El amanecer trajo consigo un aire helado y un silencio tan espeso que parecía envolver toda la mansión Marchetti. Aria despertó con la sensación de estar atrapada en un sueño que no terminaba nunca. Cada rincón de aquel lugar era hermoso y opresivo a la vez: los pasillos tapizados, los candelabros, el olor a madera encerada… y ese orden que lo dominaba todo. Era una prisión disfrazada de elegancia. Desde la ventana de su habitación, el jardín se extendía como un laberinto secreto. Árboles altos, rosales que parecían crecer sin fin y, al fondo, una fuente de mármol que murmuraba con el agua. Por un momento, Aria imaginó correr por allí, traspasar los muros y desaparecer entre los árboles. Pero sabía que cada centímetro de esa casa estaba vigilado. Se vistió con calma, con la misma serenidad fingida que usaría un soldado antes de una batalla. Cuando salió al pasillo, una joven empleada apareció de inmediato. —Buenos días, señorita Valverde —dijo inclinando la cabeza—. ¿Desea desayuna
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