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capitulo 4: En la tormenta

Habían pasado cuatro días desde la aparición del cadáver en Darvin Alley. Cuatro días de llamadas sin respuesta, de puertas cerradas en la cara, de testigos que juraban no haber visto nada. Tomás empezaba a notar cómo la tensión se filtraba en su propia piel, dejándolo irritable, con un humor tan negro como el cielo que cubría Delies City.

Estaba recostado contra su auto, fumando el enésimo cigarrillo del día, cuando Elizabeth apareció en la vereda opuesta. Llevaba un pantalón oscuro, camisa blanca y la chaqueta policial negra que moldeaba su figura con crueldad. Caminaba rápido, con esa seguridad felina que lo tenía tan atrapado.

—¿Alguna novedad? —preguntó él sin moverse, soltando una nube de humo.

Elizabeth negó con un suspiro. Sus ojos verdes parecían más opacos esa tarde.

—Las cámaras del distrito industrial no muestran nada. O alguien manipuló los archivos, o nuestro pájaro negro sabe moverse sin dejar rastro.

Tomás apretó los dientes, dejando que el filtro del cigarrillo se consumiera casi hasta quemarle los dedos antes de arrojarlo.

—Genial. Otro callejón sin salida.

—No podemos rendirnos. —Elizabeth se acercó, bajando la voz—. Este caso… me huele mal, Tomás. Como si alguien importante quisiera que quedara sin resolver.

Él arqueó una ceja, divertido.

—¿Y desde cuándo una mujer como vos se deja intimidar por peces gordos?

Elizabeth torció una leve sonrisa, aunque sus ojos siguieron serios.

—Desde nunca.

Iba a decir algo más cuando su celular vibró. Lo sacó con rapidez, atendiendo sin mirarlo.

—Ramírez… —Hubo un silencio, luego frunció el ceño—. ¿Dónde? ¿Estás seguro?... Bien, mándame la ubicación exacta. —Cortó y miró a Tomás—. Tenemos un informante que dice haber visto al hombre del cuervo en un galpón cerca del viejo muelle.

Tomás se irguió.

—Perfecto. ¿Vamos en tu auto o en el mío?

—En el tuyo —dijo ella, casi sin dudar—. El mío está sin suficiente nafta. Y prefiero tus cigarrillos que mi radio rota.

Él soltó una risa ronca, abrió la puerta y la dejó pasar. Cuando Elizabeth se sentó, sus piernas rozaron las suyas, y el contacto le encendió una corriente eléctrica que le bajó directo al bajo vientre.

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El trayecto hacia el muelle fue silencioso, roto solo por el sonido del motor y el viento que comenzaba a azotar las ventanas. Las nubes se arremolinaban en un gris casi púrpura, preñadas de tormenta.

Tomás miró de reojo a Elizabeth. Llevaba la vista fija al frente, el ceño apenas fruncido, concentrada. Sus labios estaban húmedos, tentadoramente separados como si respirara más rápido de lo normal.

—¿Estás nerviosa? —preguntó, con esa voz baja que usaba para quitarle peso a cualquier miedo.

—¿Vos no lo estarías? —replicó sin mirarlo—. Es nuestra primera pista sólida en días.

—Yo estoy más ansioso que nervioso. —Tomás sonrió con picardía—. Aunque para mí es casi lo mismo.

Elizabeth hizo un sonido entre risa y bufido, sacudiendo la cabeza. Pero algo en la forma en que bajó la mirada, la tensión en su cuello, lo delató.

Él alargó una mano, posándola sobre su muslo. Solo un segundo. Sintió cómo ella se tensaba bajo su palma.

—No hagas eso —murmuró Elizabeth, pero su voz no sonó firme.

Tomás no retiró la mano. Al contrario, sus dedos se movieron un poco, dibujando un círculo lento.

—¿Por qué no?

—Porque… —Elizabeth lo miró al fin, y en sus ojos verdes brilló algo crudo, hambriento—. Porque si seguís, no voy a poder concentrarme.

—¿Quién dice que quiero que te concentres? —susurró él, inclinándose apenas hacia ella.

Un trueno estalló sobre el auto y acto seguido la lluvia comenzó a golpear el techo con furia. Elizabeth se mordió el labio inferior, un gesto involuntario que terminó de encenderlo. La tormenta afuera parecía un telón perfecto para algo que ya no podían frenar.

Con un movimiento casi torpe, Elizabeth se inclinó sobre él, sus bocas chocaron con un ansia que los hizo gemir. Tomás la sostuvo del cuello, profundo, acariciando su nuca mientras el beso se volvía cada vez más desesperado. La mano de Elizabeth bajó, rozó su cintura, luego el borde del pantalón. Cuando su palma rozó la dureza que lo marcaba por completo, Tomás gruñó contra su boca.

—Elizabeth… —su voz era un ronco ruego.

—Callate —murmuró ella, separándose apenas para mirarlo a los ojos. Luego sonrió con algo perverso—. Si vamos a romper todas las reglas… hagámoslo bien.

Sin decir más, se inclinó sobre su regazo. Tomás se dejó caer contra el asiento, el cuerpo entero tenso de anticipación. Sus manos se clavaron en el volante, los nudillos blancos. Sintió cómo Elizabeth le abría el cierre, liberándolo. El contacto de su mano fue como un relámpago.

—La puta madre… —jadeó, cuando ella comenzó a acariciarlo lento, explorando cada centímetro como si quisiera memorizarlo.

La mirada verde de Elizabeth subió apenas para encontrar la suya antes de bajar y cerrar los labios alrededor de él. Tomás dejó escapar un gemido quebrado, cerrando los ojos. Sus caderas se movieron casi sin permiso, buscando más calor, más fricción. Elizabeth no apartó la vista, lo sostuvo con esa mirada fiera incluso cuando se lo llevó más profundo.

Cada movimiento de su lengua, cada leve succión, era un veneno delicioso que lo recorría por dentro. Tomás perdió la noción del tiempo, del ruido de la lluvia, del caso, del mundo entero. Solo existían la boca de Elizabeth, el calor húmedo, y esa explosión que finalmente lo hizo temblar.

Cuando terminó, respiraba como si hubiera corrido kilómetros. Elizabeth se incorporó, sus labios rojos e hinchados, una chispa de triunfo brillándole en los ojos. Se limpió con el dorso de la mano, luego pasó los dedos por su propio cuello, acomodándose el cabello.

—¿Satisfecho? —preguntó, su voz ronca y casi burlona.

Tomás sonrió, todavía sin aliento.

—Por ahora.

---

Minutos después, la lluvia empezó a menguar. El parabrisas mostraba un cielo todavía gris, pero la cortina densa de agua se había convertido en un simple rocío constante.

Elizabeth suspiró y volvió a adoptar su aire profesional, aunque sus mejillas seguían encendidas.

—Vamos. Si perdemos al informante por esto, no me lo voy a perdonar.

—No te preocupes —dijo Tomás mientras se subía el cierre, lanzándole una mirada cargada—. Siempre tuve mejor suerte después de… distracciones.

Ella negó con una sonrisa exasperada, abrió la puerta y bajó. Tomás la siguió, con una sensación de triunfo mezclada con algo mucho más inquietante: Elizabeth no era Rosario. No era solo sexo salvaje ni un atajo a información. Había algo en ella que lo descolocaba. Lo hacía querer más. Y eso, en Delies City, podía ser un error mortal.

Se encaminaron juntos por el muelle, sus pasos resonando sobre la madera húmeda. Cada gota que caía del cielo parecía un reloj siniestro que contaba hacia algo inevitable.

Y Tomás no sabía si estaba corriendo hacia su propia perdición… o si finalmente había encontrado algo por lo que valía la pena perderse.

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