Ignorando su propuesta anterior, Julie miró su reloj con deliberada lentitud, esperando que él captara la indirecta.
—¿Está tu padre aquí? Necesito hablar con él. Los ojos de Sean se oscurecieron de inmediato. Un gesto de dolor le torció la boca, tan fugaz como una sombra, pero lo suficientemente real como para que Julie lo notara. —Mi padre murió —dijo con voz baja, áspera—. Supongo que la noticia no llegó hasta Londres. Julie sintió un nudo en el estómago. La vergüenza la golpeó con fuerza. No solo por no haberse enterado, sino por haber preguntado con tanta frialdad. —Lo siento —murmuró, bajando la mirada. —¿De verdad? La dureza en su tono la hizo alzar la vista. El enojo se le marcaba en el rostro, provocándole unas arrugas de expresión que lo hacían parecer mayor que sus veintiocho años. Una década atrás, Sean solo la había mirado con deseo y admiración. Ahora, había algo más en su mirada. Algo que dolía. Por un instante, deseó poder retroceder el tiempo. Volver a ese momento en que todo era más simple. Cuando él la miraba como si fuera lo único que existía. —Por supuesto que lo siento —repitió, con más firmeza—. Todo el mundo por aquí adoraba a tu padre. —Tienes razón —asintió él, con un suspiro—. Pero me sorprende que tu padre no te dijera nada. En esta ciudad, no se puede hacer nada sin que se entere todo el mundo. Se pasó la mano por el rostro, como si intentara borrar la tensión. Luego la miró de nuevo. Sus ojos brillaron, no por la ropa de diseño que ella llevaba, sino por algo más profundo. Algo que Julie no quería identificar. —A pesar de lo elegante que vas vestida, supongo que recuerdas cómo son las cosas por aquí. Julie apretó la mandíbula. Decidió no darle la satisfacción de saber cuánto recordaba. Porque la mayoría de sus recuerdos estaban teñidos por él. —He estado muy ocupada estos últimos diez años —dijo con frialdad—. Así que te ruego me perdones si recordar el pasado no ha sido una de mis prioridades. —¿Ocupada, eh? Su tono era burlón, pero no del todo cruel. Julie esperó que él le preguntara por su vida, por su trabajo, por lo lejos que había llegado. Ansiaba poder decirle que había triunfado, que había construido algo sin él. Que no lo necesitaba. Pero Sean no dijo nada. Solo la observó, como si pudiera ver más allá de su fachada. Como si supiera que, detrás de ese traje de diseño y esa actitud distante, aún quedaba algo de la chica que una vez lo amó. —Trabajo veinticuatro horas, siete días a la semana —dijo finalmente, con orgullo—. Formo parte del equipo directivo de una de las agencias publicitarias más importantes de Londres. —¿Y no tienes tiempo para divertirte? La sonrisa ladeada de Sean hizo que Julie contuviera la respiración. No, ya no se divertía. No como antes. Sus días de diversión habían terminado cuando se marchó de Jacarandas. El trabajo la ayudaba a olvidar. A mantenerse firme. A no mirar atrás. —Lo que haga en mi tiempo libre no es de tu incumbencia —respondió, agachándose para sacar una carpeta del asiento del copiloto—. He venido aquí por negocios. —Sea cual sea esa proposición, tendrás que tratar conmigo —dijo él, con voz baja pero firme—. Y, para que lo sepas, no me parezco en nada a mi padre. Soy mucho más duro. Julie estuvo a punto de golpearse la cabeza con el marco del coche. Así que no habría una reunión formal, ni una negociación tranquila con el patriarca de los Castelli. No. Tendría que enfrentarse a Sean. Al hombre que una vez la hizo temblar de amor… y de dolor. El solo pensamiento de hacer negocios con él le subía la temperatura. Algo que no le ocurría desde hacía años. En Londres, sus colegas la llamaban “La Princesa de Hielo”. Y a ella le gustaba. Los sentimientos no llevaban a ninguna parte. Había aprendido a controlar su temperamento, a enterrar sus emociones bajo capas de profesionalismo y frialdad. Pero ahora… ahora todo eso temblaba. Le entregó la carpeta. Sus dedos se rozaron. Un simple contacto. Pero fue suficiente para que su corazón diera un vuelco. Maldita sea. No debería sentir nada por Sean Castelli. No después de todo lo que pasó. Y mucho menos ese deseo tan familiar de acercarse, de tocarlo, de comprobar si su piel seguía siendo tan cálida como la recordaba. Respiró hondo. Se obligó a mantener la compostura. —Aquí está la propuesta —dijo, con voz firme—. Léela. Si estás interesado, podemos hablar de los términos. -¿Y si no estoy interesado? —Entonces no perderé más tiempo —respondió, alzando la barbilla. Él sonrió. Una sonrisa lenta, peligrosa. —Siempre fuiste buena fingiendo que no te importaba. Julie sintió que algo se quebraba dentro de ella. Pero no lo dejó ver. —Y tú siempre fuiste bueno fingiendo que no sabías lo que querías. Sean la observó en silencio, con la carpeta en una mano y esa mirada intensa que parecía atravesarla. —Te llamaré cuando termine de leerlo. —Hazlo —dijo ella, girándose para volver al coche. Pero antes de que pudiera abrir la puerta, él habló de nuevo. —Julie… Julie se giró hacia el coche, pero esta vez no abrió la puerta. Algo en su interior —orgullo, curiosidad, o tal vez una herida mal cerrada— la obligó a quedarse quieta. El aire entre ellos vibraba con una tensión que no tenía nada que ver con los negocios. Sean dio un paso más cerca. No dijo nada. Solo la miró, como si esperara que ella tomara la decisión. Julie levantó la vista, lo sostuvo con firmeza y, sin apartarse, dijo con voz baja pero decidida: —No he venido hasta aquí para huir. Y entonces, sin necesidad de más palabras, ambos supieron que la conversación apenas comenzaba.