El Lexus RX patinó ligeramente al tomar la curva del acceso a la finca Castelli. Julie Jones apretó los labios para no soltar una maldición. Su destreza al volante no tenía nada que ver con el pavimento resbaladizo… ni con los recuerdos que la asaltaban. Todo tenía que ver con el hombre que, a unos metros, se inclinaba sobre una trilladora.
Estaba sin camisa. Solo eso. Pero bastó para que ella no pudiera apartar la mirada de su torso bronceado, que brillaba bajo el abrasador sol de Queensland. Los músculos se tensaban y deslizaban bajo su piel como si cada movimiento estuviera coreografiado. Cuando se incorporó y metió las manos en los bolsillos de unos jeans desgastados, Julie sintió que su mirada se desviaba—con cierta vergüenza—hacia su trasero. Por un instante, deseó no haber estado lejos tanto tiempo. Diez años en Londres habían sido una decisión sensata. Necesaria. Huir había sido su única salida. Pero al ver de nuevo a ese hombre, tan increíblemente atractivo, pensó que tal vez había regresado al lugar al que siempre perteneció. Y que ningún hombre en Londres se comparaba con los de Jacarandas. Ella lo sabía. Se había enamorado de uno. Le había entregado todo: su inocencia, su corazón, su lealtad. Y a cambio, solo había sido una tonta. Mientras enderezaba el coche y se acercaba a la casa, Sean se giró. El Lexus derrapó de nuevo, casi cayendo en una zanja. Julie logró estacionarlo bien, pero su corazón latía con fuerza. Sean caminó hacia ella con paso firme. Ella se quedó quieta, aferrada al volante como si fuera su única defensa. El rostro de Sean Castelli permanecía impasible. Se apoyó en la ventanilla abierta con sus brazos fuertes y la saludó con una inclinación de cabeza, como si no hubieran pasado diez años. —Hola, Julie —dijo con una sonrisa ladeada—. Hace mucho que no nos vemos. Un saludo normal. Sin rencor. Sin amargura. Por supuesto. Ella había sido la que más sufrió cuando Sean terminó la relación. Y ese saludo casual, como si nada hubiera pasado, no hacía justicia a lo que habían compartido. Julie decidió devolverle la misma indiferencia, aunque el corazón le latía con fuerza. —Diez años —dijo, con una media sonrisa—. Creo que es poco. Quería que él lo reconociera. Que preguntara cómo le había ido. Que explicara, por fin, por qué la había dejado. Pero Sean solo se encogió de hombros, como si el tiempo no pesara. Julie no pudo evitar recorrerlo con la mirada. Los músculos que se marcaban bajo su piel bronceada hablaban de años de trabajo físico. El muchacho delgado y rebelde que conoció se había convertido en… Apartó la vista de sus pectorales y se obligó a mirar su rostro. Seguía siendo apuesto, con ese aire arrogante que lo hacía aún más atractivo. Y por la sonrisa que se dibujaba en sus labios —esos labios que tanto deseaba besar—, Sean sabía exactamente el efecto que causaba. —¿Qué te trae por aquí? —preguntó él, con voz grave. —Negocios —respondió ella, firme. Algo tangible. Algo que la ayudara a no caer en la tentación de preguntarle lo que realmente quería saber: ¿Qué nos pasó? Había esperado tratar con su padre. No con él. Pero se había equivocado. Sean llevaba ese lugar en la sangre. Y, por supuesto, lo dirigía mejor que nadie. —¿Negocios? —repitió él, entornando los ojos color caramelo. Julie deseó que dejara de mirarla así. Siempre había tenido la habilidad de leerle el pensamiento, y ahora era lo último que necesitaba. Tenía que mantenerse centrada. Su carrera dependía de ello. —Tengo una proposición para ti —dijo, con voz firme. Sean se irguió. Metro ochenta de músculos tensos y mirada penetrante. Entonces, esbozó esa sonrisa de niño malo que tanto la había perseguido en Londres. La misma sonrisa que la había hecho llorar durante meses. La misma que rechazó su oferta de construir una vida juntos. —Estoy seguro de ello, Ricitos. Abrió la puerta del coche para que ella saliera. Julie deseó poder ocultar el rubor que le cubría el rostro. Agradeció que su cabello, ahora lacio por los tratamientos, ya no tuviera los rizos rebeldes de la universidad. —Nadie me ha llamado así en años —musitó. —Mmm… una pena, Jules —dijo él, enredando un mechón de su cabello entre los dedos—. Evidentemente, no te conocen tan bien como yo… Julie se apartó bruscamente. —Tú no me conoces. Sean la miró con una ceja alzada, como si aceptara el reto. —Entonces tal vez sea hora de que lo hagamos de nuevo.