😡LA IRA DE MARCHETTI😡

El edificio brillaba como un diamante cortado contra el cielo de Manhattan: cristal, mármol y nombres en relieve que prometían poder. En la planta cuarenta y dos, la fachada impecable de Marchetti Holdings ocultaba otra cartografía: pantallas con rutas, líneas de números y hombres que resolvían problemas sin aparecer en los titulares. Allí, entre certificados de accionistas y una vista que dominaba el puerto, Vittorio Marchetti movía su reino como si fuera ajedrez y no vida.

Luca entró sin llamar; conocía la rutina y sabía que una sola llamada podía recomponer o romper un plan entero.

—Señor, tenemos problemas en el Atlántico —dijo, dejando caer un dossier sobre el escritorio—. El carguero Siena fue interceptado anoche por la policía portuaria de Nueva York. Dos contenedores fueron incautados y están revisando la documentación.

Vittorio dejó la pluma, miró a Luca y no pronunció palabra. Por la ventana, el puerto parpadeaba como un tablero de piezas.

—¿Qué perdimos? —preguntó al fin, la voz como acero templado.

—Parte del envío de esta semana. Armas con nuestras rutas, dos contenedores de lingotes marcados como mercancía, y documentación que apunta a las rutas de Marsella y Barcelona. No todo está comprometido, pero los contactos del muelle están bajo lupa.

Vittorio se levantó sin prisa, caminó hasta la ventana y miró el Hudson como si quisiera atravesarlo con la mirada.

—¿Quién manejaba la logística? —preguntó sin darse vuelta.

—El equipo de Marsella, con apoyo de un operador en Red Hook. Tenemos nombres, pero faltan pruebas directas. La policía está interrogando al capitán y a parte de la tripulación.

El silencio que siguió fue calculado. Vittorio cerró los ojos un instante, juntó las manos y las apretó.

—Llama a Anderson y a Marco. Que Carter se presente en el muelle ahora. Quiero saber quién dejó huellas. —Su orden cortó la habitación.

Luca asintió y salió. Antes de que la puerta terminara de cerrarse, el teléfono del despacho sonó. Vittorio lo tomó y escuchó unos segundos; su única respuesta fue breve y afilada:

—Bloquea transferencias. Redirige las rutas. Corta lo innecesario.

Colgó y, sin mostrar tic alguno, volvió a sentarse. La fachada empresarial seguía perfecta para los inversores; en los sótanos de su red, sin embargo, la guerra se movía con otra lógica.

—¿Qué hay con los Valverde? —preguntó, en voz baja, más por control que por curiosidad.

—Han intentado mover cuentas —contestó Luca—. Alonso habló con intermediarios. Dijeron que Aria está con usted como garantía. Fue la única forma que les dieron para proteger a Sofía.

Vittorio encajó la noticia con la calma de quien escucha ruido de fondo.

—Sabían —murmuró—. Lo hicieron por la niña.

—Sí. Dijeron que no tenían otra salida.

—Eso no cambia la deuda —replicó Vittorio, y el filo de su voz dejó claro que nada humano, ni excusa ni llanto, alteraría su cálculo.

La puerta se abrió y Anderson Carter entró con paso medido: chaqueta bien cortada, mirada que sumaba cuentas y restaba fallas.

—Hablé con Marco —dijo sin preámbulos—. La intervención en Red Hook fue brutal. Alguien empujó a la policía a mirar más de lo habitual.

—¿Quién? —Vittorio fue directo.

—Un cabo se puso curioso con la documentación. Un tipo de nuestro equipo dejó huellas en algunos papeles. No fue sutil; fue torpe o filtrado.

Vittorio apretó la mandíbula. No era la pérdida lo que le ardía más, sino la exposición.

—Encuéntrenme a quien habló o a quien se equivocó —ordenó—. Traigan al capitán y a los hombres que tocaron los contenedores. Y que nadie salga del país sin mi autorización.

Anderson asintió. Sabía que cuando Marchetti hablaba así, las consecuencias no eran discursos sino acciones.

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En Queens, la casa de los Valverde olía a café frío y culpas. Alonso y Helena se movían en silencio; la decisión de entregar a Aria les pesaba en la garganta cada segundo. Habían hablado con Vittorio con la voz rota y habían firmado con las manos temblorosas: Aria, la garantía; Sofía, la promesa de vida.

—No teníamos elección —dijo Alonso, con esa dureza que ahora intentaba justificar lo indefendible—. Si nos negábamos, ellos habrían venido a buscarlo todo.

Helena no podía mirar al marido. Su pecho dolía por una culpa que no sabía cómo nombrar.

—Le dijimos que estaba segura —susurró—. Le dijimos que era por Sofía.

Sabían dónde estaba su hija. La imagen de Aria lógica y altiva en la mesa del Marchetti les quemaba la lengua cuando tenían que explicar la decisión a la pequeña, que aún no comprendía el precio de los silencios de los mayores.

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Esa tarde, la presión del puerto y la pérdida en Manhattan encendieron algo más que alarmas técnicas. Vittorio necesitaba asir un control que no fuera sólo de mesas de operaciones; necesitaba imponer orden donde una negativa lo había humillado. Y en su agenda de piezas a mover, la joven que respiraba bajo su techo ocupaba un lugar central.

La llamó a cenar en la sede de Manhattan, donde recibía a socios y donde la apariencia debía ser impecable. Quería verla rodeada de testigos, medir su temple, o hacer que ella midiera el suyo.

—Vendrás a cenar —dijo cuando apareció en la sala—. A las ocho.

Aria lo miró con esa resistencia que ya le era natural.

—No deseo —contestó sin más.

La simple negativa fue la chispa que agitó la ira contenida del jefe. Vittorio se acercó con la calma del que no pierde el control, hasta que la contención se rompió por dentro como un dique que cede a la presión.

—¿No? —repitió clavándole la mirada—. ¿Y crees que aquí decides tú?

—No voy a fingir cortesía por la comodidad de su casa —respondió ella, firme—. No seré su entretenimiento.

Vittorio no mostró más tolerancia. Dio un paso, y en una fracción de segundo la tensión se convirtió en acto. Con tanta furia contenida que no pudo retener, alzó la mano y le propinó una bofetada doble, seca y contundente; su mejilla estalló en rojo, la marca del golpe brilló en la piel como un sello. Aria tambaleó, la sorpresa y el dolor mezclándose mientras la sala se quedaba suspendida en un silencio incómodo.

La mano de Vittorio no se frenó. La agarró del pelo con un movimiento duro y la arrastró por el pasillo como quien toma una pieza que ha decidido recolocar. Nadie, entre los presentes, se atrevió a intervenir: en el mundo donde vivían, la autoridad imponía obediencia.

Al entrar en la habitación que preparó en la parte privada del piso, Vittorio la empujó contra la cama con violencia calculada. La empujo, la dejó sin aliento; él la tomó por el mentón con mano firme, obligándola a mirarlo a los ojos. Su voz fue una sentencia helada y sin vueltas:

—AQUI MANDO YO. ERES MÍA TE GUSTE O NO, ARIA. ERES MÍA.

Al verla temblar, sintió una chispa más y, sin contener el arrebato, la golpeó de nuevo en la cara. El segundo golpe resonó como confirmación de un poder que no se cuestiona. Aria, con la sangre del orgullo ardiendo en la boca, encontró fuerza en la rabia y gritó con toda la furia que le quedaba:

—¡JAMÁS, MALDITO ANIMAL! ¡TODO ESTE JUEGO TUYO TENDRÁ SU FIN Y NO ME VERÁS CAER!

La voz de Aria rompió el aire y, por un momento, hasta la furia de Vittorio pareció dialogar con su propio ruido interno; pero la contención volvió con rapidez. No por remordimiento, sino por estrategia: el enojo se apagó en él como si lo guardara para otras maniobras.

Antes de marcharse, Vittorio la dejó en la habitación. La puerta se cerró con la frialdad de una sentencia definitiva.

—No cenas conmigo, no lo hagas. Pero te haré pagar cada día que me desafíes —fue su última frase antes de alejarse—. Te haré entender lo que significa deber.

Dentro, Aria cayó sobre la cama. La mejilla ardía y las lágrimas comenzaron a brotar, no por la bofetada únicamente sino por la humillación de saber que existía bajo ese techo como una moneda. Pero su rabia no murió en sollozos: fue combustible para la acción. Entre sollozos ahogados y respiraciones cortas, comenzó a buscar cómo salir. Revisó cajones, palpó las cerraduras, encontró un pequeño destornillador en la mesita que dejó un empleado distraído —una herramienta modesta que se volvió posibilidad—. Colocó la pequeña pieza bajo la almohada y fingió dormir cuando alguien pasó por el pasillo.

La noche avanzó y en la torre de Manhattan las pantallas mostraban mapas, nombres y teléfonos. Vittorio volvió a sus asuntos: llamadas a Anderson, órdenes a Marco, trazas que podían cerrar rutas o abrir ojos. El golpe en el puerto tenía que resolverse como problema operativo; la resistencia de Aria era otra batalla a gestionar. Para él, todo era cálculo: eliminar errores, imponer consecuencia.

Antes de irse a su despacho, alzó la mirada a la ciudad iluminada que nunca perdona. Dijo en voz baja, más para confirmar su propia decisión que para que alguien lo oyera:

—Nadie se mete con los Marchetti y queda para contarlo.

La frase cayó densa en la noche. En la habitación, Aria apretó los puños bajo la almohada, sintiendo el calor en la mejilla y la rabia quemando como una señal. No se rendiría. No en palabras, no en actos. Aprendería, esperaría y devolvería la partida cuando la oportunidad llegara.

En la torre, las piezas se movían: hombres partían hacia muelles, llamadas cruzaban continentes, y la venganza seguía su curso, dura y meticulosa.

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