La noche no fue noche. Fue una tortura lenta.
Aria permaneció completamente inmóvil en su lado de la cama, temblando bajo la sábana de seda. Victtorio respiraba con calma a pocos centímetros de ella, como si dormir junto a un cuerpo aterrorizado fuera lo más natural del mundo.
No la tocó.
No dijo una palabra.
Pero la sensación de su presencia era peor que cualquier amenaza.
En algún momento, él se dio vuelta y su pierna rozó la de ella. Aria contuvo un grito en su garganta. Victtorio abrió un ojo, lo suficiente para verla tensarse como si la hubieran electrocutado.
—Relájate —murmuró con un dejo de burla—. Si quisiera tocarte, ya lo habría hecho.
Ella no respondió.
—Buenas noches, esposa —susurró antes de cerrar los ojos.
Pero Aria no pudo dormir. Pasó horas escuchando su respiración, su peso sobre el colchón, el leve sonido de su corazón. Era como compartir cama con una amenaza viviente.
Cuando por fin el cielo empezó a aclarar, Aria sintió que la garganta le ardía de tanto reprim