Delies City nunca duerme. Sus calles están cubiertas de sombras, salpicadas por la luz sucia de los neones, donde el sexo y la muerte se rozan en cada esquina. Tomás, un joven detective atrevido y despiadado, sabe cómo moverse en ese pantano: seduce, corrompe y dispara sin dudar para encontrar la verdad. O algo que se le parezca. Cuando un cadáver aparece brutalmente mutilado en un callejón olvidado, Tomás se ve arrastrado a un caso tan oscuro como el corazón de la ciudad. La única pista: un tatuaje de cuervo y rumores que huelen a pólvora. Su búsqueda lo llevará a revolcarse —literalmente— entre criminales y traiciones. Especialmente con Rosario, una peligrosa joven con la que comparte noches ardientes y secretos mortales. Pero todo cambia con la llegada de Elizabeth, una detective tan distinta a él que solo podría significar problemas: fría, meticulosa, con una sonrisa capaz de desarmarlo más que cualquier bala. Mientras las sombras se ciernen y el deseo amenaza con consumirlo, Tomás tendrá que decidir hasta dónde está dispuesto a hundirse para resolver el misterio… O si prefiere perderse, entre besos que saben a pólvora y verdades que pueden matarlo.
Ler maisLa lluvia caía con fuerza sobre el parabrisas, y las luces anaranjadas de los postes apenas alcanzaban a iluminar las calles húmedas y desiertas. Tomás y Elizabeth permanecían dentro del coche, estacionados frente a un edificio en ruinas que solía ser una fábrica de textiles. El silencio entre ellos era espeso, cargado de pensamientos que ninguno terminaba de poner en palabras. Hasta que Tomás lo rompió.—Tenemos que dejar de correr a ciegas —dijo, su voz grave, mientras giraba el volante con los dedos como si intentara domar sus propias ideas—. Si seguimos reaccionando a lo que ellos hacen, siempre van a estar un paso adelante.Elizabeth lo observó, los ojos verdes brillando bajo el reflejo de los faros de un auto que pasó fugazmente. Ella había cambiado en las últimas semanas. La dureza de su mirada ya no pertenecía a la oficial recién ascendida que había llegado con fe en el uniforme. Ahora era una mujer que aprendió, a golpes, que la traición podía estar en la silla de al lado en
El silencio en el interior del auto era denso, cargado de tensión, de miradas no dichas, de caricias contenidas por demasiado tiempo. Afuera, la ciudad parecía respirar oscuridad. Las farolas rotas, el eco de un disparo lejano, y la paranoia latente hacían del mundo un lugar inhabitable. Pero en ese momento, dentro de ese coche viejo, Tomás y Elizabeth no podían pensar en otra cosa más que en ellos.Ella lo miraba con los ojos húmedos, sin lágrimas, pero con el alma desnuda.—No sé cuánto más vamos a aguantar, Tomás… —susurró.Él no dijo nada. Solo la miró. Esa mirada que desde hace días venía cargando rabia, culpa, angustia… y un deseo escondido que ahora ardía.Elizabeth deslizó una mano sobre el asiento, hasta rozar la suya. No hizo falta más.Tomás se inclinó y la besó con desesperación. Al principio fue torpe, como si se buscaran entre ruinas. Pero pronto el deseo ganó espacio y lo hizo salvaje, intenso, real. Se devoraron sin pedir permiso, como dos seres que sabían que mañana p
El humo del cigarro flotaba como una serpiente perezosa entre las penumbras del despacho. La habitación era pequeña, con paredes cubiertas de madera vieja y una sola ventana tapada por una cortina gruesa. El reloj marcaba las 02:43 de la madrugada, pero ninguno de los dos hombres allí presentes parecía tener prisa. Para ellos, el tiempo no funcionaba igual. Lo medían en sangre, en secretos, en control.Cristóbal Acuña, el excomisario, se acomodó en el sillón de cuero con un vaso de whisky en la mano. Frente a él, Mauricio Ocampo —alto, elegante, de rostro afilado y ojos como cuchillas— observaba una pizarra improvisada donde estaban pegadas fotos de agentes, informes impresos, rutas marcadas con fibra roja.—¿Estás seguro de que no nos falta nada? —preguntó Mauricio sin apartar la vista de la pizarra.—Nuestros ojos en la comisaría nos avisan de cada movimiento —respondió Cristóbal, llevándose el vaso a los labios—. Elizabeth sigue en modo paranoico. Sospecha de todos, pero no sabe a
La puerta chirrió apenas Tomás la empujó con cautela. El interior de la casa era oscuro, con las cortinas cerradas y un leve olor a humedad mezclado con tabaco viejo. El hombre mayor, el mismo que le había dejado el sobre con pistas la noche anterior, lo esperaba en la penumbra, sentado en un sillón raído junto a una lámpara encendida a medio brillo.—Pasa, muchacho… Cerrá la puerta —dijo con voz ronca.Tomás obedeció, manteniendo una mano cerca de su arma. El viejo no parecía peligroso, pero después de tantas sorpresas en el caso, ya no confiaba en nadie.—¿Qué es exactamente lo que sabés? —preguntó Tomás, directo.El anciano encendió un cigarro con manos temblorosas y exhaló lentamente.—No lo sé todo, pero vi cosas… Y guardé silencio durante años, como un cobarde. Ahora mi tiempo se acaba y quiero limpiar algo de la mierda que arrastré —tomó una carpeta del suelo y se la extendió—. Ese hombre… el de las fotos… Se llama Mauricio Ocampo. No es solo un asesino, es un cazador. Alguien
La cerradura giró con un leve chasquido y Tomás empujó la puerta de su departamento. Cerró con llave de inmediato. A pesar del cansancio y el dolor que se le acumulaban en la espalda, el sobre que llevaba entre las manos le hervía en los dedos. Su corazón latía con fuerza, con esa mezcla de ansiedad, miedo y esperanza que precede a un gran descubrimiento.Se sentó frente a la mesa, encendió la lámpara de escritorio y dejó el sobre sobre la madera. Lo miró como si fuera un animal dormido. Respiró hondo, tragó saliva y lo abrió.Primero cayó una foto, desgastada en los bordes. En ella aparecía un grupo de hombres, algunos uniformados, otros no. Pero su mirada se centró rápidamente en uno de ellos. No llevaba uniforme, pero su postura dominante y el leve gesto de arrogancia en su rostro destacaban entre los demás. El rostro de un líder. El rostro de un depredador.Tomás volteó la foto. Tenía una nota escrita con letra temblorosa: “C.A. — El cuervo blanco. Te dije que todo llega.”Frunció
La noche había caído con un peso extraño sobre la ciudad. Tomás atendió el llamado de Rosario sin imaginar lo que aquella reunión terminaría despertando en él. La mujer lo esperaba en su departamento, vestida con una camisa blanca apenas abrochada, copa en mano y mirada encendida. Tenía información —eso dijo—, pero también tenía algo más: un deseo contenido que había ido creciendo desde el día que Tomás apareció en su vida con preguntas peligrosas.—Gracias por venir —murmuró Rosario, acercándose a él.—¿Qué tenés? ¿Qué sabés? —preguntó Tomás, serio, incómodo, sabiendo en lo profundo que no debía estar allí.—Antes... —dijo ella, dejando la copa sobre la mesa— ...deberías relajarte. Sé que estás agotado. Y sé que pensás en mí, aunque te hagas el duro.Tomás la miró. Por un momento quiso retroceder, marcharse. Pero el cansancio, el fuego, la tensión de los días y los silencios acumulados lo empujaron hacia ella. Se besaron. Rosario lo desnudó con los dedos, lo empujó al sillón y se mon
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