La mansión vibraba con una energía contenida, como si cada lámpara, cada paso de los guardias, cada respiración de los sirvientes anunciara que algo irreversible estaba por suceder. Aria permanecía frente al espejo de cuerpo entero, aún con el estómago en un puño mientras María ajustaba los últimos detalles del vestido que Vittorio había ordenado para ella.
A pesar de todo, era hermosa.
Desgarradoramente hermosa.
Parecía una muñeca de cristal, frágil y perfecta, con piel de porcelana, cabello recogido con delicadeza y un vestido blanco que delineaba su figura con suavidad. Su belleza, lejos de ser un honor, era una maldición esa noche.
María la observó con los ojos brillosos.
—Señorita… parece un ángel.
Aria no sonrió.
—Los ángeles no están prisioneros —susurró.
María bajó la mirada mientras le colocaba el collar perlado que Vittorio había elegido. A Aria le ardía la piel solo de sentir el metal. No era un adorno: era un grillete caro.
Un golpe en la puerta la sobresaltó.
—A