El sonido de la lluvia golpeando el parabrisas se mezclaba con la estática del celular. Tomás se frotó el puente de la nariz con dos dedos, frustrado. Había pasado la última hora haciendo llamadas a sus contactos: soplones, cantineros, putas de lujo, hasta un viejo informante de la morgue. Todos tenían retazos de historias, rumores, pero nada sólido.
—¿Un tipo con un cuervo en el cuello? —se había burlado uno de ellos—. En esta ciudad, Tomás, todos tienen algo muerto tatuado en la piel. Cortó la llamada con un suspiro cansado y miró la pantalla del celular, vacía de mensajes. La noche estaba tan negra como su lista de pistas. Encendió otro cigarrillo, saboreando el amargo consuelo del tabaco. Cada calada era un latido lento que lo mantenía anclado. Miró alrededor. Estaba estacionado frente a un edificio gris, la lluvia resbalando por la chapa. En el asiento del acompañante reposaba un folder con fotos del cuerpo asesinado en Darvin Alley: cortes profundos, una expresión de sorpresa congelada, algo arrancado del pecho. —¿Qué carajo te sacaron? —murmuró para sí mismo. Se reclinó contra el asiento. Por un momento, dejó que la lluvia fuese su única compañía. Fue entonces cuando escuchó el golpecito en la ventanilla. Giró el rostro, frunciendo el ceño. Y entonces la vio. Un paraguas negro, gotas resbalando por su contorno. Piernas largas enfundadas en pantalón de vestir, chaqueta oscura perfectamente entallada. Luego el rostro: piel clara, labios apenas curvados en una sonrisa contenida y ojos verdes, tan claros que parecían brillar incluso bajo el diluvio. Tomás bajó el vidrio. —¿Puedo ayudarte, muñeca? —Detective Tomás, ¿no? —preguntó ella con voz firme, sin traza de vacilación. Extendió una mano enguantada—. Soy **Elizabeth Ramírez. Nueva en homicidios. Me asignaron para ayudarte en este caso. Tomás se quedó un segundo mirándola. No como un colega, sino como un hombre que ve algo que lo desarma. Esa sonrisa tenue. Esa seguridad con la que sostenía su mirada. Era como si el mundo alrededor se hubiera quedado mudo para dejar espacio a ese par de ojos verdes. —¿Nueva en homicidios? —repitió él con una media sonrisa, tomando finalmente su mano. La piel de Elizabeth estaba fría por la lluvia, pero su apretón fue firme—. Entonces bienven… —No necesito galanterías —lo interrumpió ella, con un destello travieso en los labios. Luego se inclinó apenas, clavándole esos ojos—. Solo resultados. Él arqueó una ceja. —Mirá vos. Ya me caés bien. Elizabeth rodeó el auto y subió sin esperar invitación. Sacudió el paraguas, cerrándolo con un gesto rápido, y se acomodó en el asiento, demasiado cerca para el gusto de un hombre acostumbrado a guardar su espacio. —¿Qué tenés? —preguntó, apoyando un codo sobre la puerta, su cuerpo girado hacia él. Tomás podía sentir su perfume: algo fresco, a lavanda y lluvia limpia. Totalmente opuesto al aroma decadente que Rosario solía dejarle impregnado. Él abrió el folder y lo deslizó sobre sus piernas, mostrándole las fotos. Elizabeth las tomó con profesionalidad, aunque sus labios se apretaron un instante ante la imagen del cadáver. —Le sacaron algo del pecho —dijo Tomás, su voz ronca, grave—. Aparentemente un trozo de piel. No sabemos si tenía un tatuaje, un símbolo… o si solo fue sadismo. —¿Y el del cuervo? —preguntó sin apartar la vista. —Rosario me confirmó que estuvo por The Hollow. Pero nadie sabe su nombre. O si lo saben, tienen más miedo que lengua. Elizabeth levantó la vista, su mirada verde taladrándolo con curiosidad. —Rosario. ¿La criminal que se pasea por bares con vestidos rojos? Tomás ladeó una sonrisa, divertida y peligrosa. —Veo que hiciste la tarea. —No me gusta trabajar a ciegas. Menos con un compañero que parece meterse en la cama con cualquiera que tenga un dato. El golpe fue seco, directo, pero la chispa en sus ojos delató que no lo decía solo para herir. Tomás soltó una risa baja, casi un gruñido. —¿Así que ya investigaste mis… métodos? —Los llamaría poco ortodoxos. —Elizabeth desvió la mirada al parabrisas, donde las gotas seguían compitiendo para ver cuál llegaba primero al borde—. Pero hasta ahora, funcionales. Aunque a mí me gusta usar la cabeza… no la entrepierna. —Dame tiempo —replicó él con un destello pícaro—. Puedo sorprenderte. Elizabeth lo miró de nuevo, evaluándolo. Sus labios se curvaron apenas, como si estuviera conteniendo una carcajada o un suspiro molesto. Luego suspiró en serio, aunque esta vez con resignación. —Tengo acceso a registros que vos no. Mañana voy a cruzar cámaras de tránsito alrededor del callejón y los alrededores del bar. Si encontramos el auto negro sin patente que mencionaste, podremos rastrearlo. —Sos eficiente. Me gusta eso. —Tomás la miró un segundo demasiado largo, eligiendo no disimular el modo en que recorría su rostro, su cuello, el leve latir en la base de su garganta. Elizabeth sostuvo la mirada sin retroceder. Y algo brilló ahí, una chispa que era mitad desafío, mitad… ¿curiosidad? —No estoy aquí para que me guste o me deje de gustar nada —replicó finalmente, pero su tono había bajado un par de grados. Casi suave. Tomás sonrió, esa sonrisa torcida que era su marca. —Ya veremos. --- Cuando Elizabeth bajó del auto, la lluvia la tragó como un lobo hambriento. Caminó con pasos firmes, sin mirar atrás. Tomás la siguió con la vista, el corazón golpeándole despacio, distinto a como solía hacerlo después de revolcarse con Rosario o chantajear a un soplón. Sabía que esa mujer iba a traer problemas. Diferentes a los de Rosario. Quizá incluso más peligrosos. Porque no eran solo carnales. Había algo en su forma de mirarlo, de no temerle, que lo ponía en alerta… y al mismo tiempo, lo atraía como un disparo bien dirigido. Encendió otro cigarrillo. El humo le llenó los pulmones como un suspiro cargado de promesas. El caso estaba cada vez más enredado. Las pistas eran sombras. El hombre del cuervo se desvanecía tras cada puerta que abría. Pero ahora tenía a Elizabeth, con sus ojos verdes llenos de determinación, para empujarlo a seguir. Y Tomás, aunque no lo admitiera, necesitaba tanto un motivo como un combustible. En Delies City, las noches siempre eran largas. Y el deseo… tan filoso como un cuchillo.