La lluvia caía con fuerza sobre el parabrisas, y las luces anaranjadas de los postes apenas alcanzaban a iluminar las calles húmedas y desiertas. Tomás y Elizabeth permanecían dentro del coche, estacionados frente a un edificio en ruinas que solía ser una fábrica de textiles. El silencio entre ellos era espeso, cargado de pensamientos que ninguno terminaba de poner en palabras. Hasta que Tomás lo rompió.
—Tenemos que dejar de correr a ciegas —dijo, su voz grave, mientras giraba el volante con los dedos como si intentara domar sus propias ideas—. Si seguimos reaccionando a lo que ellos hacen, siempre van a estar un paso adelante.
Elizabeth lo observó, los ojos verdes brillando bajo el reflejo de los faros de un auto que pasó fugazmente. Ella había cambiado en las últimas semanas. La dureza de su mirada ya no pertenecía a la oficial recién ascendida que había llegado con fe en el uniforme. Ahora era una mujer que aprendió, a golpes, que la traición podía estar en la silla de al lado en