La casa Valverde olía a café recién hecho y a una culpa vieja que se pegaba a las paredes como el moho.
Aria estaba sentada en el sillón, rígida, con las manos entrelazadas sobre el regazo hasta que los nudillos se tornaron blancos. Sofía permanecía a su lado, alerta, con los ojos saltando de una sombra a otra, como si el aire mismo pudiera materializar a un captor. Frente a ellas, sus padres parecían espectros de lo que alguna vez fueron; el peso de sus errores les había encorvado la espalda.
—Perdónanos… —la voz de su madre se quebró, dejando escapar un sollozo ahogado—. Nunca pensamos que esto se saldría de control. Jamás imaginamos que ese compromiso… que ese hombre fuera capaz de tanto.
El padre de Aria bajó la mirada, incapaz de sostener la de su hija. Parecía un rey derrocado por su propia mano.
—Creímos que era una deuda manejable. Un simple acuerdo de negocios, protección, estatus… No vimos al monstruo que acechaba detrás del apellido Marchetti hasta que fue demasiado tarde.