extendió la mano y le acarició el antebrazo, justo sobre la cicatriz de una vieja bala. —Aria está sufriendo por un fantasma —susurró ella, acercándose a su oído, dejando que su perfume lo distrajera—. Tú sabes que algo no cuadra. Sé que eres leal, pero también sé que eres inteligente. La historia oficial dice qu
La penumbra de la habitación estaba cargada de una electricidad estática, rota solo por la respiración entrecortada de ambos. Victtorio la tenía aprisionada contra las sábanas de seda, sus manos grandes y rudas encuadrando el rostro de Aria con una mezcla de adoración y terror. —Aria, escúchame… —su voz era un rugido bajo, una súplica desesperada—. No eres tú. Es la droga la que habla por ti. Mañana me odiarás más de lo que ya lo haces. Aria negó con la cabeza, sus ojos dilatados brillando como dos carbones encendidos en la oscuridad. Se arqueó contra él, buscando el contacto de su cuerpo, el calor de sus músculos que la hacían sentir viva en medio de aquel torbellino químico. —No tengo miedo, Victtorio… —susurró ella, su aliento cálido rozando los labios de él—. Deseo que seas tú. Deseo que mi primera vez sea contigo. Hazme tuya… hazme esa mujer que tanto reclamaste que era. Victtorio sintió un golpe en el estómago. La vulnerabilidad de su confesión, mezclada con la crudeza del d
La casa Valverde olía a café recién hecho y a una culpa vieja que se pegaba a las paredes como el moho.Aria estaba sentada en el sillón, rígida, con las manos entrelazadas sobre el regazo hasta que los nudillos se tornaron blancos. Sofía permanecía a su lado, alerta, con los ojos saltando de una sombra a otra, como si el aire mismo pudiera materializar a un captor. Frente a ellas, sus padres parecían espectros de lo que alguna vez fueron; el peso de sus errores les había encorvado la espalda.—Perdónanos… —la voz de su madre se quebró, dejando escapar un sollozo ahogado—. Nunca pensamos que esto se saldría de control. Jamás imaginamos que ese compromiso… que ese hombre fuera capaz de tanto.El padre de Aria bajó la mirada, incapaz de sostener la de su hija. Parecía un rey derrocado por su propia mano.—Creímos que era una deuda manejable. Un simple acuerdo de negocios, protección, estatus… No vimos al monstruo que acechaba detrás del apellido Marchetti hasta que fue demasiado tarde.
Sofía cerró la puerta de la habitación con cuidado. Aria estaba de pie junto a la ventana, los brazos cruzados, mirando el jardín como si ya no le perteneciera. —Aria… —dijo Sofía con cautela—. ¿Qué fue eso allá abajo? Nunca… nunca te había visto así. Aria no respondió de inmediato. Respiró hondo. —Porque me cansé —dijo por fin, sin girarse—. Me cansé de tener miedo. De ser la presa. De cargar con una muerte que no es mía. Sofía se acercó despacio. —¿Por Isabella? Aria asintió. —Esa mujer está en todo. En cada castigo. En cada mirada de Victtorio. En cada golpe. —Su voz se quebró apenas—. No sé quién fue realmente Isabella, pero estoy segura de algo: alguien quiere que yo pague por ella. Y no pienso hacerlo más. Sofía tragó saliva. —¿Y ahora qué? Aria se giró, decidida. —Ahora voy a averiguar la verdad. Y voy a empezar por los únicos que nunca me mintieron. —¿Nuestros padres? —Nuestros padres. Sofía abrió los ojos. —¿Salir de la mansión? ¿Ahora? —Ahora —repitió Aria—.
Alessandra de Marchetti apretó el rosario entre los dedos cuando Carter terminó de hablar.—¿Estás seguro? —preguntó por tercera vez—. ¿De verdad están bien?—Sí, señora —respondió Carter con respeto—. Aria y Sofía están a salvo. Ya están en la mansión.Elio soltó el aire que llevaba horas conteniendo.—Gracias a Dios… —murmuró—. Esa niña no merecía nada de esto.Alessandra se sentó lentamente, aún pálida.—¿Qué ocurrió? ¿Fue un intento de robo? ¿Un ataque político? —preguntó—. No entiendo por qué alguien querría hacerles daño.Carter bajó la mirada un segundo, midiendo cada palabra.—Aún se investiga. Lo importante es que Victtorio reaccionó a tiempo.—Mi hijo… —Alessandra sonrió con orgullo—. Siempre fue impulsivo, pero tiene buen corazón.Elio asintió.—Solo espero que esta pesadilla termine aquí. Aria ya ha sufrido demasiado.Carter no respondió.Porque sabía que no había terminado.Solo había cambiado de forma.***Ginna no tocó el café.Lo observó enfriarse mientras jugaba con l
La habitación estaba en penumbra.El pitido suave del monitor marcaba el tiempo como una condena lenta. Aria abrió los ojos despacio, como si despertar fuera un esfuerzo que no deseaba hacer.El techo no era el del lugar donde la habían tenido.Eso lo entendió primero.—Aria… —susurró una voz quebrada.Ella giró apenas la cabeza.Sofía estaba ahí.Con los ojos rojos, el cabello desordenado, las manos aferradas a la baranda de la cama como si temiera que su hermana desapareciera otra vez.—Estás viva, hermanita… —dijo Sofía, rompiéndose—. Estás viva, ¿me oyes?Aria la miró.No lloró.No sonrió.No preguntó nada.Solo asintió una vez, muy despacio.Sofía se inclinó sobre ella y la abrazó con cuidado, temblando.—Pensé que… —tragó saliva—. Pensé que no te volvería a ver.Aria levantó una mano y la apoyó débilmente en su espalda. No había consuelo en el gesto, solo presencia.Carter observaba desde un lado, serio, vigilante, con una culpa silenciosa clavada en el pecho.Había visto muchas
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