El silencio en el interior del auto era denso, cargado de tensión, de miradas no dichas, de caricias contenidas por demasiado tiempo. Afuera, la ciudad parecía respirar oscuridad. Las farolas rotas, el eco de un disparo lejano, y la paranoia latente hacían del mundo un lugar inhabitable. Pero en ese momento, dentro de ese coche viejo, Tomás y Elizabeth no podían pensar en otra cosa más que en ellos.
Ella lo miraba con los ojos húmedos, sin lágrimas, pero con el alma desnuda.
—No sé cuánto más vamos a aguantar, Tomás… —susurró.
Él no dijo nada. Solo la miró. Esa mirada que desde hace días venía cargando rabia, culpa, angustia… y un deseo escondido que ahora ardía.
Elizabeth deslizó una mano sobre el asiento, hasta rozar la suya. No hizo falta más.
Tomás se inclinó y la besó con desesperación. Al principio fue torpe, como si se buscaran entre ruinas. Pero pronto el deseo ganó espacio y lo hizo salvaje, intenso, real. Se devoraron sin pedir permiso, como dos seres que sabían que mañana p