La fiesta comenzó a apagarse poco después de la medianoche. Los invitados más importantes ya se habían marchado, dejando tras de sí el eco de risas, perfume caro y murmullos que se perdían en los enormes pasillos decorados con oro y mármol. Aria sentía las piernas entumecidas, la cabeza pesada y el corazón reducido a un nudo tenso. No sabía si era cansancio, miedo o ambas cosas mezcladas en un torbellino insoportable.
Sus padres se acercaron primero para despedirse.
La madre de Aria temblaba. Intentó sonreír, pero sus labios temblorosos revelaban el peso de la culpa.
—Mi niña… —balbuceó, abrazándola con un gesto que parecía de despedida más que de bendición.
Aria la sostuvo fuerte.
—Estoy bien, mamá —mintió con suavidad.
El padre de Aria apenas podía sostenerle la mirada.
—Aria… —sin saber qué decir, simplemente apretó su mano—. Cuídate, por favor.
Ella asintió, aunque sabía que esas palabras no equivalían a nada. Los había perdonado… o eso quería creer, pero cada vez que los veía re