El frío fluorescente de la comisaría tenía una forma particular de meterse bajo la piel. Tomás caminaba por el pasillo principal con el maletín del arma en la mano, sintiendo que cada paso lo alejaba un poco más del calor sucio de las calles. El suelo brillaba con un pulido casi enfermizo, y el aroma a café quemado se mezclaba con sudor y papeles viejos.
Elizabeth lo esperaba frente al laboratorio de balística, apoyada contra el marco de la puerta, revisando algo en su celular. Cuando lo vio llegar, levantó la vista. Sus ojos verdes parecían más claros bajo esas luces frías, y por un momento Tomás se distrajo con la forma en que la camisa blanca se ceñía a su torso, apenas húmeda por la llovizna persistente.
—¿Listo? —preguntó ella, guardando el móvil.
—Listo —respondió él, levantando el maletín. Esbozó una sonrisa torcida—. Vamos a ver si nuestro cuervo tiene la mala suerte de haber dejado su firma en algún proyectil.
Entraron juntos. El técnico de balística, un hombre canoso y de mi